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Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario

 
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Autor Mensaje
Guadalupe Gómez
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Mensajes: 2115
Ubicación: Argentina

MensajePublicado: Dom Oct 14, 2007 11:24 pm    Asunto: Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario
Tema: Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario
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Reflexiones para la Santa Misa del Dies Domini
www.ducinaltum.info



Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario


“Postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias”

I. LA PALABRA DE DIOS
II. APUNTES
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
IV. PADRES DE LA IGLESIA
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO


I. LA PALABRA DE DIOS

2 Re 5, 14-17: “Naamán quedó limpio y se volvió a Eliseo”

«Bajó, pues, y se sumergió siete veces en el Jordán, según la palabra del hombre de Dios, y su carne se tornó como la carne de un niño pequeño, y quedó limpio.

Se volvió al hombre de Dios, él y todo su acompañamiento, llegó, se detuvo ante él y dijo: “Ahora conozco bien que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel. Así pues, recibe un presente de tu siervo”. Pero él dijo: “Vive Yahveh a quien sirvo, que no lo aceptaré”; le insistió para que lo recibiera, pero no quiso. Dijo Naamán: “Ya que no, que se dé a tu siervo, de esta tierra, la carga de dos mulos, porque tu siervo ya no ofrecerá holocausto ni sacrificio a otros dioses sino a Yahveh.»

Sal 97, 1-4: “El Señor revela a las naciones su salvación”

2 Tim 2, 8-13: “Todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús”

«Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio; por él estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor; pero la Palabra de Dios no está encadenada. Por esto todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna.

Es cierta esta afirmación:
Si hemos muerto con El, también viviremos con El;
si nos mantenemos firmes, también reinaremos con El;
si le negamos, también El nos negará;
si somos infieles, El permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo.»

Lc 17, 11-19: “Quedaron limpios los diez.”

«Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!” Al verlos, les dijo: “Id y presentaos a los sacerdotes”. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: “¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?” Y le dijo: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado”.»

II. APUNTES

Proclamaba la Ley: «El afectado por la lepra llevará los vestido rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: "¡Impuro, impuro!" Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada.» (Lev 13,45-46)

En su marcha a Jerusalén el Señor se acerca a un pueblo. En las afueras diez leprosos, parándose a la distancia, en vez de gritar el prescrito “impuro” le suplican a grandes voces: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» Aquél grupo de desdichados se dirige a Jesús como Maestro, como un hombre de Dios que guarda y enseña la Ley, como un hombre santo cuya fama de hacer milagros lo precede y por quien también ellos esperan poder encontrar la salud y misericordia divina.

Como toda respuesta a su súplica el Señor les dice: «Id y presentaos a los sacerdotes». En Israel los sacerdotes, así como tenían la función de examinar las enfermedades de la piel y declarar impuro a quien estaba enfermo de lepra (ver Lev 13,9ss), también debían declararlo nuevamente “puro” en caso de curarse. De este modo quedaba reintegrado en la comunidad.

Al mandarlos a presentarse a los sacerdotes no recibían la curación inmediata, más sí la promesa de la curación. Confiando en el Señor, se pusieron en marcha, y conforme a su fe en el Señor en algún punto del camino «quedaron limpios», es decir, limpios no sólo de la lepra sino también purificados de sus pecados según las normas de la Ley. En efecto, la lepra se consideraba como un signo visible de otra realidad invisible, la del pecado propio o de sus padres. La lepra por tanto era considerada como un signo inequívoco del rechazo divino.

De los diez leprosos sólo uno de ellos, al verse curado, «se volvió, glorificando a Dios en alta voz.» El que volvía era un “extranjero” al pueblo de Israel, un samaritano, por tanto podemos que los otros nueve eran judíos. A pesar del profundo conflicto y de los odios que dividían a judíos y samaritanos, la desgracia común los había unido. La solidaridad había brotado en medio del dolor compartido.

¿Y qué pasó con los otros nueve? Sólo sabemos que también quedaron curados pero que ninguno volvió de inmediato a darle gracias a Jesús, como lo hiciera el samaritano. ¿Pero podemos deducir que no cumpliesen exactamente la indicación que les había dado el Maestro? Mas bien, es de suponer que al verse curados, llenos de inmenso júbilo y gratitud a Dios, continuaron su marcha para presentarse a los sacerdotes y ser declarados “puros”.

¿Por qué entonces reprocha el Señor a los que no vuelven, si Él mismo los ha enviado a presentarse sanos ante los sacerdotes? ¿No estaban obedeciéndole acaso? ¿No podrían sentirse obligados por las mismas palabras del Señor? ¿Por qué habrían de volver a El para dar gloria a Dios?

Ensayemos una respuesta: en los Evangelios los milagros del Señor Jesús son siempre signos de su divinidad. El milagro obrado por Cristo revela e invita a reconocer que El es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Dios mismo que se ha hecho hombre para salvar a su pueblo de sus pecados (ver Mt 1,21). Los diez leprosos ven a Jesús como un Maestro, un hombre santo. Tienen fe en El y por eso obedecen a su mandato, hacen lo que El les dice. Mas al verse milagrosamente curados, sólo uno en medio de la común algarabía se deja inundar por la experiencia sobrenatural, se abre al signo que lo lleva a reconocer en el Señor al Salvador del mundo. El samaritano reconoce la divinidad de Cristo, regresa para darle gracias como Dios que es, se presenta ante quien el Sumo Sacerdote por excelencia. Sólo a este samaritano, que en gesto de adoración se postra ante el Señor para darle gracias, le dice el Señor: «tu fe te ha salvado.» La fe en el Señor Jesús no sólo será causa de su curación física, sino también de una curación más profunda, la del perdón de sus pecados, la de la reconciliación con Dios. Por esta fe aquél samaritano creyó aquél día que «la salvación que está en Cristo Jesús.» (2ª. lectura)

La ingratitud de los otros nueve consistiría en que, siendo judíos, miembros del pueblo elegido que esperaba al Mesías, a pesar de este signo no reconocen al Señor como aquél que les ha venido a traer no sólo la salud física, sino también la liberación del pecado y la muerte, la salvación y reconciliación con Dios.

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

El soberbio y autosuficiente piensa que todo lo que es y tiene le es debido, que lo tiene por derecho propio, porque él se lo ha ganado y porque se lo merece. Se muestra arrogante y altanero con todos, desprecia a los demás, no sabe dar gracias, porque piensa que a nadie tiene de qué agradecer. El humilde, en cambio, sabe que todo lo que es y tiene, por más que haya trabajado mucho por obtenerlo, es en última instancia un don recibido de Dios. Por ello, es siempre agradecido y sabe hacer de su vida un gesto de constante gratitud para con el Señor y para con los hermanos humanos. Sin el don de la vida humana, ¿qué podría tener, qué podría alcanzar, a qué podría aspirar?

Y yo, ¿soy agradecido con Dios? Si reconozco que mi existencia es un extraordinario don que brota del amor de Dios, que por ese amor me ha llamado del no-ser a participar de la vida humana e incluso de la misma vida divina; si tomo conciencia de lo que significa que Cristo, ¡Dios mismo que por mí se ha hecho hombre!, me haya amado hasta el extremo de entregar Su vida por mí en la Cruz (ver Jn 13,1) para curarme de la “lepra” de mi pecado, para reconciliarme y hacer de mí una nueva criatura capaz de participar nuevamente en la comunión divina del Amor, ¿cómo no volver agradecido al Señor, una y otra vez? ¿Quién ha hecho tanto por mí?

Ante todo lo que Dios ha hecho por mí, no puedo sino preguntarme con el salmista: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho (Sal 115, 12)?» La respuesta de una persona agradecida no puede ser otra sino la que da aquél mismo salmista: «Cumpliré mis votos al Señor, con acción de gracias. Proclamaré sus maravillas ante la gran asamblea.» (Sal 115, 14)

¿Cómo darle gracias al Señor? Con actos concretos de acción de gracias. Son importantes en nuestra vida cristiana las continuas oraciones de gratitud a Dios, que se elevan espontáneamente desde el corazón: al despertar, por el don de la vida y el nuevo día que el Señor nos concede; al tomar los alimentos; al recibir algún beneficio; por el fruto de algún trabajo o apostolado; por la salud; por tus padres o por tus hijos, que son un don de Dios; al terminar el día, por todas las bendiciones recibidas a lo largo del día. Quizá más difícil es darle gracias también por las pruebas y sufrimientos por los que uno pueda estar pasando, pues son ocasión para abrazarse a la Cruz del Señor, son fuente de innumerables bendiciones para quien implorando la fuerza del Señor sabe sobrellevarlas con paciencia y confianza en Dios. En fin, como recomienda San Pablo, «recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo.» (Ef 5,19-20).

Sin embargo, más allá de estas oraciones continuamente elevadas a Dios desde un corazón humilde y agradecido a quien es la fuente de todo bien y bendición, hemos de dar gracias continuamente a Dios con una vida santa, pues es ella misma un continuo acto de alabanza, una continua y perpetua acción de gracias al Padre.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Ambrosio: «Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo. Alabar a Dios es lo mismo que hacer votos y cumplirlos. Por eso se nos dio a todos como modelo aquel samaritano que, al verse curado de la lepra juntamente con los otros nueve leprosos que obedecieron la palabra del Señor, volvió de nuevo al encuentro de Cristo y fue el único que glorificó a Dios, dándole gracias. De él dijo Jesús: No ha vuelto ninguno a dar gloria a Dios, sino este extranjero. Levántate –le dijo- y vete; tu fe te ha salvado. Con esto el Señor Jesús en su enseñanza divina te mostró, por una parte, la bondad de Dios Padre y, por otra, te insinuó la conveniencia de orar con intensidad y frecuencia: te mostró la bondad del Padre haciéndote ver cómo se complace en darnos sus bienes para que con ello aprendas a pedir bienes al que es el mismo bien; te mostró la conveniencia de orar con intensidad y frecuencia no para que tú repitas sin cesar y mecánicamente fórmulas de oración, sino para que adquieras el espíritu de orar asiduamente. Porque con frecuencia las largas oraciones van acompañadas de vanagloria y la oración continuamente interrumpida tiene como compañera la desidia.»

San Gregorio Magno: «Imaginémonos en nuestro interior a un herido grave, de tal forma que está a punto de expirar. La herida del alma es el pecado del que la Escritura habla en los siguientes términos: “Todo son heridas, golpes, llagas en carne viva, que no han sido curadas ni vendadas, ni aliviadas con aceite.” (Is 1,6) ¡Reconoce dentro de ti a tu médico, tú que estás herido, y descúbrele las heridas de tus pecados! ¡Que oiga los gemidos de tu corazón, Él para quien todo pensamiento secreto queda manifiesto! ¡Que tus lágrimas le conmuevan! ¡Incluso insiste hasta la testarudez en tu petición! ¡Que le alcancen los suspiros más hondos de tu corazón! ¡Que lleguen tus dolores a conmoverle para que te diga también a ti: “El Señor ha perdonado tu pecado.” (2 Sam 12,13) Grita con David, mira lo que dice: “Misericordia Dios mío....por tu inmensa compasión” (Sal 50,3). Es como si dijera: estoy en peligro grave a causa de una terrible herida que ningún médico puede curar si no viene en mi ayuda el Médico todopoderoso. Para este Médico nada es incurable. Cuida gratuitamente. Con una sola palabra restituye la salud. Yo desesperaría de mi herida si no pusiera, de antemano, mi confianza en el Todopoderoso.»

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

224: [Creer en Dios] es vivir en acción de gracias: Si Dios es el Unico, todo lo que somos y todo lo que poseemos viene de El: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Cor 4, 7). «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» (Sal 116, 12).

Eucaristía: acción de gracias a Dios

1359: La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la Cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo, la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad.

1360: La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. «Eucaristía» significa, ante todo, acción de gracias.

Visitar al Señor en el Santísimo es una prueba de gratitud

1418: Puesto que Cristo mismo está presente en el Sacramento del Altar, es preciso honrarlo con culto de adoración. «La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor».

Cristo agradece al Padre

2603: Los evangelistas han conservado las dos oraciones más explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de ellas comienza precisamente con la acción de gracias. En la primera, Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los «pequeños» (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor «¡Sí, Padre!» expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, que fue un eco del «Fiat» de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al «misterio de la voluntad» del Padre (Ef 1, 9).

2604: La segunda oración nos la transmite S. Juan (ver Jn 11, 41-42), antes de la resurrección de Lázaro. La acción de gracias precede al acontecimiento: «Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado», lo que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a continuación: «Yo sabía bien que tú siempre me escuchas», lo que implica que Jesús, por su parte, pide de una manera constante. Así, apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquel que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el «tesoro», y en El está el corazón de su Hijo; el don se otorga como «por añadidura» (ver Mt 6, 21. 33).

Oración de acción de gracias

2637: La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte cada vez más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza.

2638: Al igual que en la oración de petición, todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias. Las cartas de S. Pablo comienzan y terminan frecuentemente con una acción de gracias, y el Señor Jesús siempre está presente en ella. «En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros» (1 Tes 5, 18). «Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias» (Col 4, 2).

VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO (transcritas de textos publicados)

Por doquier en la Sagrada Escritura aparece la exhortación a orar. Junto a la conciencia de la existencia de un Ser personal que conoce y ama a los hombres, a cada hombre, aparecen la alabanza a Dios, la súplica de perdón, la acción de gracias y la petición de lo necesario como actitudes siempre presentes. Todo el Salterio es un ejemplo de oraciones inspiradas por Dios para educarnos a dirigirnos a Él en alabanza, solicitud, arrepentimiento y gratitud.

El mismo Señor Jesús, con sus hechos y dichos, que son norma para nosotros -como gustaba decir San Gregorio-, nos enseña a orar, destacando la enorme importancia de la oración y de la perseverancia en ella. Toda la vida del Señor Jesús fue una oración elevada al Padre. Y Él, que a nadie defrauda, nos señala el camino de la oración insistente como aquel que debemos seguir para obtener la plenitud de sus frutos. Los Obispos reunidos en Puebla nos señalaron el ejemplo de Cristo orante: «El Señor Jesús, que pasó por la tierra haciendo el bien y anunciando la Palabra, dedicó por el impulso del Espíritu, muchas horas a la oración, hablando al Padre con filial confianza e intimidad incomparable y dando ejemplo a sus discípulos, a los cuales expresamente enseñó a orar. El cristiano, movido por el Espíritu Santo, hará de la oración motivo de su vida diaria y de su trabajo; la oración crea en él actitud de alabanza y agradecimiento, le aumenta la fe, lo conforta en la esperanza activa, lo conduce a la entregarse a los hermanos y a ser fiel en la tarea apostólica, lo capacita para formar comunidad. La Iglesia que ora en sus miembros se une a la oración de Cristo».

San Pablo, el Apóstol de Gentes, también, como no puede ser de otro modo en un hombre de Dios, nos enseña a orar, y a orar sin cesar y a dar gracias por los beneficios recibidos de Dios, uno de los cuales, y ciertamente no de los menores, es la oración. Las citas del Apóstol son numerosas y en ellas nos exhorta a animarnos «unos a otros con salmos, himnos y cánticos espirituales, dando gracias a Dios en los corazones», a transformarnos mediante la renovación de la mente para poder distinguir la voluntad de Dios. Y, ciertamente, la vida de San Pablo fue de intensa oración, como se ve por los numerosos pasajes de sus escritos que constituyen, por su mismo sentido, verdaderas y hermosas oraciones.

No son pocos lo lugares de la Sagrada Escritura que exhortan a la oración comunitaria y a la individual, ni tampoco son escasos los pasajes como aquel de Santiago donde se nos enseña el gran poder de la oración.

No puede caber la menor duda de que la oración es necesaria, y por ella se entiende, en sentido propio, toda elevación del corazón al Señor. O, quizá mejor sería precisar diciendo: el diálogo personal con Dios, en el que se da una entrega amorosa del corazón, llena de reconocimiento, gratitud y alabanza. La oración es el ejercicio fundamental del creyente, del hombre de fe. Ella es expresión íntima de la relación del hombre con Dios. Parafraseando a un pensador de nuestros días, bien se puede decir que la oración es la experiencia de amar a Dios y ser amado por Él al nivel más profundo de la vida psíquica y espiritual. Eso parece ser lo mismo que señalaba aquel gran santo, Francisco de Borja, cuando decía que por la oración el hombre «se hace familiar con Dios, como otro Moisés, que le hablaba como lo hace un amigo con otro amigo».


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