Beatriz Veterano
Registrado: 01 Oct 2005 Mensajes: 6434
|
Publicado:
Mie Ago 16, 2006 8:01 pm Asunto:
Pon tu inteligencia al servicio de Cristo Rey
Tema: Pon tu inteligencia al servicio de Cristo Rey |
|
|
Estoy leyendo el libro "Pensadores católicos contemporáneos", Edic. Grijalbo, 1964 y me gustó tanto que quiero compartirles un extracto del Tema "La Inteligencia al Servicio de Cristo Rey" de Etienne Gilson.
LA INTELIGENCIA AL SERVICIO DE CRISTO REY
Étienne Gilson
“No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo no está en él la caridad del Padre. Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” Bossuet recuerda estas palabras de la primera Epístola de Juan, al final de su Tratado de la concupiscencia, y les añade este breve, pero expresivo comentario: “las últimas palabras de este apóstol nos muestran que el mundo del que Juan habla, es aquel que prefiere las cosas visibles y pasajeras a las invisibles y eternas”. Permitidme añadir a mi vez únicamente que si llegamos a entender el significado de esta definición, el enorme problema que tenemos que examinar juntos se resolverá por sí mismo.
Estamos en el mundo; tanto si nos gusta como si no, es un hecho, y el estar o dejar de estar en él no depende de nosotros; sin embargo, nosotros no tenemos que ser del mundo. ¿Cómo es posible estar en el mundo sin ser de El? Este es el problema que ha obsesionado la conciencia cristiana desde la fundación de la Iglesia, y que se muestra especialmente intenso y grave para nuestra inteligencia. Es verdad que la vida cristiana nos ofrece una solución radical a esta dificultad: dejar el mundo, renunciar del todo a él refugiándonos en la vida monástica. Pero en primer lugar los estados de perfección serán siempre el patrimonio de una “élite”; y lo que es aún más importante, los mismos “perfectos” huyen del mundo para salvarle salvándose a sí mismos, y es un hecho observable que el mundo no siempre les permite que le salven. Entre nosotros siempre habrá almas deseosas de huir del mundo, pero no es seguro, ni mucho menos, que el mundo les permitirá siempre huir de él; pues el mundo no sólo se afirma a sí mismo, sino que incluso no quiere admitir que alguien renuncie a él. Esta es la ofensa más cruel que le puede ser infligida. Ahora bien, el uso cristiano de la inteligencia es una ofensa de esta misma clase, y quizá entre todas ellas la que le hiere más profundamente; ya que cuanto más se da cuenta de que la inteligencia es lo más elevado del hombre, tanto más desea arrogarse su homenaje y someterla sólo a sí mismo. El primer deber intelectual del cristiano es negarle este homenaje. ¿Por qué y cómo? Esto es precisamente lo que hemos de descubrir.
La eterna protesta del mundo contra los cristianos es que lo desprecian, y que al despreciarle entienden mal lo que constituye el propio valor de la naturaleza: su bondad, su belleza y su inteligibilidad. Esto explica los incesantes reproches dirigidos contra nosotros en nombre de la filosofía, la historia y la ciencia: el Cristianismo rehúsa tomar en consideración al hombre entero, y con el pretexto de hacerlo mejor, lo mutila obligándole a cerrar los ojos a cosas que constituyen la excelencia de la naturaleza y de la vida, a entender mal el progreso de la sociedad a lo largo de la historia y a considerar sospechosa la ciencia que progresivamente va descubriendo las leyes de la naturaleza y de las sociedades.
Estos reproches que tan repetidamente nos han sido hechos, nos son ya tan conocidos que dejan de interesarnos; no obstante es nuestro deber no dejar nunca de responder a ellos, y sobre todo no perder de vista lo que ha de ser respondido. En efecto, el Cristianismo es una condenación radical del mundo, pero es al mismo tiempo una aprobación sin reservas de la naturaleza; pues el mundo no es naturaleza, sino naturaleza que hace su curso sin Dios.
Esto, que con verdad decimos de la naturaleza, lo podemos afirmar con mayor motivo de la inteligencia, que es el remate de la naturaleza. La tarde de la creación Dios miró su trabajo y juzgó, dice la Escritura, que todo aquello era muy bueno. Pero lo mejor de su trabajo fue el hombre, creado a su imagen y semejanza; y si buscamos el fundamento de la semejanza divina, lo encontraremos, dice San Agustín, in mente, en el pensamiento. Sigamos todavía con el mismo doctor: encontramos que esta semejanza está en la parte del pensamiento que es, por decirlo así, la cúspide, aquella parte por la cual él concibe la verdad, en contacto con la luz divina, de la que es una especie de reflejo. El destino del hombre según el Cristianismo, es aprehender la verdad aquí abajo, por medio de la inteligencia, aunque sea de modo oscuro y parcial, mientras espera verla en su completo esplendor. Verdaderamente, lejos de despreciar el conocimiento, lo acaricia: intellectum valde ama.
A menos que alguien pretenda conocer mejor que San Agustín lo que es el Cristianismo, no puede echarnos en cara que lo traicionamos o acomodamos a las necesidades de la causa, por seguir el consejo de este santo: ama la inteligencia y ámala mucho.
La verdad es que si amamos la inteligencia tanto como nuestros adversarios, y a veces incluso más, no la amamos del mismo modo. Existe un amor de la inteligencia que consiste en dirigirla hacia las cosas visibles y pasajeras: este amor pertenece al mundo. Pero hay otro que consiste en encaminarla (la inteligencia) hacia lo invisible y eterno: éste pertenece a los cristianos.
Es por lo tanto el nuestro; y si lo preferimos al primero, es porque no nos niega nada de lo que el primero nos daría, y aún nos inunda con todo lo que el otro es incapaz de darnos.
El carácter contradictorio de las objeciones que dirigen al Cristianismo, muestra claramente que hay en él algo que sus adversarios no acaban de entender.
Pero es también un consuelo para nosotros el notar que sus objeciones permanecen en tales confusiones. Pues nos reprochan el poner al hombre en el centro de todo, pero también que menospreciamos su grandeza. Y yo quiero admitir que podemos equivocarnos diciendo una cosa o la otra, pero no afirmando las dos al mismo tiempo.
Y lo que es verdad del hombre en general, es verdad de la inteligencia en particular. Yo le permitiría a uno que reprochara a Santo Tomás de Aquino por haber traicionado el espíritu del Cristianismo exaltando indebidamente los derechos de la inteligencia, o que le reprochara por haber traicionado el espíritu de la filosofía exaltando indebidamente los derechos de la fe, pero no puedo entender cómo pudo hacer ambas cosas al mismo tiempo. ¡Qué misterio, por lo tanto, debe esconderse en las profundidades del hombre cristiano para que sus pasos más espontáneos y sólidos parezcan tan misteriosos a quienes los observan desde fuera!
Este misterio, ya que se trata realmente de un misterio, es el misterio de Jesucristo.
Es suficiente estar informado de lo que es el Cristianismo, aunque sea vagamente, para conocer en qué consiste este misterio. Por la Encarnación Dios se hizo hombre; es decir las dos naturalezas, divina y humana, se encontraron unidas en la persona de Cristo. Lo que no es tan bien conocido para aquellos que se adhieren a este misterio por la fe, es la sorprendente transformación que él introdujo en toda naturaleza y por lo tanto en la manera en que debemos concebirla desde entonces. Mejor sería decir transformaciones sorprendentes, pues este misterio incluye en sí tantos otros, que nadie podría agotar sus consecuencias.
Démonos aquí por satisfechos examinando una de ellas: la que nos conduce directamente al núcleo de nuestro tema. Desde el momento en que la naturaleza humana fue asumida por la naturaleza divina en la persona de Cristo, Dios ya no domina y gobierna la naturaleza únicamente como Dios, sino también como hombre. Si entre todos los hombres hay uno que realmente merece el título de Hombre-Dios, ¿cómo puede dejar de ser el jefe y el soberano de todos los otros, dicho más brevemente, su rey?
He aquí por qué Cristo no es sólo el soberano espiritual del mundo, sino también su soberano temporal. Pero sabemos por otro lado que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, que sus fieles son los miembros de este cuerpo místico, es decir, según la doctrina de San Pablo, los miembros de Cristo; todos los fieles son por lo tanto sacerdotes y reyes en la medida en que son miembros de Cristo.
Et quod est amplius, dice Santo Tomás, omnes Christi fideles, in quantum sunt membra ejus, reges et sacerdotes dicuntur. Asi pues, desde entonces en todo cristiano hay como una imagen e incluso como una participación de este supremo misterio, la humanidad divinizada por la gracia, revestida en su verdadera miseria por una dignidad sacerdotal y real al mismo tiempo, que constituye el misterio del hombre cristiano.
En Pascal tenemos una profundísima interpretación de esta prodigiosa transformación de la naturaleza por la Encarnación; esto es lo que da a su obra la plenitud de su sentido. Que nosotros sólo conocemos a Dios a través de la persona de Cristo, que era Dios mismo viviendo, hablando y actuando entre nosotros, dios mostrándose a sí mismo como hombre para ser conocido por los hombres, todo ello es demasiado evidente; pero el gran descubrimiento, o redescubrimiento de Pascal es haber entendido que la Encarnación, al cambiar profundamente la naturaleza del hombre, se ha convertido en el único medio existente para conocer al hombre. Esta verdad aporta un nuevo significado a nuestra naturaleza, a nuestro nacimiento, a nuestro fin.
“No sólo” escribió Pascal, “conocemos a Dios únicamente a través de Jesucristo, sino que nosotros mismos sólo nos comprendemos a través de Jesucristo. Entendemos la vida y la muerte sólo a través de Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos ni qué es la vida, ni qué es la muerte, ni qué es Dios, ni qué somos nosotros mismos”
Apliquemos estos principios al ejercicio de nuestra inteligencia; inmediatamente veremos que la del cristiano, en oposición a una (inteligencia) que no conoce a Jesucristo, sabe que ha caído y que ha sido redimida, que es incapaz, por lo tanto, de alcanzar su pleno retorno sin la gracia, y en este sentido, así como la realeza de Cristo domina el orden de la naturaleza y de la sociedad, así domina el orden de la inteligencia. Quizás nosotros, católicos, lo tenemos demasiado olvidado, quizá incluso nunca lo hemos entendido, y si alguna vez ha existido una época que necesite entenderlo, es sin duda la nuestra.
¿Qué nos enseña, en efecto, este misterio con respecto a los límites y naturaleza de la inteligencia?
Al igual que la naturaleza coronada por ella, la inteligencia es buena; pero esto sólo es así en ella y por ella toda la naturaleza mira hacia su fin, que es conformarse a Dios. Pero al tomarse a sí misma como su propio fin, la inteligencia se ha apartado de Dios apartando consigo la naturaleza, y sólo la gracia puede ayudar a ambas a volver a lo que es realmente su fin, puesto que es su origen.
El “mundo” es precisamente esta negativa, que separa a la naturaleza de Dios, a participar en la gracia, y la inteligencia pertenece al mundo en cuanto se une con él rechazando la gracia.
La inteligencia que acepta la gracia es la del cristiano. Y es al abandono precisamente de este estado cristiano de la inteligencia, a lo que el mundo, por el odio que siente hacia él, nos empuja a que le acompañemos.
Esto es lo que constituye el auténtico peligro para nosotros. No tenemos dudas acerca de la verdad del Cristianismo; estamos firmemente resueltos a pensar como cristianos; pero, ¿sabemos lo que hay que hacer para realizarlo? ¿Conocemos exactamente en qué consiste el Cristianismo?
Los primeros cristianos lo sabían, porque entonces el Cristianismo estaba muy cerca de sus comienzos, y el enemigo contra el que luchaba no podía permanecer desconocido o malentendido por nadie; era el paganismo, es decir, ignorancia al mismo tiempo del pecado que condena y de la gracia de Jesucristo que redime. Por esto la Iglesia, no sólo entonces sino a través de los siglos, ha recordado especialmente al hombre la corrupción de la naturaleza por el pecado, la debilidad de la razón sin la Revelación y la impotencia de la voluntad para hacer el bien si no es ayudada por la gracia.
Para el pagano, el santo cristiano es un enemigo de la naturaleza, que se lanza furiosamente, en un arrebato de locura, a torturarla e incluso a mutilarla; pero el católico sabe perfectamente que castiga la naturaleza sólo por amor a ella: el mal contra el que él lucha ha entrado demasiado profundamente en ella para que pueda ser arrancado sin hacerla sufrir. Así como el calvinismo desespera de la naturaleza creyendo desesperar sólo de su corrupción, así el naturalismo pone su esperanza sólo en la corrupción, cuando cree que la está poniendo en la naturaleza. Solo el Catolicismo sabe exactamente lo que es la naturaleza y lo que es el mundo y lo que es la gracia, pero lo sabe únicamente porque mantiene los ojos fijos en la unión concreta de naturaleza y gracia en el Redentor de la naturaleza, la persona de Jesucristo.
Nuestra norma ha de ser imitar a la Iglesia si deseamos poner nuestra inteligencia al servicio de Cristo Rey.
Pues servirle es unir nuestros esfuerzos a los suyos; hacernos, según San Pablo, sus cooperadores, es decir trabajar con El o permitirle trabajar en y a través de nosotros para la salvación de la inteligencia cegada por el pecado. Pero para trabajar así nos será necesario que el mundo nos encubre, hacer de la inteligencia el uso al que Dios la destinó al crearla.
Es aquí, me parece, donde debemos volver sobre nosotros mismos y preguntarnos si estamos cumpliendo con nuestro deber, y de modo especial, si lo cumplimos bien. Todos hemos encontrado, sea en la historia, sea a nuestro alrededor, cristianos que afectando una indiferencia, a veces rayana en desprecio, hacia la ciencia, la filosofía, y el arte, creen estar rindiendo homenaje a Dios. Pero este desprecio puede expresar una suprema grandeza o una suprema pequeñez. Me gusta oír decir que toda la filosofía no vale una hora de inquietud, cuando el que me lo dice se llama Pascal, es decir un hombre que al mismo tiempo es uno de los más grandes filosófos, uno de los más grandes científicos y uno de los más grandes artistas de todo tiempo. Una persona siempre tiene derecho a desdeñar aquello que ella sobrepasa especialemente si lo que desdeña no es tanto la cosa en sí como el apego excesivo que nos encadena a ella. Pascal nunca despreció ni la ciencia ni la filosofía, pero nunca les perdonó el haberle ocultado el misterio más profundo de la caridad. Tengamos cuidado pues nosotros, que no somos Pascal, en no despreciar lo que quizá nos sobrepasa, pues la ciencia es una de las más altas alabanzas de Dios: el entender lo que Dios ha hecho.
Católicos que confesamos el valor eminente de la naturaleza porque es obra de Dios, demostremos por lo tanto nuestro respeto por ella implantando como la primera regla de nuestra acción: que la piedad nunca prescinde de la técnica. Pues la técnica es aquello sin lo cual incluso la más viva piedad es incapaz de usar la naturaleza para Dios.
Nadie ni nada obligan al cristiano a ocuparse de la ciencia, del arte o de la filosofía, pues no faltan otros modos de servir a Dios; pero si este es el modo de servir a Dios que ha escogido, el mismo objetivo que se ha propuesto al estudiarlos, le obliga a la excelencia.
Está obligado por la misma intención que le guía, a ser un gran científico, un gran filósofo o un gran artista. Este es, para él, el único medio de llegar a ser un buen servidor.
Tal es, después de todo, la enseñanza de la Iglesia, y el ejemplo que nos han transmitido. ¿Acaso no dijo San Pablo que “desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son conocidos mediante las criaturas”? Este es el por qué tantos doctores que fueron también sabios, se inclinaron amorosamente ante la obra de la creación. Para ellos, estudiar es estudiar a Dios en sus obras; un San Alberto Magno jamás pensó saber lo bastante acerca de la naturaleza, pues cuanto mejor la conocía, tanto mejor conocía también a Dios.
Pero no existen dos modos de conocerla: una persona posee la ciencia o no la posee, estudia las cosas científicamente o se resigna a no saber jamás nada de ellas.
San Alberto Magno se convirtió por lo tanto ante todo en un sabio, en el propio sentido de este término. El sabe lo que hace: él no espera hasta que la solicitud de reparar un mal ya cometido le obligue a ocuparse él mismo de la ciencia, para repararlo. No cree en la táctica de dejar que los adversarios lo hagan todo con la intención de unirse más tarde a ellos para aprender laboriosamente el uso de las armas que volverá contra ellos. Alberto no estudió las ciencias contra nadie, sino para Dios.
Un hombre de esta clase no gasta su tiempo probando que la enseñanza de la ciencia no contradice la de la Iglesia: suprime la cuestión con su propio ejemplo, mostrando al mundo que un hombre puede ser un hombre de ciencia, porque es un hombre de Dios.
Tal es pues la actitud que la Iglesia nos recomienda.
Al escoger a San Alberto Magno como patrón de las escuelas católicas, la Iglesia nos recuerda permanentemente que estas escuelas nunca deber tener miedo de colocar demasiado alto el nivel de sus enseñanzas y de sus exigencias científicas. Todo lo que se puede hacer bien, puede ser hecho por Dios.
No debemos olvidar nunca que es por El por quien se hace cuanto hacemos, y sin embargo, olvidar esto, constituye el segundo peligro que nos amenaza.
Para servir a Dios por la ciencia o el arte es necesario empezar por practicarlos, como si estas disciplinas fueran en sí mismas sus propios fines; y es difícil hacer un esfuerzo así, sin ser absorbidos por él. Es tanto más difícil cuando estamos rodeados de sabios y artistas que los tratan efectivamente como fines. Su actitud es una expresión espontánea del naturalismo, o para darle un viejo nombre que es su nombre de todo tiempo, del paganismo, en el cual la sociedad tiende siempre a caer de nuevo, porque no lo ha dejado del todo. No obstante, es importante liberarnos de él. Es imposible colocar la inteligencia al servicio de Dios, sin respetar íntegramente los derechos de la inteligencia: de lo contrario no sería la inteligencia la que estaría puesta a su servicio; pero todavía es más imposible hacerlo sin respetar los derechos de Dios: de lo contrario, ya no es a su servicio a lo que está puesta la inteligencia ¿Qué hay que hacer para observar esta segunda condición?
Aquí me veo obligado a representar el ingrato papel de quien denuncia errores, no sólo entre sus adversarios sino entre sus amigos. Para excusar mi manera de proceder, es necesario recordar que el que acusa a sus amigos se acusa a sí mismo en primer lugar. El ardor de su crítica expresa sobre todo la conciencia de la falta que él mismo ha cometido y en la cual siempre se siente en peligro de recaer. Por lo tanto creo que debo decir que uno de los más grandes males que padece el Cristianismo hoy en día, es que los católicos ya no están orgullosos de su fe. Esta falta de orgullo no es incompatible, desgraciadamente, con una cierta satisfacción por lo que el Catolicismo hace o dice, o con un aire optimista más propio en una fiesta que en una Iglesia. Lo que yo siento es que en vez de confesar con toda simplicidad lo que debemos a nuestra Iglesia y a nuestra fe, en vez de mostrar lo que nos aportan y lo que no tendríamos sin ellas, juzgamos que es una buena táctica para los intereses de la propia Iglesia, el actuar como si nosotros, después de todo, no nos distinguiéramos en nada de los demás. ¿Cuál es la mayor alabanza que muchos de nosotros desearíamos? La más grande que el mundo puede darles: es un católico, pero es realmente muy aceptable, nunca hubiese pensado que es un católico.
¿Acaso no se debe desear justamente lo contrario? Realmente, no los católicos que llevan su fe como una pluma en el sombrero, sino los católicos que hacen entrar el catolicismo en sus vidas y obras cotidianas, de tal manera que los incrédulos se preguntan con asombro qué secreta fuerza anima aquel trabajo y aquella vida, y una vez descubierta, se dicen a sí mismos, por el contrario: es un hombre muy bueno, y ahora ya sé el porqué, es porque es un católico.
Para que puedan pensar así de nosotros es necesario que nosotros mismos creamos en la eficacia de la obra divina al transformar y redimir la naturaleza.
Creamos en ella, y digámoslo a su debido tiempo, o al menos no lo neguemos cuando nos lo pregunten. Esto no es lo que hacemos siempre. Si existe un principio que nos hayan transmitido y recomendado insistentemente nuestros doctores, es que la filosofía es la esclava de la teología.
Ni uno sólo de los grandes teólogos ha dejado de decirlo; ni uno de los grandes Papas ha dejado de recordárnoslo. Y sin embargo, es raro que se diga hoy día, incluso entre los católicos. Los hombres se esfuerzan más bien en probar que la fórmula no significa lo que parece significar.
Creen inteligente presentar como buen filósofo al cristiano que filosofa como si no fuera cristiano. Dicho en pocas palabras, precisamente porque es un hombre bueno, es un buen filósofo; no se advierte que sea católico. Lo que sería interesante, por el contrario, sería un filósofo que igual que Santo Tomás o Duns Scoto, adquirieran la primacía en el movimiento filosófico de su tiempo, precisamente por el hecho de ser católicos.
Parece que a veces se piensa que un filósofo que se confiesa a sí mismo católico quedaría desacreditado desde un principio, y que para que acepten su verdad, el modo más inteligente es presentarla como si no tuviera nada que ver con el Catolicismo. Temo que éste es también un error de táctica. Si nuestra filosofía tradicional no encuentra hoy en día el prestigio que nosotros desearíamos para ella, no es porque se sospeche que está mantenida por una fe, sino que es más bien, porque siendo en realidad así, pretende no serlo, y porque nadie quiere tomar en serio una doctrina que empieza negando las mas evidente de sus fuentes. Recorred la historia de la filosofía francesa en estos últimos años; veréis que los pensadores católicos han sido tomados en serio por los no creyentes en la medida exacta en que han puesto en primer lugar lo que para ellos es realmente lo primero: la persona de Jesucristo y su gracia.
Dejad que nos nazca un Pascal o un Malebranche el día de la mañana, yo les prometo que nadie les reprochará el ser católicos, pues todo el mundo sabrá que su catolicismo es la fuente de su grandeza. Se preguntarán extrañados de dónde les viene su grandeza y quizá desearán para sí la fe que se la ha dado.
No depende de nosotros el ser un Pascal, un Malebranche o un Maine de Biran, pero podemos preparar el terreno que favorecerá la acción de sus sucesores, cuando vengan. _________________ "Quien no ama, no conoce"
San Agustín |
|