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Pregunta para psicologos

 
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Autor Mensaje
Esther Filomena
Veterano


Registrado: 03 Ene 2006
Mensajes: 2345

MensajePublicado: Jue Nov 16, 2006 7:58 pm    Asunto: Pregunta para psicologos
Tema: Pregunta para psicologos
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Que tan vigente esta Freud, hoy en día?

Hay en el medio de los actólicos alternativas, mas coherentes con la fe para ayudar a pacientes?
_________________
Esther Filomena
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Esther Filomena
Veterano


Registrado: 03 Ene 2006
Mensajes: 2345

MensajePublicado: Vie Nov 17, 2006 7:17 pm    Asunto:
Tema: Pregunta para psicologos
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Estimado Enrique:

No sabía que eras psicoloco jeje Wink , te felicito. Comprendo ahora porque demuestras mucha calidad en tu forma de ver al resto de la gente.

Me gustaría que leas el artículo que pondré a continuación y me des tu opinion.

Un abrazo,
_________________
Esther Filomena
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Esther Filomena
Veterano


Registrado: 03 Ene 2006
Mensajes: 2345

MensajePublicado: Vie Nov 17, 2006 7:20 pm    Asunto:
Tema: Pregunta para psicologos
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EL SENTIMIENTO DE CULPA DE NIETZSCHE Y FREUD



Por Lluís Pifarré

INDICE


INTRODUCCIÓN

1.- La Libertad como falsa ilusión
2.- La Libertad en la antropología cristiana
3.- La disolución de la Responsabilidad
4.- La Inocencia del Universo
5.- La coerción de los instintos en Freud
6.- El remordimiento de Conciencia
7.- El sentido positivo del Arrepentimiento
8.- El Sentimiento de Culpa como signo de debilidad
9.- El Cristianismo como causa del Sentimiento de Culpa
10.- Consideraciones Finales


La concepción del “sentimiento de culpa” ha sido utilizado profusamente durante el S. XX, en los tratados de filosofía y psicología, para referirse fundamentalmente al malestar y sufrimiento interior que experimenta la conciencia ante la realización de determinados actos morales. Se podría aducir, que una de las causas que han contribuido a difundir la concepción negativa del sentimiento de culpabilidad, se debe principalmente a las interpretaciones realizadas por Nietzsche y Freud. Estos dos autores, al plantear la cuestión del sentimiento de culpa o culpabilidad, lo hacen desde unas instancias radicalmente distintas a las sustentadas por la antropología cristiana, al considerar que este sentimiento y sus derivados, son perjudiciales y contraproducentes para la conciencia y la felicidad humana.


Para confirmar estos supuestos, hemos seleccionado una serie de textos de estos dos autores en las que se refieren a estas cuestiones, con objeto de seguir el hilo conductor de sus pensamientos e intercalar una serie de reflexiones y comentarios críticos, y así obtener un mayor esclarecimiento de esta compleja cuestión del sentimiento de culpa que tanta influencia ha tenido, y prosigue teniendo en nuestra cultura, referida al ámbito de los actos morales.

1.-La libertad como falsa ilusión



En varias obras de Nietzsche, aparecen una serie de aforismos en los que describe su concepción del universo sometido a una absoluta necesidad cósmica que abarca a la totalidad de las cosas existentes. El pensador alemán, afirma la inexorable necesidad impuesta por las exigencias de una universal voluntad de poder como determinada y determinante “voluntad de vida”, según la clásica expresión de Schopenhauer, con lo que no tiene cabida el oponerle otra cosa que a ella misma, en cuanto todo está sumergido en la impetuosa corriente de sus contenidos vitales, constituidos por fuerzas biofísicas como única y estricta realidad ontológica.


Para sustentar argumentativamente este principio, Nietzsche efectúa una serie de relaciones comparativas, entre los movimientos aparentemente caprichosos de los elementos de la naturaleza, con los comportamientos y acciones humanas, deduciendo que existe un estricto paralelismo entre estos dos ámbitos de realidades, puesto que los “actos humanos”, al igual que los fenómenos de la naturaleza concatenados en el espacio y el tiempo, están sujetos a la misma inexorabilidad de sus determinaciones. Es lo que apunta en Humano, demasiado Humano, obra perteneciente al período de su producción catalogado como “científico” o “ilustrado”: “Cuando contemplamos un salto de agua, creemos ver en las innumerables ondulaciones que produce en sus serpenteos y rompientes de sus olas, una especie de libertad de la voluntad y del capricho; pero todo esto no es más que pura necesidad, ya que cada movimiento puede calcularse matemáticamente. Lo mismo sucede con las acciones humanas; deberíamos poder calcular por anticipado cada acción si fuésemos omniscientes y, del mismo modo, cada progreso del conocimiento, cada error, cada maldad que sucede” (1).


Debido a los límites cognoscitivos de nuestra inteligencia, (como ya había sido formulado por Leibniz al describir su universo racionalista), no podemos conocer en su totalidad, las relaciones existentes entre las causas y los efectos de los fenómenos de la naturaleza, ni predecir los acontecimientos futuros. Pero si esto es así, ¿como podemos saber desde el plano del conocimiento limitado, que una sabiduría omnisciente, según concibe Nietzsche, sería capaz de calcular por anticipado cada uno de los comportamientos, si se niega la posibilidad misma de conocer esta inteligencia omnisciente?. Por otra parte, establecer la equivalencia entre los movimientos físicos y las acciones humanas, implica disolver la existencia misma de la libertad como facultad natural de la persona. En este plano de semejanzas entre estas dos formas de comportamiento, no debe sorprendernos que Nietzsche afirme que el libre arbitrio, o también, la capacidad de decidir nuestras propios actos como manifestación de la libertad es una simple ilusión psicológica: “El hombre mismo que actúa, está en verdad poseído de la ilusión del libre arbitrio; si por un momento se detuviese la rueda del mundo y hubiese una inteligencia calculadora omnisciente para aprovechar esta pausa, podríamos continuar calculando el porvenir de cada ser hasta los tiempos más remotos y marcar cada uno de los puntos por donde pasaría esta rueda en lo sucesivo” (2).


Esta reflexión del pensador alemán nos recuerda el conocido “principio de Laplace”, formulado en el prefacio de su obra, publicada en 1820:Teoría analítica de las probabilidades: “Una inteligencia que conociera en un momento dado todas las fuerzas que actúan en la Naturaleza y la situación de los seres que la componen, que fuere suficientemente vasta para someter estos datos al análisis matemático, podría expresar en una sola fórmula los movimientos de los mayores astros y de los menores átomos. Nada sería incierto para ella, y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante su mirada”.


De estas consideraciones nietzscheanas se desprende la absoluta determinación en las que en última instancia están sujetas todas las realidades del universo, incluidas las acciones voluntarias del ser humano, que al carecer de libertad real para elegir sus propias alternativas, y ejercerlas de acuerdo con sus decisiones, no pueden revestir ningún tipo de responsabilidad, con lo que todos sus actos morales serán acciones “amorales”. Si a los fenómenos físicos de la naturaleza no se les puede tratar de “inmorales” por las posibles perturbaciones que puedan ocasionar sus efectos, tampoco podemos tratar de “inmorales” los actos ejercidos por cualquier ser humano, si tenemos en cuenta que la libertad de estos actos está sometida, al igual que los movimientos naturales, a la inexorable necesidad de la voluntad de la vida como fundamento de la totalidad. Nietzsche escribirá de acuerdo con estos presupuestos: “Si no nos quejamos de la naturaleza como un ser inmoral cuando nos envía una tormenta y nos moja, ¿por qué llamamos inmoral al hombre que hace daño? Porque admitimos aquí una voluntad libre que procede arbitrariamente y allí una necesidad. Pero esta distinción es un error” (3).


Esta determinación natural de la realidad, no está dirigida hacia ninguna finalidad ni gobernada por ninguna ley. Por tanto, ningún principio, ningún orden, ninguna dirección intencional, sino solamente la existencia de enormes caudales de fuerzas que operan de forma ciega, azarosa y espontánea, plasmando su poder de forma impositivamente creciente sobre la totalidad de los fenómenos existentes en la naturaleza. Desde la perspectiva temporal, el “devenir“ de estas fuerzas que constituyen el complejo tejido de la realidad, sólo están regidas por su estricta necesidad cósmica, sin ninguna orientación “preestablecida” proveniente de algún supuesto teleológico, que a modo de “ser intencional”, existente fuera del ámbito de lo empírico, dirigiera y proyectara la ascensionalidad de sus movimientos procesuales. Nietzsche afirmará que “el devenir de la realidad no tiende hacia ninguna meta, no desagua en ningún ser” (4).


A lo largo de la historia del pensamiento filosófico y teológico han surgido múltiples corrientes que de un modo u otro han negado, o simplemente han puesto en entredicho, la realidad misma de la libertad. Lutero, por ejemplo, desconfiaba de la libertad humana al pensar que el incremento de su ejercicio era incompatible con la libertad divina. Esta aprensión de la libertad humana, procedía de su concepción nominalista y unívoca del ser que le llevaba a comparar en el mismo plano existencial el ser de Dios y el ser del hombre, deduciendo de ello, que el otorgar un mayor grado de libertad al hombre iba en menoscabo de la libertad en Dios, y viceversa. Spinoza, dos siglos antes que Nietzsche, sostendrá que la libertad es una “ilusión” nacida del desconocimiento, puesto que sólo es libre, aquella sustancia que existe por la estricta necesidad de su naturaleza y se determina a obrar por sí misma. Pero como únicamente la substancia real y existente, que es la substancia divina, cumple con estos requisitos, se puede formular que únicamente ella es libre. El filósofo judío afirmará que cuando adquirimos plena conciencia de que todas las cosas están subordinadas a la substancia divina, de que somos un simple atributo de ella, entonces se nos disuelve la ilusión de la libertad alimentada por la ignorancia, y descubrimos que la naturaleza sigue de forma inexorable el curso de su eterna necesidad. Para Spinoza, el ser del hombre consiste en “no ser libre” y en saber esto estriba la auténtica libertad, puesto que es un “saber” que nos “libera” de falsas y engañosas ilusiones que atenazan nuestro verdadero conocimiento. Esta liberación nos confiere la iluminadora intuición sobre la naturaleza divina, una especie de identificación mística, a la que denominará como “amor Dei intellectualis”, amor intelectual de la única substancia, a la que identificará monísticamente con la naturaleza y con Dios.


El agnosticismo kantiano, concebirá a la libertad como “ilusión trascendental”, en cuanto su supuesta realidad no se corresponde con los datos de la intuición sensible, con los fenómenos de la experiencia, con lo que no es susceptible de demostración racional. La libertad, al apoyarse en postulados teóricos no verificables y en peticiones de principio fundadas en categorías vacías de contenido, se convierte en una necesidad de la voluntad práctica, con objeto de regular el uso del orden moral y social. Al negar la fundamentación teórica de la libertad para sustentarla adecuadamente en la naturaleza humana, Kant establece, como referencia moral de los actos, el principio formal y subjetivo del puro cumplimiento del deber al margen de los sentimientos, pero paradójicamente ha abierto con la subjetivización autónoma de la libertad sin fundamento, una brecha por la que se han introducido toda una constelación de pseudoéticas basadas en los sentimientos. A lo largo del S. XIX, surgirán una serie de pensadores, que al extraer las últimas consecuencias del “voluntarismo práctico” kantiano (Schopnehauer, Feurbach, Marx, Levy-Bruhl, etc), desembocarán en antropologías voluntaristas, en materialismos dialécticos o sociológicos, que aglutinados en su común carácter determinista, no tendrán especiales reparos para desvanecer las “ilusiones psicológicas” de la libertad personal como operatividad fáctica, con lo que la inversión de la libertad respecto de la filosofía fundada en el “acto de ser” del hombre, será absoluta.


2.- La libertad en la antropología cristiana


En la antropología cristiana, la libertad se concibe como la manifestación potencial de la esencia humana fundada en la realidad de su “acto de ser”, realidad que cada persona experimenta en la operatividad real de su facultad electiva y en la toma de sus propias decisiones. Pero esta libertad, no es una libertad absoluta sin fundamento, no es una espontánea y ciega voluntad sin finalidad alguna (concepción que paradójicamente lleva a su disolución), sino que esta configurada por su esencia finita, que le ha sido dada con su acto de ser, y cuya fundamentación remite a la fundamentación del Ser absoluto. Este puede ser uno de los planteamientos positivos de la libertad y de su adecuada concepción antropológica.


En este línea de consideraciones se podría afirmar que la voluntad humana se denomina libre en la medida en que la elección y realización de sus actos dimanan de los actos conscientes del intelecto. Desde la perspectiva de la persona como unidad integral, el ejercicio de la libertad como facultad humana, implica la mutua interrelación de la inteligencia y la voluntad, de tal forma, que podemos decir que la libertad es la facultad trascendental de estas dos potencias. Todo acto libre, debe carecer de determinación interna y de inclinación necesaria para la ejecución de sus decisiones, teniendo la posibilidad de elegir entre diversas alternativas, puesto que es la persona misma, como expresión de su voluntad libre, de su propia autodeterminación, quien se decide a obrar, siendo “dueña” de sus propios actos, es, por así decirlo, su propio “árbitro”. Esta “voluntad de arbitrio” presupone por una parte, la ausencia de “previa determinación” como manifestación de la “causalidad” inteligente del yo, y por otra parte, la capacidad de “especificar” sus propios actos, especificación que adquiere su más profundo sentido en la denominada “libertad de ejercicio”, en cuanto demanda el pleno “dominio” dentro de su esfera, para hacer esto o lo otro, de “poner” o no el acto, y también por su razón de su “indiferencia” frente a las diversas posibilidades, al no estar la voluntad “arrastrada” a actuar necesariamente de “tal modo y no de otro”. Cualquier acto de la persona es verdaderamente humano en la medida que es libre y todo lo que es verdaderamente humano está penetrado de libertad.


Digamos al respecto, que la inexorable necesidad del fluir cósmico sustentada por las concepciones deterministas, cuyos máximos exponentes de la filosofía moderna son Spinoza y Nietzsche, lleva a la disolución de la libertad fundante, con lo que los actos singulares emanados de la libertad humana, fenecen en el mismo momento de nacer. Como señala Aristóteles, el hombre por sus operaciones libres es causa de sí mismo, pero si se niega la voluntad libre, se disuelve la razón de causalidad, teniendo en cuenta que es la voluntad la que pone el fin de sus actos y sólo quien pone el fin pone las causas. El principio de causalidad que Hume cuestionó desde su radical empirismo, sólo se puede negar si se niega la experiencia personal de la libertad, pues el ser humano en el acto libre tiene la autoexperiencia de su causalidad inmediata, completa, privilegiada, porque es ella quien pone el fin y el fin es la primera causa intencional de todas las causas. Se sabe lo que es la causalidad porque se sabe lo que es poner un acto libre.


En la filosofía del acto de ser, la libertad se presenta como el inicio incondicional del proceso cognoscitivo humano, como su originalidad radical, poseyendo la consciencia de sus operatividades mediales, tanto en la intención como en la finalidad, que lo distinguen esencialmente de los entes materiales que no son libres, puesto que no ponen ellos mismos el fin de sus actos mediales, en ellos el fin está impreso de antemano, sometido a la necesidad de las leyes que regulan los dinamismos de la naturaleza. El supuesto nietzscheano de que todos los acontecimientos, también los humanos, están inmersos en el proceso de fuerzas biofísicas, desemboca en la deriva de un fluir temporal en constante devenir, sin norte ni finalidad.


En estas filosofías de la necesidad y determinación cósmica que parten del olvido del ser como acto, la realidad del ser personal se transfiere a la totalidad del “universal abstracto”, ya sea en la única substancia spinoziana, en el espíritu dialéctico hegeliano, en la voluntad de poder nietzscheana, o en la clase social marxista. El ser humano solo se constituye como realidad consistente y se desarrolla como tal, por su mayor o menor relación con este “universal abstracto” (o “universal fantástico”, según la expresión de Kierkegaard), pero si el individuo consiste en esta relación abstracta, su entidad constitutiva se disuelve y desaparece, puesto que en el marco de la determinación sólo uno de los dos términos es real, y para que una relación sea real lo han de ser los dos términos. En esta tesitura se oscila entre la negación del individuo como un simple atributo o manifestación epifenoménica de un fundamento abstracto y totalizador, o se establece su absoluta afirmación entitativa y singular, sin punto de referencia, abandonado al naufragio de su finitud constitutiva, sin causa ni sentido, sumido en la fugacidad del decurso temporal.

3.- La disolución de la responsabilidad


En el marco de las corrientes deterministas que diluyen el sentido de la libertad, como es el caso de Nietzsche, la libertad deja de ser una facultad potencial del ser humano para elegir internamente las propias decisiones, y se convierte en un simple “sentimiento” o “apetito instintivo” que se manifiesta como “fuerza” o “energía vital”, como voluntad de dominio y sentimiento de poder vital. Cuanto más intensa sea la sensación de esta fuerza instintiva, más se acrecentará la subjetiva percepción de nuestra libertad. “Cada uno se considera más libre, allí donde su sentimiento de vivir es más fuerte” (5), afirmará Nietzsche en El viajero y su sombra, y en La Voluntad de Poder dirá que: “Al más importante apetito del hombre -su voluntad de dominio-, a este instinto se le da el nombre de libertad” (6). Por tanto, cuanto mayor sea el sentimiento de dominio y el apetito instintivo de vivir, mayor será la identificación y conformidad de la vida como subjetividad con los contenidos de fuerzas y energías biofísicas de la voluntad cósmica.


Los filósofos estoicos, con registros similares a los de Nietzsche pero con distintos planteamientos, sostenían que el principio de la sabiduría y de la libertad procedía de la identificación y conformidad de la vida con la naturaleza: “vivere secundum natura”. En sus profundas entrañas, la naturaleza conserva en depósito los gérmenes o “razones seminales” de todo desenvolvimiento temporal, cuyas determinaciones están arrastradas necesariamente por el “fatum” o destino cósmico, pero no por exigencias de una universal voluntad de poder, sino por imperativos de una abstracta y astuta razón universal.


La negación de la libertad, el dejarla en la penumbra de la ambigüedad, produce como inmediata consecuencia la, negación de la responsabilidad. Si Spinoza interpretaba la libertad como “ilusión” forjada por el desconocimiento y la ignorancia, de forma parecida, Nietzsche pensará que admitir la responsabilidad de nuestras acciones, supone estar sumidos en las “tinieblas” del error y la ignorancia. El pensador alemán siente la pretenciosa seguridad de sus afirmaciones, al considerar que ve y entiende con diáfana claridad la inexistencia de cualquier responsabilidad en nuestros actos, acogiendo sin temor ni apocamiento las duras y contradictorias consecuencias de esta inapelable fatalidad. Es Humano, demasiado Humano:, escribirá: “Nadie es responsable de sus actos, nadie es responsable de su ser. Esta proposición es tan clara como la luz del sol, y, sin embargo, todo hombre prefiere en ese caso volver a las tinieblas del error, por temor a las consecuencias” (7). Con estos planteamientos, nada de extraño tiene que el pensador alemán considere que la “voluntad libre” es un invento metafísico pertrechado para debilitar los instintos humanos y desconfiar de sus posibilidades vitales en su innata y natural expansividad: “El concepto de voluntad libre, dirá en Ecce Homo, se ha inventado para extraviar a los instintos, para convertir en una segunda naturaleza la desconfianza frente a éstos” (Cool.


Concebida la libertad como una “ilusión metafísica”, como simple “representación imaginaria”, ya no tienen razón de ser los preceptos, y juicios morales, ni menos pueden justificarse las valoraciones de moralidad e inmoralidad referidas a las intenciones y acciones realizadas por el ser humano. Nietzsche es suficientemente claro al respecto: “El juicio moral en general se refiere a una sola especie de intenciones y de acciones, a las de las intenciones y acciones libres. Pero toda esta clase de intenciones y de acciones es puramente imaginaria: el mundo al cual se puede aplicar únicamente la escala moral no existe. No hay acciones morales ni inmorales” (9). Cualquier principio ético que pretenda fundamentar la validez moral de las acciones provenientes de una elección-decisión-ejecución como expresión de una voluntad libre, será rechazada por Nietzsche, pues considera que esta supuesta libertad moral no está amparada por ningún acto voluntario: “Si sólo son morales los actos realizados por influjo de una voluntad libre, escribe en Aurora, no hay actos morales” (10).


Nietzsche es consciente de que negar la realidad de una voluntad libre de la forma tan tajante como lo hace, exige y requiere un singular arrojo intelectual para no tener inconveniente en arrostrar las graves consecuencias que se deducen de esta interpretación antropológica respecto del sentido moral de los actos humanos. Por eso considera que son muy pocos los filósofos anteriores a él, que han tenido la valentía de asumir tales implicaciones: “Entre los filósofos antiguos, nadie tuvo el valor de afirmar la teoría de la voluntad no libre, es decir, de afirmar una teoría que niega la moral (11). Esa negación de la voluntad libre o del libre albedrío, viene reforzada por su consideración de que esas teorías se basan en falaces hipótesis históricas, en fábulas mitológicas procedentes de una tradición multisecular, que una vez incorporadas y reproducidas en el lenguaje, reaparecen sin desmayo: “En el lenguaje hay una mitología que a cada instante reaparece; la creencia en el libre albedrío” (12).

4.- La Inocencia del Universo



De la necesidad absoluta de todo acontecer natural, sin ningún fin previo ni razón hacia la que intencionalmente se dirija, surgirá la interpretación nietzscheana de la total “inocencia” del universo, una interpretación que influirá decisivamente en el pensamiento de Freud. Nietzsche considerará que esta adjetivación es una de las más idóneas que se le pueden aplicar, puesto que en la inmensidad del cosmos no existe ninguna malicia moral, y nada de lo existente en el universo se le puede atribuir culpa ninguna. En cualquier caso, deberá “culparse” por su falta de inocencia y por una intencionada “mala fe”, a los defensores de la moral que ignoran o desprecian la implacable realidad de la inocencia de la naturaleza y de la irrealidad de la culpa. De esta incólume inocencia del universo, fundada en la absoluta determinación del acontecer temporal, deducirá Nietzsche la irrealidad de los sentimientos de culpa y pecado, negando en consecuencia, la libre voluntad de la persona y la responsabilidad de sus actos morales.


En las épocas históricas en las que se suponía en la conducta de los seres, unas hipotéticas voluntades libres, unas imaginarias intenciones y unas supuestas responsabilidades, es cuando, al entender de Nietzsche, se ha ofendido y despreciado a la vida, oscureciendo y desdibujando su inmaculada inocencia. Es lo que afirmará en La Voluntad de Poder: “Se ha restado la inocencia a la vida, sobre todo, en cuanto se ha referido toda modalidad del ser a voluntad, a intenciones, a actos de responsabilidad” (13). En El Crepúsculo de los Ídolos, escribirá un aforismo muy similar, con la salvedad de que en vez de utilizar el concepto de “vida”, utilizará el concepto de “devenir”: “Se ha despojado de su inocencia al devenir cuando este o aquel otro modo de ser es atribuido a la voluntad, a las intenciones, a los actos de responsabilidad” (14).


Nietzsche que no tuvo inconveniente de autocalificarse de “inmoralista”, ha dedicado una parte importante de sus escritos a elaborar una serie de polémicas y agrias reflexiones con objeto de “erradicar” el concepto de “culpa” y por extensión, a todos sus derivados semánticos, como son los términos de “castigo”, “remordimiento”, pecado, misericordia, etc., pues considera, que estos conceptos que han impregnado la conciencia colectiva de occidente, han surgido impelidos por el rencor y el odio hacia la vida que anida en las tortuosas galerías interiores de los teólogos o especuladores de la trascendencia. Este conjunto de seres, que son para Nietzsche los más acérrimos adversarios de su pensamiento, sólo sienten amortiguar su animadversión y su venganza, culpando y castigando a todas aquellas acciones y conductas que procedentes de los instintos y deseos afirmativos de la vida, no se ajustaban a sus preceptos morales, envenenando con la hiel de su resentimiento la prístina inocencia de la vida y del devenir, y todo el conjunto de la cultura, el arte, la historia, las costumbres sociales… “Hoy que sobre todos nosotros los inmoralistas, intentamos con todas nuestras fuerzas, expulsar de nuevo del mundo el concepto de culpa y el concepto de castigo, y depurar de ellos a la psicología, la historia, la naturaleza, las instituciones y sanciones sociales, no hay a nuestros ojos adversarios más radicales que los teólogos, los cuales, con el concepto de orden moral del mundo, continúan infectando la inocencia del devenir por medio del castigo y la culpa (15). En otro de sus escritos, prolongando lo dicho en este aforismo, expresa su deseo de que no hubiera ningún equívoco respecto a su enfrentamiento intelectual, claro y agresivo, en contra de los sentimientos de culpa y castigo que se han inyectado en la cultura occidental: “Mi lucha va contra el sentimiento de culpa y la mezcla del concepto de castigo en el mundo físico y metafísico, así como a la psicología y a la interpretación de la historia” (16)


La radical inmanencia del cosmos nietzscheano, era inevitable que chocara con las concepciones trascendentes de la vida, y debido a ello, ahuyentara con furor la idea del sentimiento de culpa y pecado. A través de sus aforismos, filtrados por la persistente sospecha nacida de sus prejuicios en contra de estas concepciones, considerará que estos sentimientos se alimentan de la creencia de “alguien” o de “algo” superior a nosotros mismos, al que atribuimos el origen de nuestro ser y nuestra felicidad; es decir, una especie de “intellectus infinitus” que imponiendo el imperio de su severa y arbitraria ley, ha establecido la validez axiológica de nuestros actos. Su calificación de buenos o malos dependerá de su ajuste o desajuste con un supuesto y coactivo código moral, al que todos los seres le deberán rendir su reconocimiento, ya sea dándole cuenta de sus acciones para responder de sus consecuencias, o reparando los pecados y expiando las ofensas que se le hayan podido ocasionar.


Pero la naturaleza en cuanto tal, no puede sufrir ofensa ninguna, en la medida en que su dimensión cósmica sujeta a la absoluta y azarosa necesidad de la voluntad de poder es incompatible con la existencia de voluntades libres o intencionalidades cognoscitivas dirigidas hacia objetivos predeterminadamente establecidos por algún supuesto ser trascendental. Entender de otra forma las dimensiones de la naturaleza, supone para Nietzsche, mancharla injustamente y alterar su inmaculada inocencia y el curso de su devenir: “Desde el momento que suponemos a alguien responsable del hecho que estemos conformados de tal o cual manera, atribuyéndole nuestra existencia, nuestra felicidad, como si estas cosas fueran otras tantas intenciones por su parte, estropeamos nosotros la inocencia del devenir” (17).


El pensador alemán considerará que los individuos que se han dejado cautivar por tales sentimientos y creencias, sufren un ficticio desdoblamiento de su conciencia psíquica, reproduciendo dentro de sí la ruptura cósmica generada por la dicotomía platónica-cristiana de los dos mundos contrapuestos: el celestial y el terrenal, lo que les impulsa a transferir sus propias acciones hacia extrañas exterioridades metafísicas, “más allá” y por encima de las acciones e instintos puramente naturales. No existe, por tanto, ninguna dependencia suprasensible, ningún principio trascendente, ninguna ilusión de salvación eterna, que pueda tener la pretensión de exigir responsabilidades y expiaciones sobre quiméricas culpas e hipotéticas ofensas. Nietzsche dirá al respecto en Aurora: “Creer en la necesidad eterna fue una terrible ilusión de discutible utilidad y también una ilusión pensar que cualquier falta lo es en realidad” (1Cool.


En Humano, demasiado Humano I,, afirmará que el concepto de pecado, que se ha propagado por la sociedad, se debe a graves errores de la razón iniciados hace más de dos milenios por las doctrinas socrático-platónicas. Estos errores que se han ido acumulando a lo largo de este trayecto histórico, principalmente a través de la lógica del “deber moral” y del principio de que todo efecto demanda la responsabilidad de una causa, han debilitado la fuerza natural de los instintos y el gozo de los placeres: “Se ha comprendido cómo vino el pecado al mundo, cuando se sabe que ha sido por errores de la razón” (19). Si el pecado, la ofensa al prójimo, es un concepto insustancial y sin sentido, es indudable que no se podrá imputar a los demás, de unas supuestas faltas cometidas, y derivadamente de sus consecuentes responsabilidades. Pero si se disuelve la asunción personal de las propias culpas, también se disuelve el sentido de los propios merecimientos, pues el significado de los mismos sólo puede derivar de una voluntad libre y personal que tiene el poder fáctico de elegir entre el bien y el mal. Pero aceptar estos presupuestos, supone para Nietzsche, añadir un nuevo error respecto de la inocencia del devenir: “Un sentimiento que se basa en la creencia de que podemos hacer a voluntad libre el bien o el mal, es un error” (20)


En las doctrinas de una supuesta e imaginaria “voluntad libre”, existe un desmesurado afán en determinar y exigir responsabilidades, con el sórdido propósito de poder aplicar las correspondientes penas y castigos. Para el pensador alemán, estos sentimientos de venganza, se basan en oscuros y subterráneos deseos psicológicos nacidos de la conjuntiva interrelación de instintos reprimidos, cuya acumulada energía, desplazada de su función propia, se ha exteriorizado en la moral convencional y en la cultura, mediante del deseo de querer juzgar y castigar a todos aquellos que se les considere culpables de sus errores y culpas, fundándose en quiméricas salvaciones o ilusorias libertades. Es lo que afirmará en El Crepúsculo de los Ídolos: “En todo lugar en que se anda a la busca de responsabilidad, suele ser el instinto de querer-castigar-y-juzgar el que anda en su busca. A los seres humanos se los imaginó “libres” para que pudieran ser juzgados, castigados -para que pudieran ser culpables-“ (21). Este vengativo deseo de querer-castigar, supone una difamante vulneración del universal proceso expansivo de las fuerzas y energías de la naturaleza, y un intentode racionalizar en el plano de la moralidad, la dinámica biológica de los instintos Una naturaleza por lo demás, absolutamente “inocente”, que no debe “dar cuentas”, ni “responder” ante nada ni ante nadie, de las consecuencias de sus actos y de sus objetivaciones fenoménicas, impulsadas por la voluntad de vida como fundante totalidad.


Al disolverse el sentido del “libre albedrío”, se esfuma la posibilidad misma de ofender y dañar por propia decisión de la voluntad, las acciones emanadas de deliberaciones morales, con lo que no tienen razón de ser ni las culpas ni sus correspondientes castigos, los méritos y recompensas, y en virtud de ello, todo el rico campo de las promesas y los compromisos, de acuerdo con la afirmación de G. Marcel: “La esencia de las promesas consiste en su posibilidad de ser quebrantadas”. Anulado el sentido de la libertad y toda forma de libre albedrío, los actos efectuados por el sujeto humano no pueden estar afectados por ningún tipo de responsabilidad, por lo tanto, nadie puede “responder” ante uno mismo y ante los demás de las consecuencias de sus propios actos, nadie puede gobernar autónomamente sus internas decisiones, ni considerarse como el verdadero protagonista de sus acciones, pues todas ellas están fuera de su propio control, sumergidas en la corriente de la absoluta determinación cósmica.

5.- La coerción de los instintos en Freud


En este orden de cuestiones, Freud se desenvolverá en la línea de los planteamientos nietzscheanos, pues también considerará que están fuera de lugar la exigencia de unas normas y mandamientos de procedencia judeo - cristiana, en un universo inocente de culpa. Éste código de leyes morales impuestas coactivamente desde instancias exteriores, con el propósito de regir las costumbres de la colectividad social, lo expresará con el término de “super-yo”. Éste será el celoso y severo guardián de las normas morales, y a modo de un dique de contención, intentará impedir que los deseos conscientes del “yo”, provenientes de los ocultas tendencias del “ello”, como zona del subsconsciente, se manifiesten de forma natural y espontánea. Según el psiquiatra vienés, el sentimiento de culpabilidad se incuba en la conciencia del “yo”, debido al conflicto que se produce entre sus naturales deseos instintivos y las normas impositivas y represoras del super-yo”: “El sentimiento de culpabilidad, afirma en El Malestar de la Cultura, es la percepción que tiene el “yo” de la vigilancia que se le impone, es su apreciación de las tensiones entre sus propias tendencias y las exigencias del “super-yo” (22)


Según Freud, en función del grado de consciencia en las que es asumida e interiorizada esta constelación de severas normas morales impuestas por la autoridad del “super-yo”, emergerá con mayor o menor intensidad en las conciencias, el sentimiento de culpa: “Cuando la autoridad es internalizada al establecerse un “super-yo”, los fenómenos de la conciencia son elevados a un nuevo nivel, y en consecuencia, sólo entonces se puede hablar de conciencia moral y de sentimiento de culpabilidad (23).


La eficacia de esta asunción, añade a la inocencia del “yo”, como expresión particularizada de la “inocencia” de la naturaleza, una nueva represión en forma de conciencia de culpabilidad, que se traducirá en la práctica, por la rendida aceptación de que el bien moral consiste, aunque no se entiendan las razones coercitivas del “super-yo”, en reprimir nuestros deseos e instintos, y el mal moral en la liberación de los mismos: “La conciencia moral, escribe en Totem y Tabú, es la percepción interna de la repulsa de determinados deseos, y su característica es que esta repulsa no necesita invocar ninguna razón… Este carácter resalta con más claridad en la conciencia de culpabilidad (24). Una regresiva interiorización de normas represoras engendradoras del concepto de culpabilidad, que para garantizar su persistencia y continuidad en la cultura de la civilización moderna, se intentan imponer desde la infancia, a través de la severidad disciplinar de los sistemas pedagógicos imperantes: “El rigor de la educación ejerce una influencia poderosa sobre la génesis del “super-yo” infantil (25)


A semejanza de Hobbes, Freud funda el “principio de realidad” como objeto de conocimiento, en las instancias deseantes y subjetivas del placer sensible, como antecedencia y objeto de la felicidad de los individuos, tal como afirma en El Malestar de la Cultura: “La evolución del individuo sustenta como fin principal el programa del principio del placer, es decir la prosecución de su felicidad” (26). Por ello considerará que estos preceptos y normas emanadas de la autoridad del “super-yo”, al exigir la renuncia de las necesidades placenteras que surgen impulsadas desde la subconsciencia del “ello”, pretenden sustituirlas y desplazarlas por medio de la falsa sublimación de unos ilusorios valores trascendentes. Pero con estas coercitivas imposiciones, no sólo no consiguen aminorar sus biológicas exigencias, sino que, al intentar neutralizar de forma fallida la acumulación de las energías reprimidas, todavía “sobrecargan” más el sentimiento de culpabilidad, abriendo un proceso en espiral que lleva a incrementar el sentido del rigor y la intolerancia consigo mismo: “Una idea que es propia del psicoanálisis, es de que toda nueva renuncia instintual a la satisfacción, aumenta su severidad y su intolerancia” (27).


Esta intolerancia consigo mismo se procura amortiguar mediante la sublimación de los instintos sexuales reprimidos, transfigurándolos en idealizadas ilusiones y supuestos metafísicos. Pero estas ficticias sublimaciones, que a menudo resultan fallidas, se transforman en una fuente de diversas alteraciones patológicas que se detectan en forma de síntomas neuróticos: “Los síntomas neuróticos, son en esencia satisfacciones substitutivas de deseos sexuales reprimidos, no realizados” (2Cool. Para Freud, es tan evidente que el condicional antecedente del sentimiento de culpabilidad se puede formar en base a la represión de los impulsos biológicos, que no tiene inconveniente en formularlo como un postulado proposicional: “Cabría formular la siguiente proposición: cuando un impulso instintual sufre la represión, sus elementos libidinales se convierten en síntomas y sus componentes agresivos en sentimiento de culpabilidad (29).


Freud señala el “circulo vicioso” que acecha al sentimiento de culpabilidad, por la coartación de los impulsos eróticos y la represión de la espontaneidad de las energías instintivas que impone el impersonal “super yo”. Esta tensa situación psíquica, hace aumentar el sentimiento de culpabilidad y la insastisfacción del sujeto reprimido, con lo que se explica su agresiva animadversión contra estas imposiciones. Ello obliga, por parte del “super-yo”, a diseñar nuevas coarciones que amedrenten estas rebeldes disposiciones, lo que conlleva un nuevo incremento de la culpabilidad, y así sucesivamente, sin solución de continuidad: “Son los instintos agresivos insatisfechos los que hacen aumentar el sentimiento de culpabilidad, pues al impedir la satisfacción erótica se desencadenaría cierta agresividad contra el que impide esta satisfacción, y esta agresividad tendría que ser, a su vez, contenida. Pero en tal caso sólo sería nuevamente la agresión la que se transforma en sentimiento de culpabilidad, al ser coartada y derivada al “super-yo” (30)


Si la felicidad depende fundamentalmente de la liberación de los impulsos instintivos, Freud piensa que quizá no ha compensado todo el esforzado desplazamiento de las represiones impuestas colectivamente para canalizarlas en aras del progreso cultural, pues el ahorro de energías instintivas que ha exigido este desplazamiento, ha sido uno de los motivos que ha extendido el sentimiento de culpa y en consecuencia la infelicidad en amplios sectores sociales: “El sentimiento de culpabilidad es el problema más importante de la evolución cultural, señalando que el precio pagado por el progreso de la cultura ha residido en la pérdida de felicidad por el aumento del sentimiento de culpabilidad” (31). A ello se suma, que esta represión colectiva emanada del “super-yo”, adquiere por parte de los legisladores teológicos, una disposición indiferente y cruel, pues sólo les interesa que se cumpla la sujeción rendida e incondicional de sus normas y prohibiciones morales, siendo insensibles respecto al terrible esfuerzo que demanda su cumplimiento y a las torturantes e infelices consecuencias psíquicas que engendran en la conciencia de los individuos: “El super-yo”, con la severidad de sus preceptos y prohibiciones se despreocupa de la felicidad del “yo”, pues no toma en cuenta las resistencias contra el cumplimiento de aquellos, de la energía instintiva del “ello” y de las dificultades que ofrece el mundo real” (32)


Si para Nietzsche, el castigo es una pretendida forma de justicia que enmascara el afán de dominio y venganza en contra de los culpables que se sienten transgresores de las normas morales, para Freud, el castigo será el procedimiento mediante el cual, los atenazados por el sentimiento de culpabilidad buscan la catártica purificación de sus conflictos y la amortiguación de sus tensiones a través de los severos castigos que les aplica el “super-yo” como intransigente guardián de la moral social: “La tensión creada entre el severo “super-yo” y el “yo” subordinado al mismo, lo calificamos de sentimiento de culpabilidad, que se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo” (33)


¿Cuáles han sido los factores que han propiciado la subordinación de estas impositivas normas con las que nos amenaza el “super-yo”? Para Freud son fenómenos psicológicos derivados del sentimiento de culpabilidad como es el caso de la angustia y la tribulación interior, que en su fase evolutiva se han configurado en modalidades psíquicas como el miedo y el temor ante las consecuencias de infringir estas normas colectivas. Estos sentimientos psicológicos, a lo largo del tiempo se han instalado gradualmente en las conciencias a través de la presión coarcitiva que ejercen la cultura y la religión: “Quizá convenga señalar que el sentimiento de culpabilidad, no es en el fondo, sino una variante de la angustia, y que en sus fases ulteriores coincide por completo con el miedo al “super-yo” (34).


Freud considera inadecuado el suponer ingenuamente que nuestra conciencia sea una especie de juez imparcial que acepta las reglas y normas morales por la intrínseca bondad de las mismas. Ello justificaría que el “yo” se sintiera movido a actuar con rectitud y honestidad en su observancia, según los artífices de la moral intentan hacernos creer. Reproduciendo la desconfiada sospecha nietzscheana, advierte por el contrario, que la fuerza de su imposición y asentimiento, la garantía de su coerción, se sustenta en el miedo que puede acarrear las temibles consecuencias sociales de su incumplimiento: Es lo que escribe en su ensayo “Condiciones sobre la guerra y la muerte: “Nuestra conciencia no es el juez incorruptible que los moralistas suponen, es tan sólo, en su origen; “miedo social” (35).


Recordemos que la meta hacia la cual aspira el psicoanálisis freudiano, es que el médico, como nuevo sacerdote de la salud y la felicidad corporal, consiga “desculpabilizar” a los pacientes de sus temores y dolorosas angustias, generadas por la autoacusación de los propios errores y pecados. Se trata en última instancia, de disolver la asunción del sentimiento de las propias culpas, de orientar la libertad como afección electiva hacia aquellos actos placenteros que producen la satisfacción y el sosiego psíquico. Simultáneamente hay que convencer a los pacientes de que transfieran su responsabilidad personal, hacia supuestos grupos ideológicos o determinadas estructuras sociales. Es la estrategia freudiana de transferir la responsabilidad de nuestras acciones negativas y dolorosas hacia un abstracto “super yo”, pues en última instancia, por la mediática represión que ejerce sobre los instintos colectivos, es el verdadero culpable y último responsable de estos perturbadores estados afectivos que afligen la conciencia de los individuos.


El psiquiatra vienés considerará que su método psicoanalítico le ha facilitado la posibilidad de conocer que la esencia más propia de la especie humana está constituida por simples impulsos instintivos surgidos de las fuerzas originarias de la naturaleza, con lo que el verdadero sentido de la vida, su más honda finalidad, se encuentra en la satisfacción de las necesidades biológicas. Sus formas de comportamiento no pueden ser reguladas en virtud de instancias morales, ya que por sí mismas, estas necesidades, son determinantes y espontáneas derivaciones biofísicas de la naturaleza, que una vez incorporadas en el subconsciente influyen en la conducta, al margen de la consciencia y oposición del “yo”, con lo que no pueden ser catalogadas según los parámetros de la impositiva moral tradicional que se fundamenta en la libertad personal de los actos: “El psicoanálisis muestra que la esencia más profunda del hombre consiste en impulsos instintivos de naturaleza elemental, iguales en todos y tendentes a la satisfacción de las necesidades primitivas. Estos impulsos no son en sí ni buenos ni malos” (36) No es posible, por tanto, la valoración ética de estos actos derivados de los impulsos instintivos, en cuanto no dependen de un supuesto e imaginario “deber ser”, sino que su valoración axiológica vendrá dada según los beneficios prácticos que se puedan contabilizar de acuerdo con el grado de satisfacción y felicidad sensible que produzcan: “La satisfacción que imponen las conocidas disposiciones instintivas del hombre, es a fin de cuentas, la finalidad económica de nuestra vida (37)


6.- El Remordimiento de Conciencia


En el marco de la cosmología nietzscheana sería improcedente admitir cualquier forma de arrepentimiento, de compunción interior o “remordimiento” de conciencia por los errores y las faltas cometidas. Al respecto, Nietzsche escribe en Humano, demasiado Humano: “Si el hombre consiguiese adquirir a la vez la convicción de la necesidad absoluta de todas las acciones y de su completa irresponsabilidad, entonces desaparecería también este resto de remordimiento de conciencia” (3Cool. El término de “remordimiento” aparece más a menudo en sus escritos que el de “arrepentimiento”, quizá porque expresa de forma más insidiosa y peyorativa el estado anímico de “autotortura psicológica”.


En diversos aforismos, Nietzsche intentará desmenuzar las dolorosas consecuencias psicológicas que produce la “mordedura interior” del remordimiento, equiparándolo metafóricamente a la “mordedura” que da un perro sobre una piedra, en el sentido de que ocasiona un cruel dolor, y sin embargo tiene unos efectos inútiles e ineficaces. En El viajero y su sombra afirmará que: “El remordimiento es como la mordedura de un perro en una piedra, una estupidez” (39). En La Voluntad de Poder, dirá algo similar, añadiendo que el individuo que ha sido apresado por esta dolorosa sensación interior del remordimiento, pero que simultáneamente siente el rubor y la vergüenza por haberse dejado arrastrar por este estéril sentimiento, es un claro síntoma de que todavía conserva su amenazada salud psicológica: “Se está sano cuando el remordimiento de conciencia se siente algo así como el mordisco de un perro contra una piedra, cuando se avergüenza uno de su arrepentimiento” (40). El iluminado Zaratustra, se dirigirá a sus discípulos para alertarles de la dolorosa mordedura causada por el remordimiento, mediante su vehemencia retórica impregnada de ínfulas aniquiladoras, con el propósito de expresarles su abominación por el remordimiento de conciencia: “¡Se debería eliminar a los pecadores y a las conciencias malvadas!. Creedme, creedme, amigos míos; los remordimientos de conciencia enseñan a morder (41)


El remordimiento de conciencia supone para el pensador alemán, una de las más graves “fracturas” existenciales que sufre la conciencia, respecto al paganismo de la antigüedad, en aquellos añorados tiempos en que el desconocimiento de esta “mordedura” permitía una mejor armonía y relajamiento de los espíritus, exteriorizada mediante la colectiva e inconsciente felicidad de sus sentimientos: “Esta es la lucha contra el paganismo, el remordimiento de conciencia como medio para destruir la armonía de las almas” (42). Un paganismo de épocas ya fenecidas, poblada de magníficos y arrogantes ejemplares afirmadores de los instintos vitales, cuyo mejor prototipo lo encarnaban los héroes humanos de la antigua Grecia, hombres que desconocían la estéril tribulación de la contrición y los conflictos interiores procedentes del arrepentimiento. En Consideraciones Intempestivas dirá que los griegos: “no sabían de arrepentimiento ni de contrición” (43).


El perturbador estado anímico proveniente del sentimiento de culpa, se ha ido transmitiendo en las diversas fases cronológicas, mediante la acumulada debilitación de los instintos que han atravesado la historia, enfermando patológicamente la sensibilidad y la conciencia de los pueblos. Este sentimiento se ha configurado en una mentalidad, ya consuetudinaria en la cultura occidental, que tiene como uno de sus síntomas la perplejidad y el asombro que se apodera de los hombres europeos cuando saben de la existencia de unos tiempos en los que se desconocía el sentido del pecado y del remordimiento de conciencia. En cambio a un griego le hubiera producido hilaridad y enojo el tener que pedir perdón a un extraño y lejano “ser” al que se podía ofender, con lo que el sentido del remordimiento hubiera sido interpretado como una enfermedad que se apodera de los débiles y los esclavos que precisan de perdones y misericordias como bálsamo de sus empobrecidos espíritus: “Se aprecia claramente en Europa, escribe en La Gaya Ciencia, la extrañeza que ofrece para nuestra sensibilidad la antigüedad griega, un mundo sin sentimiento de pecado. La frase: Dios no tendría misericordia de ti si no te arrepientes, habría provocado risa e ira a un griego, pues habría exclamado; esos son sentimientos de esclavo” (44).


Eran épocas en que los individuos admitían sin falsos temores las consecuencias, a veces trágicas, de sus propias acciones, conformándose irremisiblemente a su fatal destinación, a su irresoluble vuelta atrás; puesto que así eran y así sucedían, así deberán ser, y no tenían por qué ser deshechos ni ser de otro modo, prescindiendo de su calibración moral y axiológica, con lo que no tenían sentido las expiaciones de las propias faltas o el perdón por el dolor y consecuencias que originaban. Estas actitudes y disposiciones, eran el claro exponente de su plena identificación con las tumultuosas y trágicas fuerzas de la voluntad de la vida como absoluta totalidad, fundante de todo ser y acontecer: “Ni el castigo purifica, ni el perdón redime, aparte que lo hecho no puede deshacerse. El perdón no demuestra que algo deje de ser… Un hecho tiene sus consecuencias en el hombre y fuera del hombre, independientemente de que haya sido perdonado, expiado” (45). Freud considerará al respecto, que la conciencia de culpa y el subsiguiente ingrediente del remordimiento, se nutren y acrecientan a través del sentido religioso y trascendente del ser humano, y sólo mediante la cura psicoanalítica se pueden disolver estas metafísicas y transtornantes afecciones: “La religión reposa sobre la conciencia de culpabilidad y el remordimiento”(46)

7.-El sentido positivo del arrepentimiento



La concepción nietzscheana sobre el arrepentimiento, difiere radicalmente del principio antropológico que concibe al ser humano como un ser racional, libre y responsable de sus actos morales, Merced a la positiva conciencia del propio arrepentimiento respecto de aquellas acciones que son éticamente negativas, se interpreta el sentimiento de culpa desde este plano antropológico, como un singular privilegio de las personas que son conscientes del valor y la responsabilidad moral de sus actos, lo que les proporciona el objetivo y sereno reconocimiento de sus propias faltas y errores. Mediante este juicio de “autocensura”, el ser humano aleja de sí la perturbadora dispersión existencial de su interioridad y la vaciedad de referencias morales en las que se sume el propio “yo”, en la medida que se le oscurece el sentido de su libertad e identidad personal.


Esta confusa situación interior que impermeabiliza a la conciencia para sentirse responsable y ultimo protagonista-decisorio de sus internas elecciones y sus externas ejecuciones, aboca al ser humano a diluirse en la masificación impersonal de las multitudes gregarias, en el que desvanecida la propia intimidad, se transfiere la conciencia del “yo” personal a la generalidad del colectivo social. Recordemos que esta abúlica inmersión en la insustancialidad de las masas, es precisamente uno de los aspectos más rechazados por Nietzche, aunque paradójicamente, por su rechazo de la voluntad libre y su negación de la trascendencia, será uno de los pensadores que más contribuirán a impulsar, en su versión negativa, el “fenómeno de las masas” moderno, según la clásica expresión de Ortega.


El arrepentimiento (o el remordimiento) por ser una privilegiada asunción de nuestras propias responsabilidades, promueve un estado de la conciencia que, al margen de la conflictividad y el dolor interior que produce, a consecuencia del amor a la persona a la que se ha ofendido o perjudicado, nos lleva a aceptar sin falsas excusas nuestras propios defectos y errores, siendo por esta circunstancia, un idóneo factor para el desarrollo armónico de la personalidad de forma madura y equilibrada. Una equilibrada madurez que nos capacita para diagnosticar objetivamente, sin falsos escrúpulos y sin desvincularse del “principio de realidad del ser”, la correcta valoración moral de las acciones libres, determinando lo que “son” y lo que “valen” en relación con lo que “deberían ser” y “valer” éticamente consideradas, basados en el criterio de referencia que proporcionan los universales y permanentes valores diamantes de su fundamentación natural.


Se podría afirmar, que el arrepentimiento engendra las mejores disposiciones psicológicas para habituarnos a reflexionar sobre aquellas de nuestras operatividades que inciden sobre los acontecimientos que se van sucediendo en el decurso temporal de nuestra existencia, permitiéndonos reconocer, desde una perspectiva fenomenológica, que en el ámbito de las responsabilidades morales y sociales hay acciones que hemos “hecho” o estamos “haciendo” mal, lo que presupone aceptar la posibilidad de que se pueden y se deben “hacer” mejor. Es esta una realidad confirmada por las experiencias pasadas filtradas por la conciencia del arrepentimiento, que nos abre a la convincente certeza subjetiva de que las negativas e incorrectas acciones realizadas son factibles de ser corregidas y superadas mediante nuestra operacionalidad consciente y libre.


Este tipo de disposiciones sobre la realidad objetiva de nuestros defectos y errores, son un factor indudable de progreso individual y social, al conferirnos, gracias a luz censuradora de la conciencia, la virtualidad psicológica de mantenernos “alerta” y vigilantes” en una fecunda y enriquecedora tensión interior, para que no nos pasen inadvertidos aquellos actos efectuados por libre decisión que deforman y violentan la naturaleza y la dignidad misma de las personas y los acontecimientos, lo que convierte al estado de “arrepentimiento” en el más efectivo catalizador para generar constantes e “intermitentes” motivaciones de superación y sensibilización interior. Esta actitud interior, supone el mejor antídoto para evitar la atonía existencial y el envejecimiento del espíritu, y la posibilidad de alejarse de la concepción hostil y fatalista de un cosmos cerrado a cualquier dimensión espiritual y trascendente de la persona.

8.- El sentimiento de culpa como síntoma de debilidad


De forma muy distinta interpretará Nietzsche el sentido del arrepentimiento o del “remordimiento” como él prefiere decir, concibiéndolo como una sutil y temerosa evasión de la conciencia, como un sutil mecanismo de defensa que por temor y cobardía no acepta la inevitable fatalidad de aquellas acciones de las que siente “pena” y “disgusto” por haberlas realizado, buscando en el remordimiento y su posterior perdón, la protección afectiva que amortigüe la angustia y el tormento interior que siente dentro de sí, ante los amenazantes peligros que pueden producir las consecuencias de sus actos. Utilizando términos éticos que el mismo ha descalificado por su sinsentido, Nietzsche catalogará de “indecorosa” esta forma de arrepentimiento: “No cometamos una cobardía con nuestras acciones, ¡no las dejemos en la estacada después de hechas! El remordimiento de conciencia es indecoroso” (47). El remordimiento es por otra parte, signo de poquedad y debilidad de carácter que no sabe estar a la altura de las circunstancias, pues prefiere volver el rostro ante la cruda realidad de los acontecimientos, no admitiendo que las aciones “hechas” y realizadas por uno mismo, son inapelables, nadie las puede cambiar, modificar, perdonar, o darles otras interpretaciones: “El remordimiento de conciencia: signo de que el carácter no está a la altura del hecho” (4Cool.


Debido a su concepción fatalista de los comportamientos humanos, especialmente aquellos que hacen referencia a hechos siniestros y mezquinos, se entreve a menudo en la tonalidad anímica de los aforismos de Nietzsche, un larvado pesimismo que se nutre en las raíces de su desesperanza, al considerar que en el fondo, es un intento vano y una causa perdida, el pretender enmendar los vicios, los crímenes y los variados tipos de enfermedades sociales: “Toda la lucha moral contra el vicio, contra el crimen, incluso contra la enfermedad misma, peca de ingenuidad, parece superflua; no hay posible enmienda” (49). Aunque por otra parte, el dar carta de naturaleza al remordimiento de conciencia en las afecciones de nuestra conducta, supone para Nietzsche cometer una doble torpeza; la primera por arrepentirse y dolerse de los propios errores, y la segunda por creer cándidamente de que seremos eximidos de sus consecuencias. Es lo que dirá en El Viajero y su sombra: “No deis nunca curso al remordimiento de conciencia, sino deciros a continuación: esto sería añadir una segunda tontería a la primera” (50). En La Genealogía de la moral, se referirá a la endeble argumentación retórica y a la infundamentación racional que tiene el sentido de culpabilidad: “Por el hecho de que alguien se sienta culpable, no esta ya demostrado en modo alguno que se tenga razón para sentirse de esta forma” (51).


El sentimiento de culpabilidad, introduce en las conciencias vejatorias humillaciones y conformadas vergüenzas que ofenden el arrogante y altanero orgullo de los hombres superiores. Ante este estado de cosas propiciadas por unos sentimientos que oprimen la conciencia con sus inútiles sufrimientos. Nietzsche manifestará su desprecio en contra de esta cobardía del espíritu, puesto que por más arrepentimientos que se tengan y perdones que se adjudiquen, no se puede modificar ni cambiar por su irremediable destinación, ni un ápice la realidad de lo efectuado: “Odio esta especie de cobardía por nuestros actos propios que es el arrepentimiento; no debemos consentir en nosotros las punzadas súbitas, los embates de la vergüenza y vejación. Sería mucho mejor sentir un orgullo extremo. Finalmente ¡de que sirven! Ningún acto desaparece porque se arrepiente quien lo hizo. Tampoco desaparece porque se perdone o expíe” (52). Nietzsche que se autoproclama de la especie de los inmoralistas, afirmará que principalmente son los teólogos como “especuladores de la moral” y del “más allá”, los que estimulan estos sentimientos mancilladores, los que fomentan la inútil esperanza de que las faltas y los pecados pueden ser borrados y perdonados por un justiciero y lejano poder divino: “Habría que ser teólogo para creer en un poder que borre la falta; nosotros los inmoralistas preferimos no creer en ninguna falta” (53)


Uno de los deseos de Nietzsche, es que las ideas de pecado, de culpa, de expiación y demás sinónimos, fueran desterrados y excluidos del sentir general de las gentes, como antecedencia ineludible de la restauración y saneamiento psíquico de los sentimientos y del incremento del nivel vital. En Aurora transportado por su visceralidad verbal, suspirará por el cumplimiento de este deseo: “¡Alejemos del mundo la idea de pecado y mandemos con ella la de punición! ¡Cuánto mejoraría el sentimiento general de la vida, si pudiéramos desembarazarnos de la creencia en la culpa!” (54)


Principalmente en sus obras El Malestar del la Cultura y Totem y Tabú, Freud realizará una especie de análisis arqueológico sobre el comportamiento social de las antiguas poblaciones humanas, para desentrañar el origen del sentimiento de culpa y su desencadenante arrepentimiento. Para ello establecerá su peculiar y extraña hipótesis etnológica del complejo de Edipo, al presuponer que el sentimiento de culpa, mucho antes de que fuera asumido por Israel y lo extendiera y proclamara a los demás pueblos, ya se había apoderado de las más antiguas civilizaciones, a consecuencia de los parricidios que cometieron las primitivas hordas humanas, impulsadas por el odio, nacido de los celos contra sus padres, debido a que estos, de forma tiránica y despiadada se constituyeron como los dueños y los poseedores de las hembras maternas: “No podemos eludir la suposición de que el sentimiento de culpabilidad de la especie humana procede del complejo de Edipo, y fue adquirido al ser asesinado el padre por la coalición de los hermanos (55).


A pesar de que estos homicidas acontecimientos ocurridos en el alba de la humanidad se han diluido progresivamente de la memoria histórica, Freud considera que sus perturbadores efectos continúan persistiendo en el inconsciente colectivo de las distintas generaciones, hereditarias de estos sangrientos parricidios que se han configurado evolutivamente en forma de sentimiento de culpa: “Admitimos que la conciencia de culpabilidad, emanadas de unos actos determinados, han persistido a través de milenios enteros, conservando su eficacia en generaciones que ya nada podían saber de la existencia de un padre celoso y tiránico” (56)


Esta memoria de una paternidad justiciera y tiránica, ha producido como contrapartida, el sentimiento de nostalgia y desamparo existencial propios de una infancia que siente la vinculación y la añoranza afectiva de sus progenitores, sentimiento que de forma soterrada ya anidaba en el subconsciente de los primeros pobladores. Freud utilizará estas contradictorias modalidades afectivas para describir su singular interpretación sobre el origen de la religión, al considerar que la originaria severidad paterna, ha sido transferida y sublimada en la forma de apetencias desiderativas por un más allá regido por la autoridad divina, con objeto de neutralizar los sentimientos de angustia y temor que se siente ante las múltiples incertidumbres de un enigmático destino. Es lo que afirma en El Malestar de la Cultura: “Las necesidades religiosas derivadas del desamparo infantil y de la nostalgia del padre, no se mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la angustia ante la omnipotencia del destino” (57). En la misma obra afirma lacónicamente: “En el fondo Dios no es nada más que una sublimación del padre” (5Cool.


4.-El cristianismo como causa del sentimiento de culpa


Freud al igual que Nietzsche, acusará al cristianismo y su antecedente el judaísmo, como las causas principales que han formado la constelación de conceptos sobre la culpa, el pecado, la expiación, etc., que, según ellos, han angustiado y afligido a las conciencias. Las múltiples medicinas y remedios espirituales que se han ofrecido a lo largo de estos dos últimos milenios para aliviar sus sufrimientos interiores, piensa que ya están caducos y desacreditados, aunque todavía continúan manteniéndose las secuelas de sus tortuosos efectos: A estas cuestiones se referirá Nietzsche en El Viajero y su sombra: “El cristianismo fue el primero en introducir el pecado en el mundo. La fe en los remedios que ofrece a cambio se han ido quebrantando poco a poco, hasta en sus raíces más profundas, pero siempre persiste la fe en la enfermedad que ha enseñado y difundido” (59). En La Genealogía de la Moral, sostendrá que la conciencia del concepto de culpa ha iniciado un claro proceso de decadencia colectiva, facilitando mediante un movimiento inverso, la irrupción de las doctrinas nihilistas y ateas que liberarán a la humanidad de estos opresores sentimientos: “Ya se da ahora una considerable decadencia de la conciencia humana de culpa, más aún, no hay que rechazar la perspectiva de que la completa y definitiva victoria del ateísmo pudiera liberar a la humanidad de todos estos sentimientos” (60)


Los sacerdotes de la trascendencia son, para el pensador alemán, los máximos responsables de la introducción de los conceptos de culpa y pecado a través de sus habilidades para saber aprovechar los más rudimentarios y primarios estados afectivos del ser humano: “El sentimiento de culpa se nos presentó como un fragmento de psicología animal, en estado bruto. Sólo en manos del sacerdote, ese auténtico artista en sentimientos de culpa, llego a cobrar forma ¡oh, qué forma! el pecado (61). Valiéndose de sus dotes inventivas que los ideales religiosos le proporcionan, el sacerdote, afirmará en Aurora: “quiere extremar el goce de su poder” (62), y sabrá aplicar con astucia la influencia anímica que le ofrecen los sentimientos de culpa con la intención de dominar y avasallar las conciencias de sus súbditos: En su exaltado y visceral libroEl Anticristo afirmará que: “el sacerdote domina merced al invento del pecado” (63), y en La Genealogía de la Moral, volverá a insistir en que el concepto de pecado, como supuesta ofensa a
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MensajePublicado: Vie Nov 17, 2006 7:24 pm    Asunto:
Tema: Pregunta para psicologos
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(cont)...

un ser superior, es el artificio más amenazador y peligroso de las conciencias, derivado del sentimiento religioso: “En el pecado tenemos la estratagema más peligrosa y más nefasta de la interpretación religiosa” (64)


El enfermizo recelo de Nietzsche respecto al sentimiento de culpa, le lleva a imaginar que los intentos de dominación y poder sobre las almas que pretenden los sacerdotes, lo consiguen, utilizando ingeniosas artimañas y edulcorados hechizos para revestir sus consejos y exhortaciones mediante formas sugestivas de mística musicalidad, colorido y atractivo espiritual, valiéndose del desamparo interior en la que se encuentran las conciencias narcotizadas por el sentimiento de culpa: “El principal ardid que el sacerdote se permite para hacer resonar en el alma humana toda suerte de música arrebatadora y extática, consiste -lo sabe todo el mundo- en aprovecharse del sentimiento de culpa” (65).


Esta situación social en la que se amparan los usos y costumbres impuestos por los códigos morales, y que provocan colectivos estados de represión anímica, es interpretado por Nitzsche como el reflejo de una antinatural circunstancia histórica, cuya persistencia y continuidad sólo se puede justificar por continuar manteniendo la común ignorancia sobre la “nueva posibilidad” de la vida como voluntad de poder: Es lo que comentará en Aurora y en El Anticristo: “El cristianismo con su desprecio del mundo hizo de la ignorancia una virtud cristiana, acaso porque el resultado más frecuente que la ignorancia produce es el pecado, el dolor de haberlo cometido, la angustia y la desesperación” (66). En esas coordenadas, el sentimiento de ofensa a los demás y el dolor por los posibles daños causados, se convierte en los esquemas mentales de Nietzsche, en un factor de depauperación cultural y científica, y en un rebajamiento del sentido aristocrático de la existencia: “El pecado ha sido inventado para hacer imposible la ciencia, la cultura, toda elevación y aristocracia del hombre” (67).


Para evitar que le sean arrebatadas las almas de las redes en las que han sido apresadas, los especuladores de la moral deberán mantener viva la conciencia de que estamos constantemente sumergidos en el cenagal de nuestras culpas y pecados, tal como ya afirmó Lutero, basándose en su concepción de la total corruptibilidad de la naturaleza humana. Es lo que escribe con cierto cinismo en Humano, demasiado Humano”La intención no es que el hombre llegue a ser más moral, sino que se sienta lo más pecador posible” (6Cool. El verdadero manantial del que emanan estos preceptos reguladores de las conciencia hay que buscarlo en las doctrinas proclamada por el fundador del cristianismo, que para Nietzsche, es por antonomasia el “prototipo” y el más acabado “modelo” de los viejos médicos del alma que han dominado la medicina universal para aplicar los remedios e ingredientes de la salvación eterna. Para inyectar en las mentes estos ideales, ha sabido como nadie, dulcificar con sus sugestivas palabras y persuasivas metáforas, las energías más agresivas, y adormecer la imperiosidad instintiva de los deseos sensuales. Pero a pesar de ello, estas necesidades instintivas siguen presentes en el subconsciente e influyendo en las tendencias más básicas y naturales, y buscan su remedio y salida exterior mediante un comportamiento enmascarado por el disfraz de las formas sociales: “El fundador del cristianismo, -comenta en El viajero y su sombra, en cuanto conocedor del alma humana, no estaba al abrigo de los defectos más graves y de los prejuicios mayores; en cuanto médico del alma se había entregado a una ciencia desacreditada y burda, la de la medicina universal… El cristianismo que obedece a tales preceptos y creen haber vencido su sensualidad, se engaña, pues ésta sigue viviendo de una manera misteriosa y vampírica y le atormentan bajo infectos disfraces” (69).


Freud, en esta línea de acusaciones auspiciadas por la desconfianza y la sospecha sistemática, también interpretará que los preceptos morales son mantenidos en la esfera social para perpetuar las prerrogativas e intereses particulares de grupos ideológicos y religiosos, en los que en el ánimo de cuyos dirigentes subyace el afán de dominio y control de las conciencias como el medio más idóneo de garantizar estos mismos privilegios. A estos preceptos morales los motejará con la denominación de “tabúes”, para significar su misteriosa y oculta procedencia sustendada mediante la coerción y el silencio impuestos por las convenciones del “super yo”: “Los tabúes morales son impuestos por los jefes y sacerdotes, para perpetuar sus propiedades y privilegios” (70).


Remitiéndose a los tiempos anteriores al surgimiento del cristianismo, Nietzsche, atisbará en las doctrinas vetotestamentarias del pueblo judío la fuente principal de la que han emanado los sentimientos de culpa y pecado, y de las que posteriormente el cristianismo ha sabido apropiarse, para derramar su influjo judaizante por todos los entresijos y vericuetos de la cultura y los usos sociales: “El pecado tal como hoy se considera, afirma en La Gaya Ciencia, en cualquier lugar que domina o ha dominado el cristianismo, es un sentimiento judío y una invención judía. El cristianismo ha procurado judaizar al mundo entero” (71) También Freud reprochará al pueblo de Israel y a las doctrinas predicadas por sus profetas, como ser los hitos históricos que han dado carta de naturaleza social al sentimiento de culpabilidad, basados en supuestas transgresiones y pecados contra Yahvé, cometidos por su pueblo. Con estas referencias históricas sobre la culpabilidad, han pretendido justificar la implantación de las severas leyes de la Antigua Alianza: “Israel creó a los profetas que debían reprochar al pueblo su pecaminosidad e hizo surgir de su sentimiento de culpabilidad los severos preceptos de la religión sacerdotal” (72).


En este orden de valoraciones, el amor como la virtud más excelente, que desea el verdadero bien de los demás, y que se interpreta como el atributo que mejor define el acto de ser de la naturaleza divina, es concebido por el reduccionismo biológico de Nietzsche- Freud, como una elemental y expansiva necesidad de los instintos eróticos. Freud, mediante sus categorías biologistas, ha sido uno de los principales propulsores que han contribuido a que esta restricción del rico significado semántico del concepto del amor, interpretado en clave hedonista, se haya extendido capilarmente en la mentalidad contemporánea de occidente, identificándolo, sin más, con el deseo del placer sexual. Esto ha llevado a vulgarizar el profundo sentido de la sexualidad humana, desvinculándola de su proyección donativa hacia la persona amada, mediante la entrega y compromiso personal como manifestación del verdadero amor, concibiéndola, por contra, como una banal y escueta interrelación biológica que ha propiciado la desvirtuación de sentido auténtico del amor.


La identificación del amor con los instintos sexuales, ha supuesto desgajarlos del sentido de la dignidad humana, al prescindir de su dimensión espiritual y afectiva, convirtiendo a la persona, mediante esta mutilación antropológica, en un ser obsesivamente impelido por las instancias caprichosas de los placeres sensuales. En su ensayo Metapsicología, Freud escribirá: “La palabra “amar” se inscribe cada vez más en la esfera de la pura relación de placer del “yo” con el objeto, y en la última fase se fija en los objetos estrictamente sexuales y en aquellos otros que satisfacen las necesidades de los instintos sexuales sublimados. En último término, podríamos decir, que el instinto “ama” y desea el objeto al que tiende para lograr su satisfacción sexual” (73). A fin de cuentas, en el contexto de la interpretación freudiana, nada de extraño tiene que establezca entre el instinto del amor y el instinto del hambre unas mismas equivalencias de dinámica social, pues ambos se constituyen como simples impulsos que se mueven en el plano de las necesidades biológicas, aunque estén atraídos por objetos diversos y tengan una distinta actitud conductual: “En mis estudios iniciales sobre los instintos me ofreció un primer punto de apoyo el aforismo de Schiller, según el cual, tanto el “hambre” como el “amor” hacen girar el mundo” (74).


Consideraciones Finales.

La inexorable y total determinación cósmica de la realidad en Nietzsche, y el reduccionismo biológico de Freud, son formulaciones radicalmente incompatibles con el sentimiento de culpa y de pecado, derivados de las las acciones elícitas propias de la libertad humana. De ahí, que en el planteamiento nietzscheano no hay inconveniente en comparar las acciones humanas con los fenómenos de la naturaleza, o en considerar que la inocencia del universo pone de relieve la irrealidad de la culpa.


Pero si se admite la libertad como una real facultad humana, como potencia capaz de actualizarse en múltiples operaciones previamente decididas, es indudable que el sentimiento de culpa, en su aspecto afectivo, o el concepto de culpa en su aspecto intelectual, especialmente desde la fe sobrenatural, adquiere todo su pleno significado. En primer lugar, porque el ejercicio de la libertad implica la deliberación racional para elegir entre diferentes alternativas, ya sean positivas o negativas en su aspecto moral, y en segundo lugar, porque de la consciente toma de decisiones se deriva la responsabilidad de los actos morales.


Es indudable que los actos virtuosos, es decir, aquellos que son éticamente correctos, y que realizados de modo habitual perfeccionan a la naturaleza humana, son merecedores de mérito y estimación, por el hecho mismo, de que es universalmente reconocida su procedencia del actuar libre de cada persona. El ser humano, siente la alegría y el gozo interior en la realización del bien, lo que conlleva el enriquecimimiento de su esencia y una mayor toma de conciencia del valor de su identidad ontológica. Pero también en los actos deficientes, aquellos catalogados como éticamente malos, aunque cueste más dificultades admitirlos como propios, experimenta en el mismo momento de su autoaceptación, la eficacia práctica de su propia libertad y la subsiguiente exigencia de su responsabilidad culpable.


Independientemente de que la efectuación del mal moral se consecuencia de un abuso y un mal uso de la libertad, y que su habitual realización debilite nuestra naturaleza al esclavizarnos sensorialmente y ofuscar nuestros juicios, hay que afirmar con cierta decisión, que la opción deliberativa y la consiguiente decisión ejecutoria del mal, del pecado como tal, en el caso del ser humano, procede de actos tan libres como los actos emitidos para la realización del bien. Sin duda, que uno de los momentos existenciales más privilegiados del ser humano respecto de la toma de consciencia de su propia libertad, una de las sensaciones donde comprueba con más luminosa intensidad su propia identidad como ser libre, es el instante mismo en el que admite con objetividad y sin buscar justificaciones, la propia culpabilidad de sus errores y faltas emanadas de sus propios actos. Algo de ello pretendía decir Rousseau en La profesión de fe del Vicario Saboyano: “Soy esclavo por mis vicios y soy libre por mis remordimientos… No busques al autor del mal fuera de ti, puesto que este autor eres tu mismo. No hay otro mal que el que tú haces o padeces, y tanto el uno como el otro vienen de ti (75).


El no aceptar el hecho mismo de la propias culpas y pecados, excusándose con falsos subterfugios, diluye progresivamente la conciencia responsable del propio “yo” y la referencia ética de las propias acciones. En estas posturas de rechazo subjetivo de las culpas y errores personales, el ser humano inicia un imparable proceso de confusión y debilitamiento moral, que desemboca en una tediosa frivolidad de criterios. Esta ceguera e impermeabilización interior de sus propias culpas, le arrastra de forma irremediable, para compensar la mordiente soledad de su vacío interior, a reproducir miméticamente en su conducta, las formas y usos colectivos propios de la masa impersonal y gregaria, oscureciéndosele definitivamente el sentido de su propia libertad y derivadamente de su personal responsabilidad.


Es una recurrente pregunta ¿porqué Dios permite el mal en el mundo?. Aquí nos topamos con uno de los misterios de la creación. Es difícil y quizá está fuera de lugar, el pretender contestar en directo los interrogantes sobre las causas por las que Dios actúa de un modo o de otro, puesto que es el acto de ser perfecto, el mismo Ser subsistente, máximamente libérrimo, y por tanto, no podemos demandarle “razones” de causalidad sobre sus actos. Pero la razón humana, que es compatible con la fe revelada, conoce en sus decisiones electivas y de modo fehaciente, la experiencia de su propia la libertad, uno de los dones más grandes que el ser humano ha recibido de su Creador. Si el mal moral es una alejamiento del acto de ser divino, y cuanto más sea el alejamiento, más se acentúa el contenido del mal, es indudable, que la realidad de este alejamiento actúa como elección alternativa para el acercamiento del bien, lo que conlleva el supuesto de la libertad en ambos casos. Por tanto, tanto el bien como el mal moral en el plano de los actos humanos, obtienen su mejor esclarecimiento, por el hecho mismo de la libertad, en cuanto nos faculta la constante potencialidad de elección respecto de las diversas alternativas e inagotables posibilidades que la vida nos ofrece.


¿Por qué Dios ha creado libre al hombre?. Estamos en el mismo plano de incapacidad interrogativa, de acuerdo con lo anteriormente apuntado. Aquí, la luz de la razón, nos viene de nuevo al encuentro. Si por una hipotética decisión del Creador, el ser humano, en el ámbito de la naturaleza contingente, no tuviera otra posibilidad que realizar actos buenos, y se anulara su facultad de elección libre, probablemente el resultado final, tanto en las personas como en el conjunto de la sociedad, sería infinitamente mejor que el que conocemos en la presente y a menudo deficiente realidad humana. Pero surgiría una grave duda: ¿podría el ser humano, sin posibilidad de libre elección, realizar actos sustanciados por su amor a Dios y a los demás? Es por ello, que el Creador, junto con la participación de su inteligencia, nos ha ofrendado gratuitamente el don de la libertad, aceptando el riesgo que proviene de esta misteriosa facultad que desborda el imperio de las leyes físicas, y que tiene el terrible poder de prescindir de su luz y rechazarle de nuestra vida. Pero el fruto de este riesgo, la dádiva incalculable que se obtiene, es la de poseer la capacidad de corresponder libremente a su amor infinito con nuestro amor personal. Es la conocida frase de San Agustín: “Dios que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti”.


Se pueden construir dos silogismos en orden paralelo: A mayor alejamiento del ser divino, mayor alejamiento del bien, y por tanto, mayor alejamiento de la verdad y del amor. A mayor libertad de los actos, mayor es la consciencia y capacidad de donación, y por tanto, mayor es el grado de amor con que se pueden ejercer. Formulaciones que pueden sintetizare en una sencilla proposición: Tanta más libertad, tanto mayor amor, y tanto más amor, tanta mayor libertad. Sólo los actos fundados en la libertad humana pueden ser actos amorosos para el Dios del Amor, que ansía ser amado y correspondido por el ser humano. A ello se refiere la pregunta y simultánea respuesta de Catalina de Siena: ¿Por qué razón habéis elevado al hombre a una dignidad tan alta? El amor inestimable por el cual habéis mirado en vos mismo a vuestra criatura y os habéis enamorado de ella, que es por amor que vos la habéis creado” (76). Si la medida del amor, depende del grado libertad con que se han efectuado, el amor se concebirá, en este contexto, como el primer acto libre de la persona libre, la raíz de toda la vida moral que le da su fuerza y valor. Los actos valen lo que vale el amor que los mueve, y se configuran como tales actos libres, según la medida del amor con que se quiere aquello que se quiere, y de la realidad de los actos libres se deriva la consciencia personal de la responsabilidad. Por ello, el sentimiento de culpa, la asunción de nuestro errores, como consecuencia de la consciencia de la propia responsabilidad, lejos de ser una manifestación patológica y enturbiadora de las conciencias, es una de las más claras manifestaciones de nuestra libertad personal.


Tanto Nietzsche como Freud anuncian con énfasis la aparición de los nuevos médicos de la salud del cuerpo y de la mente, que sustituirán a los viejos sacerdotes del espíritu. ¿Pero que le quedará al hombre después de haber sido curado de las cargas de sus responsabilidades, de su sentimiento de culpabilidad, de su sentido del perdón, de sus complejos y prejuicios, y retorne a su primigenia inocencia? Nietzsche nos responderá con uno de sus martillazos, al afirmar que después de la curación “das Nicht in ewig”, la nada para siempre. Choza comentará al respecto: “Para Nietzsche la verdad es la nada y el conocimiento de ella salva porque es conocimiento de que no hay “nada” respecto de lo cual el hombre tenga que ser salvado. Entonces, si no hay nada de que ser salvado, lo único de lo que no puede ser salvado el hombre es de la nada” (77).


Freud por su parte, al rechazar toda posibilidad de significación trascendente en el espíritu humano, se propondrá como objetivo terapéutico liberar al hombre atormentado por sus culpas, de las normas morales impuestas por el “super yo”, a fin de que pueda lograr la satisfacción de sus impulsos biológicos en el plano de lo sensual. Obtenida la satisfacción placentera que amortigua los impulsos agresivos generados por la represión, junto con el desenmascaramiento del sentimiento de culpa, el individuo se halla en las condiciones idóneas para lograr, en el plano de lo sensual, su felicidad y armonía interior ¿Y después? Freud, a diferencia de Nietzsche, no se atreve a contestar el interrogante, al vislumbrar sus absurdas y trágicas consecuencias. Pero es un interrogante, una punzante pregunta que deja entrever la posible respuesta: Después de conseguida la armonía interior por medio de la domesticación de los impulsos agresivos y la autosatisfacción de los instintos, surge en el horizonte del ser humano el abismo eternamente frío de la nada.

NOTAS

(1).- F. Nietzsche, Humano, demasiado Humano I, af. 106. Los textos
de Nietzsche pertenecen a la Edición de G. Colli y M. Montinari. O.C.
Berlín-New York, Walter de Gruyter, 1978.
(2).- Humano, demasiado Humano, af. 106. Ibid.
(3).- Id, af. 102.
(4).- Id, La Voluntad de Poder, af. 702.
(5).- Id, El Viajero y su Sombra, af. 9.
(6).- Id, La Voluntad de Poder, af. 716
(7).- Id, Humano, demasiado Humano I, af. 39.
(Cool.- Id, Ecce Homo, del aptdo: Porque soy un destino, af. 8.
(9).- Id, La Voluntad de Poder, af. 780.
(10).- Id, Aurora, af. 148.
(11).- Id, La Voluntad de Poder, af. 422.
(12).- Id, El Viajero y su sombra, af. 11.
(13).- Id, La Voluntad de Poder, af. 759.
(14).- Id, El Crepúsculo de los Ídolos, del aptdo: Los cuatro grandes
errores, af. 7.
(15).- Ibidem.
(16).- Id, La Voluntad de Poder, af. 1014.
(17).- Idem, af. 545.
(1Cool.- Id, Aurora, af. 563.
(19).- Id, Humano, demasiado Humano, af. 124.
(20).- Idem, af. 51.
(21).- Id, El Crepúsculo de los Ídolos, del aptdo: Los cuatro grandes
errores, af. 7.
(22).- S. Freud, El Malestar de la Cultura, Alianza Ed., Madrid 1983, p
78.
(23).- Idem, p 66.
(24).- Id, Totem y Tabú, Alianza Ed., Madrid 1978, p 94.
(25).- Id, El Malestar de la Cultura, p 72.
(26).- Idem, p 82.
(27).- Idem, p 70.
(2Cool.- Idem, p 80.
(29).- Idem, p 11.
(30).- Idem, p 80.
(31).- Idem, p 75.
(32).- Idem, p 85.
(33).- Idem, p 64.
(34).- Idem, p 76.
(35).- Id, Consideraciones sobre la Guerra y la Muerte, Alianza Ed.,
Madrid 1978, p 102.
(36).- Idem, p 103.
(37).- Id, El Malestar de la Cultura, p 40.
(3Cool.- F. Nietzsche, Humano, demasiado Humano I, af. 133.
(39).- Id, El Viajero y su Sombra, af. 38.
(40).- Id, La Voluntad de Poder, af. 233.
(41).- Id, Así habló Zaratustra, 2ª parte, del aptdo: De los Compasivos.
(42).- Id, La Voluntad de Poder, af. 281.
(43).- Id, Consideraciones Intempestivas: Richard Wagner en Bayreuth,
af. 139.
(44).- Id, La Gaya Ciencia, af. 135.
(45).- Id, La Voluntad de Poder, af. 390.
(46).- S. Freud, El Malestar de la Cultura, p 190.
(47).- F. Nietzsche, El Crepúsculo de los Ídolos, del aptdo: Sentencias y
Flechas, af. 10.
(4Cool.- Id, La Voluntad de Poder, af. 234.
(49).- Idem, af. 41.
(50).- Id. El Viajero y su Sombra, af. 323.
(51).- Id, La Genealogía de la Moral, tdo 3º, af. 16.
(52).- Id, La Voluntad de Poder, af. 235.
(53).- Ibidem.
(54).- Id, Aurora, af. 202
(55).- S. Freud, El Malestar de la Cultura, p 72.
(56).- Idem, p 204.
(57).- Idem, p 16.
(5Cool.- Idem, p 191.
(59).- F. Nietzsche, El Viajero y su Sombra, af 78.
(60).- Id, La Genealogía de la Moral, tdo. 2º, af. 20.
(61).- Idem, tdo. 3º, af. 20.
(62).- Id, Aurora, af. 53.
(63).- Id, El Anticristo, af. 49.
(64).- Id, La Genealogía de la Moral, tdo. 3º, af. 20.
(65).- Ibidem
(66).- Id, Aurora, af. 231.
(67).- Id, El Anticristo, af. 49.
(6Cool.- Id, Humano, demasiado Humano, af. 141.
(69).- Id, El Viajero y su Sombra, af. 83.
(70).- S. Freud, Totem y Tabú, p 53.
(71).- F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, af. 135.
(72).- S. Freud, El Malestar de la Cultura, p. 68.
(73).- Id, Metapsicología, Alianza Ed., Madrid 1983, p 151.
(74).- Id, El Malestar de la Cultura, p 58.
(75).- J. Rousseau, La profesión de fe del Vicario Saboyano, p. 393
(76).- Catalina de Siena, Diálogo, Catecismo de la I.C, p 89.
(77).- J. Choza, Conciencia y Afectividad, EUNSA, Pamplona 1978
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Esther Filomena
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Lic. Otero
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MensajePublicado: Dom Ene 21, 2007 5:19 am    Asunto:
Tema: Pregunta para psicologos
Responder citando

Esther

creo que, respondiendo a tu pregunta, la alternativa terapéutica propuesta por el psiquiatra vienés Víctor Frankl podría considerarse como aquella psicológía más congruente con la doctrina católica, siendo que incluso es la más incentivada por las universidades confesionales, de al menos mi país (Argentina).

Frankl, que fundador de la llamada ´tercera escuela vienesa de psicoterapia´ fue un psiquiatra judío que tras haber sido confinado a un campo de concentración durante el régimen nazi, postuló toda una psicología centrada en la ´búsqueda de sentido´ de la propia existencia, planteando incluso, a diferencia de Freud, que la psicoterapia y la religión son complementarias, y que la primera debe tomar en cuenta siempre, la dimensión espiritual del hombre. Ambas tienen en común la búsqueda de sentido.

Frankl criticó a las psicoterapias clásicas el ser reduccionistas al contemplar al hombre unidimensionalmente. Creo que en estos aspectos, se hace mucho más posible un acercamiento y un intercambio fructífero entre la psicología y la religión.

Espero haber colaborado con mi respuesta.
Saludos
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kunkel
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Registrado: 08 Ene 2006
Mensajes: 582
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MensajePublicado: Dom Ene 21, 2007 9:41 pm    Asunto:
Tema: Pregunta para psicologos
Responder citando

Lo mismo que se afirma en la respuesta anterior es válido para la psicología de Rudolf Allers, que combina la psicología adleriana (interesada en la busqueda del sentido de la vida) y el tomismo. Rudolf Allers, por cierto es uno de los maestros de Victor Frankl.

Ver foros:
(1) Psicología y psicoterapia adleriana:
http://www.cop.es/colegiados/GR00724/adler/ADLER.html
-especialmente el punto 5 "psicología adleriana y religión"
-el foro de esa página donde se debate la relación entre la logoterapia y la psicología adleriana
-Y el punto 9 donde se expone la psicología adleriana y psicologías afines (se hace una exposición d ela logoterapia, del enfoque de Allers, y de otros afines)

(2) Rudolf Allers, psicólogo católico:
http://www.geocities.com/allerslist/echavarria.html#_ftn2

Juan José Ruiz Sánchez
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[/url]
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kunkel
Constante


Registrado: 08 Ene 2006
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Ubicación: España

MensajePublicado: Mar Ene 23, 2007 6:44 am    Asunto:
Tema: Pregunta para psicologos
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Lo que hace distinta las psicologías de Alfrerd Adler, Rudolf Allers y Victor Frankl del resto de los enfoques psicológicos es la búsqueda de respuesta a dos grandes cuestiones interrelacionadas:

(1) ¿Qué sentido tiene la vida? (mi vida, tu vida, nuestra vida)

(2) ¿Para qué vivimos? (para qué fín, meta u objetivo)

Juan José Ruiz Sánchez

webmaster de "Psicología y Psicoterapia Adleriana"
http://www.cop.es/colegiados/GR00724/adler/ADLER.html
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soniar
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Registrado: 08 Ene 2007
Mensajes: 83

MensajePublicado: Lun Feb 05, 2007 5:56 pm    Asunto:
Tema: Pregunta para psicologos
Responder citando

COMO PSICOLOGA CATOLICA CREO QUE LAS TERAPIAS MANEJADAS CON CAUTELA Y CON REAL INTERES EN AYUDAR AL PROJIMO FUNCIONAN , NO OLVIDANDO ESA PARTE ESPIRITUAL TAN DELICADA EN EL SER HUMANO . CONSIDERO QUE FREUD DIO GRAN APORTE A LA PSICOLOGIA , EL PSICOANALISIS NO ES FACIL Y REQUIERE DE PROFESIONALES ESPECIALIZADOS EN EL MISMO PARA OBTENER BUEN RESULTADO , COMO UNIRLO A NUESTRA FE CATOLICA , ES UN POCO COMPLICADO EN MI OPINION , PERO CREO QUE UN EXPERTO CON AYUDA DE DIOS LO PUEDE HACER. POR MI PARTE , ME AGRADA LA TERAPIA DE ROGERS , CENTRADA EN EL CLIENTE COMO EL DICE , ME ES MAS FACIL UNIRLA A NUESTRA FE CATOLICA , ROGERS HACE ENFASIS EN PONERSE EN EL LUGAR DEL PACIENTE , APOYARLO Y HACERLO SENTIR QUE TIENE UN AMIGO EN EL TERAPEUTA , SIN EMBARGO TAMBIEN SE CORRE EL RIESGO DE CREAR UNA DEPENDENCIA , LO CUAL AGRAVARIA EL PROBLEMA DEL PACIENTE , POR ESO CREO Y EN MI EXPERIENCIA DE 26 AÑOS QUE LA CAUTELA ES BASICA EN CUALQUIER TERAPIA , COMO CATOLICOS , PEDIR SABIDURIA A DIOS PARA SABER ENCAUZAR AL PACIENTE CONFORME A LA FE QUE PROFESAMOS. ESTA ES MI HUMILDE OPINION , ESPERO QUE SIRVA DE ALGO QUIEN FORMULA LA PREGUNTA . BENDICIONES .


Nota de Moderación

4g. No se permitirán mensajes con todas las letras en mayúsculas, ya que ello dificulta su lectura y el escribir de esta forma es de mala educación, pues según las normas de "Netiqueta" y el chat, el escribir en mayúsculas significa "gritar".Los mensajes deberán tener un tipo de letra legible y "normal". Es mejor ser breve y conciso, evitando el exceso de estilos, colores y grafitos de emociones: sonrisa, enojo, etcétera



Existe un tema sobre Carl Rogers para evitar OFF TOPICS, se sugiere seguir el tema de Carl Rogers en:

http://www.foros.catholic.net/viewtopic.php?t=12955
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soniar
Esporádico


Registrado: 08 Ene 2007
Mensajes: 83

MensajePublicado: Lun Feb 05, 2007 6:15 pm    Asunto:
Tema: Pregunta para psicologos
Responder citando

Esther te pido me disculpes por haber escrito todo el texto en letra mayuscula , en mi país no es signo de mala educación , pero , de igual manera acepto correcciones y me ciño a las reglas con el compromiso de ser más prudente . Bendiciones .
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