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¡Sí Señor!

 
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Autor Mensaje
Luis Manuel
Constante


Registrado: 07 Sep 2006
Mensajes: 500

MensajePublicado: Lun Mar 19, 2007 8:56 am    Asunto: ¡Sí Señor!
Tema: ¡Sí Señor!
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Las fauces del enemigo son invisibles, y eso es lo más aterrador. Nunca sabes cuando te encuentras bajo su acechanza. Es por eso que llega el momento de reflexionar, y te das cuenta de tu adhesión a Cristo debe ser más auténtica, de que debes procurar en todo momento caminar en la Luz, para poder decir de verdad aquello de “aunque fuese por valle tenebroso, ningún mal temería.” Entonces es cuando todo, incluso las caídas, cobra sentido.

La renuncia a uno mismo no puede ser fuente de tristeza, porque esa misma tristeza es lo que nos guardamos. ¿Y por qué, renunciando a todo, puede uno quedarse con el amargor de la renuncia? Más bien ésta debe ser paulatina, no exigiéndose uno más que lo que el Señor pide a cada momento. Porque lo contrario es soberbia, y la soberbia frustrada es causa de la tristeza en muchas ocasiones. La renuncia es en todo una ganancia. El esfuerzo consiste en tratar de ganarse a Cristo; pero no con soberbia, intententando pasar ya de la intención a la justificación, sino buscando en todo momento escuchar al Maestro, agente de nuestra salvación.

La solidez del ser humano se hace indispensable en todo momento. No puede uno dejarse embaucar por sus propias intenciones, por muy buenas y nobles que sean, si éstas, de las que quiero hacer elemento de edificación para la vida, no son saladas en la Palabra, si son sólo las intenciones del hombre viejo, y no las de un hijo de Dios. El ser humano es, por una parte, un elemento muy importante; pero tanto o más lo es la oración. Es más, el hombre tiene un papel fundamental en su propia salvación sólo en cuanto su constancia determina dos cosas: una voluntad robustecida, un querer tener a Dios, vivir en Dios, vivir de Dios. Porque el ser humano puede en un momento no querer la salvacón, en un sentido débil, dejar de quererla. ¿Por qué? Porque la llama que en un momento prendió la urgencia la dejó extinguir. La confianza no la dejó cimentar, y con ella se extingue todo, y queda sólo la urgencia de la intención, que se torna en frustación; y finalmente la voluntad se doblega ante la frustración. De ahí que la constancia del ser humano determine también otra cosa: mi disposición a vivir cara a Dios, a estar presente, mi disposición a creerme ante Sus ojos en todo momento, para cuando me llame a orar con Él. La oración es lo que ilumina, lo que nutre el fruto primero de la constancia humana en Cristo: la voluntad del Hijo de Dios, la voluntad de Dios. Lo que recibimos gratis, lo mantenemos vivo de esa forma, lo conservamos. Escucho la Palabra y la pongo en práctica, y ésa es la dicha cristiana.

Es evidente que hay una relación entre la fe y la confianza, y la voluntad y constancia del hombre. Dicho de forma más clara: la certeza de la fe y la esperanza -la certeza que espero- nutren mi voluntad. Identifico mi voluntad con aquello que creo o sé ciertamente que es bueno. Pero por encima de la voluntad, nutriéndose permanentemente con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, está la constancia, que no es cuestión de mera voluntad, sino de pura abnegación, de renuncia a uno mismo. La constancia es lo objetivo, lo manifiesto en la voluntad humana. Pero no depende de ella. Esta abnegación existe con independencia de mi voluntad, debe existir incondicionalmente. Mi esperanza permanente es que en esa constancia -en primer lugar, en la oración, porque si no es vano todo lo demás- Dios va a nutrir en todo momento mi voluntad con su Verdad, dándome sentido pleno de hijo, y plena libertad en una constancia que de por sí es incondicional, aunque uno no lo sienta siempre así, en forma de fuego en el pecho o cosa parecida.

Dios es amor, y las flaquezas que se manifiestan en las dudas, la inconstancia y la dispersión del alma deben morir de una vez por siempre con Cristo. ¡Morir con Cristo! Él, que está vivo para siempre, te da morir con Él. Uno duda a veces del amor de Dios -dudo cuando, olvidando por un momento mi pobre voluntad y mi egoísmo, me asomo con temor curioso a las mieles de la constancia en donde empieza el eterno abismo del amor de Dios-; pero en la Cruz, en la debilidad asumida por el Hijo de Dios, casi de forma paradójica, reside mi mayor seguridad, y es ahí donde se manifiesta con mayor fuerza la Roca en la que me apoyo. ¡Dios me ama! ¿Cómo dudarlo?

Ahora es que me doy cuenta de hasta qué punto la estabilidad del hombre -del niño, del muchacho, del joven- debe ser una estabilidad del alma entregada a Cristo. ¿Por qué? Una persona preocupada en exceso de su imagen, de la percepción externa, ¿cómo va a vivir la constancia de saberse hijo de Dios en Cristo? ¿Cómo va a vivir el que es susceptible y tímido ante el mundo anteponiendo a todo su hacer su Verdad, proclamando en todo momento: “vivo en el mundo, pero no soy de aquí”? Le será muy difícil no caer una y otra vez, no enredarse en sus razonamientos, no perder la brújula y no volver a la urgencia y a la frustración.

La oración, ¿es algo parecido a un laxante psicológico? Evidentemente que no. Pero seamos justos. Y por justos entendamos ajustados a la realidad. De necesitar una cura para el alma herida por las caídas, ¿cuál mejor que la de un Dios temible que al tiempo se gloría en su ternura y nos levanta y nos restituye cada momento en Su voluntad en orden al cumplimiento constante de su amor a través de nosotros? ¡Pero si Él nos hace temibles! La estabilidad del alma, su fortaleza, es, en primer lugar, y a la vez que una constancia absoluta permaneciendo en su amor, un renunciar absoluto e incondicional a lo que piensen los demás de uno. El fariseísmo, lo que Cristo nos advierte de Él, es sólo la manifestación más arrogantemente impía de una realidad de pecado que unde sus raíces en la inautenticidad del ser humano en todos los órdenes de la vida.

Ahora me doy cuenta. Si quiero vivir mi fe con autenticidad, con constancia, con estabilidad de mentes, madurez y fortaleza en una naturaleza humana elevada por la Gracia, debo olvidar, de una vez por todas, la inmadura preocupación del muchacho por el qué dirán, qué pensarán, cómo percibirán los demás mi presencia, y preocuparme más por la presencia auténtica de Cristo en mi vida.

Señor, hoy en esta Cuaresma de 2007, TE DIGO SÍ.
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