juanpablosanchez Esporádico
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Publicado:
Dom Abr 15, 2007 5:30 am Asunto:
Testimonio P. Pablo Concha S.J
Tema: Testimonio P. Pablo Concha S.J |
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Pablo entró hace 20 años a la Compañía. Su vida fue marcada hace dos años por un derrame cerebral, que le ha dado un nuevo sentido a su sacerdocio. En primera persona, nos cuenta la historia de su proceso vocacional, su vida como jesuita y esta nueva etapa que está viviendo.
Estuve en el colegio San Ignacio El Bosque. Tuve una comunidad de CVX desde segundo medio en adelante. Fue muy importante, ahí están los grandes amigos de toda la vida, hasta el día de hoy. Al salir del colegio, entré a estudiar agronomía y estuve cuatro años. Era un alumno bastante reguleque, del montón.
Pololié pocas veces, pero mucho tiempo. Uno duró casi cuatro años, tengo recuerdos fantásticos. Eso fue desde tercero medio hasta segundo de universidad. El cambio de adolescentes a universitarios lo vivimos juntos, así que tengo recuerdos preciosos… de las fiestas de graduación de ambos, del rollo de la prueba de aptitud académica y de cómo nos cambió la vida. Nunca pensamos en casarnos, porque éramos muy chicos, faltaba tiempo para eso todavía.
Y en un verano común y corriente, con mi comunidad de CVX con la que hacíamos misiones, apareció lo de la vocación de sorpresa. Iba a hacer catecismo con un amigo, que me hizo una pregunta por supuesto sin yo saber bien a qué se refería él. Me preguntó: ¿te gustaría ser cura? Y yo sentí que se me apretaba el cogote, físicamente. Yo creo que él mismo lo estaba pensando, aunque nunca me lo había dicho. Y yo le dije, me gustaría, pero no tengo vocación. ¿Pero cómo es eso? Me respondió, ¿cómo se puede querer y no tener vocación? Creo que él estaba al revés, sentía que tenía vocación, y no quería. A mí la verdad me daba lo mismo, porque ni siquiera me daba cuenta de lo que significaba. Le dije que me gustaría, porque me gustaba hacer lo que estaba haciendo en esas misiones, visitar a la gente, llevar sacramentos, todo eso. Sin embargo no sentía ningún llamado en especial hasta ese momento.
Pero desde ese día, no dormí más. Todas las misiones me las pasé soñando con Dios, dándole vueltas a qué era esto, que me había producido ese impacto. Mis amigos fueron fundamentales en este cuestionamiento, porque les pregunté, sobre todo a uno en especial junto con su polola: ¿ustedes creen que sería posible que yo fuera cura? Y ella me dijo sí, es razonable. Ahí empecé a pensar que esto podría ser cierto.
Y seguí dándole vueltas, en el ambiente de misiones que te ayuda mucho por estar lejos de la familia, completamente solo, y en un ambiente de oración diaria para hablar con Dios todo el día y poner en orden las preguntas y los sentimientos.
Después de las misiones hice Minimanila (una actividad de ocho días de ejercicios espirituales seguidos por un encuentro de jóvenes latinoamericanos) en la CVX ese mismo verano. Los ejercicios fueron increíbles. Mi acompañante espiritual me dio los ejercicios.
Al volver a Santiago no hacía más que pensar en esta cosa. Les conté a mis hermanas que me pillaron antes en realidad, y ahí, sin dejar de hablar todo el día del famoso tema, un día me decidí a dar el paso. Era miércoles de ceniza. Estaba yo solo en misa, porque ya no aguantaba la angustia de no preguntarle a Dios. Y ahí me dije, ya, esto es cierto, me atrevo. Llamé a mi acompañante espiritual y le dije. Él, como era más fresco que yo, me dijo al tiro: llamemos al Provincial.
Al día siguiente llamó a Fernando Montes sj, que era el Provincial, y me reuní con él. Me senté en su oficina y me volví loco. Me preguntaba: ¿qué hago metido aquí?, porque ya sentado delante del Provincial tenía que estar seguro. Entonces terminé de decidirme como a empujones.
Ahí vinieron todos los exámenes respectivos para entrar a la Compañía, todo fue un tiempo que pasó muy rápido. La pregunta inicial de mi amigo en misiones fue por el 21 de febrero. Y el 21 de marzo me aceptaron en la Compañía. Fue todo muy rápido y muy providencial porque me encontré con la gente apropiada en el tiempo perfecto.
Ese año la entrada a la Compañía era el 25 de marzo. Pero como yo supe el 21 que me habían aceptado, no podía entrar el 25, si recién le había contado a mis papás el 24. Así que le pedí a Fernando Montes una semana más de plazo, para al menos alcanzar a congelar la universidad y para que mis padres se repusieran del impacto. Finalmente entré el 15 de abril, con otro que venía de Chillán.
En mi casa todos estaban felices, pero con esa mezcla ambigua de qué rico que tengas vocación, pero qué pena que te vayas. Yo fui el primero de los hijos en partir.
El camino de formación
Tengo un recuerdo imborrable de los días previos a la entrada. Armando mochila, pero ahora para irme de la casa. Llegar a la Compañía a un mundo de puros hombres, cuando yo venía de una casa con puras hermanas, me costó un poco. Las echaba mucho de menos, sobre todo al principio.
Lentamente me fui acostumbrando y un día, sin darme cuenta, ya me sentí en mi casa en el Noviciado. Y como es tan intenso, el tiempo pasa rápido. De eso, van ya veinte años.
En el Noviciado se estudia mucho de espiritualidad. Un estudio distinto del que estaba acostumbrado, porque es mucha reflexión personal, a partir de lo que vas viviendo y con la ayuda e inspiración de los grandes maestros como San Agustín, San Juan de la Cruz, y, por supuesto San Ignacio en el itinerario de su Autobiografía. Leí un librito de Teresa de los Andes que me hizo conocer a alguien que amaba a Dios con el amor del Cantar de los Cantares y lo contaba sin vergüenza, como yo.
En el Juniorado descubrí realmente mi vocación profesional. Yo estudié agronomía, y, ahí, matemáticas y esas cosas, que nunca fueron lo mío. Llegué a esa carrera de puro inmaduro no más. En el Juniorado empezamos a estudiar arte, literatura e historia, y nunca había estado tan feliz en mi vida estudiando. Fue un cambio tan notable de orientación que hasta pedía clases extra. Desde ese momento dejé completamente fuera las matemáticas de mi vida. Además de estudiar duro, en esa etapa empiezas a abrirte al trabajo apostólico como jesuita. Vivíamos en Germán Yunge, donde ahora está el Santuario del Padre Hurtado. Cambiar de barrio me hizo muy bien, hasta antes de entrar a la Compañía nunca había ido a General Velásquez por mí solo. Aún tengo amigos y amigas de esa época, que siguen viviendo por ahí. Trabajé dos años en la parroquia.
La vida en la etapa de formación como jesuita está marcada por los tiempos de estudios. Después del Juniorado comencé a estudiar filosofía en la Universidad Católica, y después rápidamente llegó el inicio de la teología. Al principio me costó un poco empezar, porque era un cambio de lógica, pero fue un estudio muy bonito, que aún no termino. Me encanté tanto que me quedé pegado en la teología, busqué un área especial que me gustaba a mí, la moral, y de ahí para adelante todos mis estudios han sido sobre el tema.
Sacerdote, ¡por fin!
Después de mi magisterio en el Colegio San Ignacio Alonso de Ovalle, terminé mi Bachillerato en Teología y partí a Estados Unidos a estudiar moral. Allá, en 1996 me ordené de diácono y cuatro meses después me ordené de cura en Santiago. En ese momento uno siente en el fondo del corazón ¡qué rico!, llegamos. Tantos años esperando esto, pero soy tan distinto del que lo esperaba al principio, entonces es mucho mejor. Al principio uno espera lo que no es posible: ser digno de ser cura. O ser un cura como el padre Hurtado. Y en el camino te vas dando cuenta de que no llegarás nunca a eso, y que es mejor aprender a ser cura como uno es. Uno aprende que finalmente, el tema de Jesús no es ser perfecto, sino santo. Y eso es completamente distinto, la santidad tiene que ver más con pedir ayuda, pedir perdón, dar las gracias, ser compañero de otros, más que con hacerlo todo bien o no tener ningún defecto.
Mi primer trabajo como cura fue en la CVX de jóvenes. Estaba en mi salsa. La misa en el colegio San Ignacio el Bosque era lo más desafiante de todo. El primer día que me paré en el altar y miré a la gente, casi me muero. Menos mal que el altar era alto y me podía afirmar, porque me temblaban las rodillas. Había empezado a ir unas veces antes como diácono, y de repente me tocó ser el presidente de la celebración… qué espanto más grande. No me salía la voz. Pero tengo un recuerdo de esas misas imborrable. Te empieza a pasar que las misas del domingo te ocupan toda la semana, uno lee las lecturas, las va rezando de a poco, prepara la prédica, se va entusiasmando y además uno se engancha con el público, lo va queriendo. Empiezas a reconocer las caras, sabes cuándo hay química y cuándo no, los echas de menos cuando no los tienes.
Después de esos dos años en la CVX partí a España para sacar el doctorado. Al principio me costó mucho no tener una misa que hacer. Me sentía un poquito huérfano. Fue un tiempo de apostolado mucho más metido para adentro, trabajé muchísimo pero solo casi todos los días, salvo la CVX, que me permitió conocer gente. Pude celebrar algunos matrimonios y conectarme con las familias, bauticé guagüitas, además de acompañar una comunidad. Entonces gané amigos allá, muy fieles, que hasta me organizaron una fiesta cuando defendí mi tesis, y me fueron a dejar al tren a las cinco de la mañana cuando partí, como si fueran mi familia.
El sentido más hondo de mi sacerdocio se juega en las relaciones de cariño que se van estableciendo con la gente. Lo otro es el trabajo académico, profesional, que me gusta mucho y trato que no sea algo aparte de ser cura. De hecho, todo lo que yo hago como cura está teñido de lo que he estudiado, y viceversa. Me gusta que sea así, pero, evidentemente, lo determinante del ser cura es algo que se da solo: sin que puedas evitarlo, la gente te adopta un poquito, te llama, te invita, te pide cosas, te quiere, te cuida y se establecen los vínculos. Eres cura para esa gente, eres de esa gente, te debes a ellos.
Comenzar de nuevo
Llegué a Chile de vuelta de España, lleno de proyectos. Iba a trabajar en la Universidad Alberto Hurtado y en la Facultad de Teología de la Universidad Católica, para aplicar lo que había estudiado. Antes de comenzar formalmente, estuve 6 meses haciendo la Tercera Probación, desde febrero hasta el 31 julio del 2003. Al volver a Santiago estaba todo listo para comenzar a trabajar en la Universidad Alberto Hurtado el 9 de agosto. Ese día llegué a mi nueva oficina en el Centro de Ética, y el mismo día en la mañana vino el derrame cerebral. Trabajé sólo una hora, después de tanta expectativa.
Estuve casi dos años fuera de circulación, entre operaciones y rehabilitación. Recién pude volver ahora, a empezar la pega en serio.
Tuve que aprender a hacer todo de nuevo: moverme, caminar, hablar, subir y bajar escalas, sentarme frente al computador, usarlo.
Ahora estoy, poco a poco, empezando a trabajar en el Centro de Ética y también apoyando la pastoral, lo que ha sido estupendo porque he podido conocer a los chiquillos. También empecé a hacer algunas misas en la capilla de la universidad, que ha sido el lugar donde he vuelto a aprender a hacer misa. Porque en dos años se te olvidan algunas cosas prácticas, y pierdes la soltura. Se pierde la confianza y al principio tenía que leer todo, para saber en qué parte iba. Ahora tengo más práctica.
Y le agradezco mucho a Dios porque cuando me sentí capaz de caminar, de estar de pie una hora, y de hablar razonablemente, llegó la oportunidad de hacer misa en el Santuario del Padre Hurtado los domingos en la tarde. También he podido hacer algunos bautizos, y el 21 de mayo celebraré mi primer matrimonio.
Toda la experiencia de la enfermedad me ha permitido conocer una nueva dimensión del ser sacerdote. Lo primero que uno aprende es a conocerse uno mismo de nuevo. De un día para otro, vuelves a ser niño. Al principio, yo no podía ni sentarme sin caerme. Dependes de todo y de todos, todo es inseguro, todo es agresivo. Estar en silla de ruedas de un día para otro es lo más agresivo que hay. Es como un barco que te protege, pero un barco encallado. Porque donde te dejaron quedaste, sin poder moverte a ninguna parte. No cabes en los espacios, por las puertas, chocas en todas partes. Un tiempo, todas las mañanas pateaba la silla con furia.
Aprendí que no podía solo. Pero también aprendí que había que tirarse no más, atreverse. Estando en la clínica de rehabilitación, un día alguien me ofreció, irresponsablemente, hacer una misa para Navidad. Acepté sin pensarlo. Fue notable, empezamos la misa en un salón lleno de todos terapeutas y pacientes. Yo tenía tal emoción, que dije dos palabras y empecé a llorar como loco. Todos lloraban igual que yo, o sea, fue una misa con hawaianas, todo el mundo terminó empapado. De liturgia tuvo poco, de catarsis mucho. Pero fue lo primero.
Me di cuenta de que podía empezar a correr algunos riesgos, aunque fueran muy controlados. Aprendí por ejemplo que para hacer una misa tenía que tener una silla al lado, por si no podía mantenerme pie. Con cada cosa se abrió una puerta, y seguí avanzando por ahí. El primer bautizo resultó razonablemente bien, y seguí haciendo más bautizos. Digo bautizos porque partí por lo que tenía más a mano y con mayor facilidad. Con todo, de repente surgió un funeral para unos amigos muy queridos. Yo creo que salió pésimo, pero ahí es el cariño el que tapa todos los hoyos.
El gran cambio de mi vida: descubrir que tenía fe en un Dios que no existía. Que era una cosa media inventada por mí, súper manejable y súper previsible. Pero que no creía, en verdad, en el Dios de Jesús, que es completamente imprevisible, mucho más poderoso, más cercano y más real. Eso lo conocí en la clínica. Porque algunas veces le rogué con todas mis fuerzas que me ayudara, y me ayudó.
Tuve un período fuerte de ataques de angustia en la clínica, en que sorpresivamente me quedaba paralizado. Hasta le tomé el tiempo a Dios, para ver cuánto se demoraba en llegar a ayudarme. Nunca fue más de un minuto y medio. Estaba aferrado a una silla, sin atreverme a pararme, y pedía Señor por favor, sácame de aquí. En un minuto estaba en paz.
Tuve que terminar por creer que Dios está vivo, y que está cerca. Incluso, un día, casi diría que lo sentí físicamente. Era como algo muy suave que pasaba por ahí, me dejaba un beso y se iba fue a buscar a otro a quien consolar. Yo quedé completamente pacífico. Típicas cosas de Dios: no ha cambiado nada, pero ha cambiado todo. Yo estaba igualmente enfermo, pero estaba tranquilo, y podía seguir trabajando para recuperarme.
Este es el gran cambio de mi vida: yo experimenté que Dios está vivo, y que sana enfermos, no sólo a mí.
Uno de los doctores de la clínica de recuperación me dice que yo soy un milagrito. Un día llegó con todos los exámenes a mi pieza y me dijo: “mire don Pablo, yo veo estos scanner y digo este señor o está muerto o vegetal, y usted puede mover sus piernas. Esto es un milagro, hagamos la misa, dejémonos de leseras”. Me dijo, varias veces, que era un descrédito para su clínica, porque me sanaba solo. Todos los pasos grandes siempre fueron milagros. Me dice que vaya a Roma para la canonización del padre Hurtado, porque él puede dar testimonio de que yo estaba completamente frito, con un daño sumamente extendido en la cabeza y ahora puedo caminar, muevo el brazo, poco a poco también la mano, y soy autovalente. Son cosas que en un principio eran titánicas. El primer día que pude enjuagarme el pelo con las dos manos en la ducha me reía solo, ¡si es que llevaba años sin poder hacerlo! Antes me peinaba y de un lado siempre me seguía saliendo shampoo.
Todo ha sido así, sin esperarlo. Por eso ahora me dedico a anunciar que Dios está vivo y es poderoso. Me atrevo a decirlo porque lo he experimentado. La misa del domingo en el Santuario es sólo eso. Allá va mucha gente con necesidades, muchos enfermos. Ha sido un tesoro la oportunidad de estar ahí, en el lugar indicado, con la experiencia indicada. He aprendido a predicarle a la gente cosas que son de verdad, que son experiencias, y no el rollo intelectual, que me sale más fácil. Después me demoro una hora entre el altar y la salida, bendiciendo niños, guagüitas, enfermitos, delincuentes. Yo creo firmemente que Dios les ayuda y los quiere. Les digo que pidan insistentemente, y ellos me cuentan sus experiencias y me confirman que Dios está presente. Les insisto en que el padre Hurtado es el gran pituto.
En este proceso de enfermedad y recuperación, la Compañía de Jesús me ha apoyado de manera muy importante. Mientras estuve hospitalizado estuvieron todos muy cerca, todo el día acompañándome, entregándome cercanía y amistad y ayudándome en todo lo que hiciera falta, desde cambiarme de ropa. Me ayudaron a salir de mi bloqueo, contándome cómo me veían desde afuera, porque no podía decir lo que me pasaba. El Provincial le pidió a Eugenio Valenzuela sj, el Keno, que me acompañara especialmente de cerca. Él se convirtió en la Compañía para mí. Amigo muy querido, hermano, medio padre, y tres cuartos de enfermero. Me puse de pie con él, me bañé con él, y fui al baño con él por primera vez. Porque no podía hacer nada solo. La Compañía en él ha sido de una presencia notable. Con él pude hablar de la muerte, él me contó todo lo que pasó cuando estuve en coma y al borde de morir. Quedé aterrorizado y me llegué a preguntar en qué Dios creía, si tenía tanto miedo de morir. Al fin llegó la paz y empecé a entender mi terror.
El Keno fue, además, mi interlocutor con los médicos. Estuvo al tanto de todo y previó cómo ir reaccionando a las nuevas indicaciones que los médicos iban dando. Se dio cuenta que la partida de la clínica sería paulatina y me organizó una serie de visitas al Noviciado, en Melipilla. Al salir de la clínica me di cuenta de que allá estaba completamente protegido, y que estos días fuera me estaban enseñando a ser autovalente, en las circunstancias de una casa normal. Sin esto mi recuperación se hubiera demorado mucho más. Y así, avanzando de a poquito, pude llegar al día en que me dieron de alta.
El Provincial se han encargado de saber muy bien qué puedo hacer y qué no, para asignarme nuevamente tareas. Le agradeceré toda la vida que me haya enviado a la misa del Santuario, porque, entre otras cosas, me hizo aprender a moverme solo en la calle, a llegar solo caminando al altar, a volver a tener una comunidad a la que acompañar. _________________ Afmo en Cristo y el ECYD
Juan Pablo Sánchez B. |
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