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Domingo XXV del Tiempo Ordinario

 
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Autor Mensaje
Guadalupe Gómez
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Registrado: 08 Sep 2006
Mensajes: 2115
Ubicación: Argentina

MensajePublicado: Dom Oct 07, 2007 11:50 pm    Asunto: Domingo XXV del Tiempo Ordinario
Tema: Domingo XXV del Tiempo Ordinario
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Reflexiones para la Santa Misa del Dies Domini
www.ducinaltum.info



Domingo XXVII del Tiempo Ordinario


“¡Señor, auméntanos la fe!”

I. LA PALABRA DE DIOS
II. APUNTES
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
IV. PADRES DE LA IGLESIA
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO


I. LA PALABRA DE DIOS

Hab 1,2-3; 2,2-4: “El justo vivirá por su fidelidad.”

«“¿Hasta cuándo, Yahveh, pediré auxilio,
sin que tú escuches,
clamaré a ti: ¡Violencia!
sin que tú salves?

¿Por qué me haces ver la iniquidad,
y tú miras la opresión?
¡Ante mí rapiña y violencia,
querella hay y discordia se suscita!”

Y me respondió Yahveh y dijo:
“Escribe la visión,
ponla clara en tablillas
para que se pueda leer de corrido.
Porque es aún visión para su fecha,
aspira ella al fin y no defrauda;
si se tarda, espérala,
pues vendrá ciertamente, sin retraso.
He aquí que sucumbe quien no tiene el alma recta,
más el justo por su fidelidad vivirá”.»

Sal 94, 1-2.6-9: “Ojalá escuchéis la voz del Señor: ¡No endurezcáis vuestro corazón!”

2 Tim 1,6-8.13-14: “Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros.”

«Por esto te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. No te avergüences, pues, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; sino, al contrario, soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios.

Ten por norma las palabras sanas que oíste de mí en la fe y en la caridad de Cristo Jesús. Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros.»

Lc 17, 5-10: “¡Si tuvierais fe como un grano de mostaza!”

«Dijeron los apóstoles al Señor; “Auméntanos la fe”. El Señor dijo: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: ‘Arráncate y plántate en el mar’, y os habría obedecido.

¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: ‘Pasa al momento y ponte a la mesa?’ ¿No le dirá más bien: ‘Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?’ ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer”.»

II. APUNTES

San Lucas no explicita el contexto en el que los Apóstoles se dirigen al Señor para pedirle que aumente su fe (Evangelio). San Mateo en cambio sitúa la expresión del Señor «si tuvierais fe como un grano de mostaza» en el momento en que los Apóstoles le preguntan por qué ellos no han podido expulsar el demonio que tenía poseído a un hombre. El Señor responde: «Por vuestra poca fe», añadiendo inmediatamente: «yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada os será imposible".» (Mt 17,20)

En otra ocasión, cuenta San Mateo, el Señor al ir de camino sintió hambre. Vio una higuera y se acercó a ella para buscar algún fruto para comer. Sin embargo, aquella higuera llena de follaje carecía de frutos. «¡Que nunca jamás brote fruto de ti!» (Mt 21,19), fueron las palabras que el Señor dirigió entonces a aquél árbol. Al volver luego a pasar por aquél mismo lugar (ver también Mc 10,12-14.19-23), los discípulos notaron maravillados que aquella higuera se había secado de raíz. El Señor entonces les dijo: «Yo os aseguro: si tenéis fe y no vaciláis, no sólo haréis lo de la higuera, sino que si aun decís a este monte: "Quítate y arrójate al mar", así se hará.» (Mt 21,20-21).

De un modo o de otro, los Apóstoles se ven confrontados con su poca fe y anhelan tener una fe más fuerte, firme, sólida. Sin duda ven en el Señor Jesús al Modelo, ven en Él al Hijo que confía absolutamente en el Padre de tal modo que su alimento es hacer la voluntad del que lo ha enviado y llevar a cabo su obra (ver Jn 4,34). Al verlo, al escucharlo hablar del Padre con tanta convicción, al verlo realizar obras tan maravillosas en Su Nombre, también ellos quisieran tener una confianza y adhesión a Dios semejante. Jesucristo es el Modelo, pero también el Maestro. Por ello le piden al Señor con toda humildad y sencillez: «¡auméntanos la fe!», es decir, “¡enséñanos cómo podemos hacer para que nuestra fe en Dios y en sus designios aumente y se haga fuerte! ¡Ayúdanos tú a acrecentar nuestra fe tan pobre y frágil!”.

Al mismo tiempo podemos ver en esta súplica el deseo de que el Señor mismo infunda en ellos el don de la fe. Creer en Dios no es tan sólo una adhesión mental y cordial que brota de la confianza que se le pueda tener a Él y a todo lo que Él revela. Creer en Dios, la fe fuerte en Él, es ante todo fruto de un don divino, una gracia sobrenatural que antecede y sostiene todo esfuerzo humano por acrecentar esa fe.

Luego de esta enseñanza San Lucas recoge aquella otra enseñanza del Señor: «¿Quién de vosotros tiene un siervo…?» En el Antiguo Testamento es frecuente la designación de Israel como libre “siervo de Dios”, siendo asimismo los israelitas designados como libres “siervos suyos”, pues han sido una y otra vez liberados por Dios de servidumbres esclavizantes para pasar a su libre servicio. En efecto, para Israel hacerse siervo de Dios implicaba un servicio libremente aceptado y amorosamente corroborado, dependiente siempre de un constante ejercicio de la propia libertad: «si no os parece bien servir a Yahveh, elegid hoy a quién habéis de servir.» (Jos 24,15). El servicio ofrecido a Dios, a diferencia del servicio ofrecido a otros dioses o ídolos, nunca es esclavizante sino libre y liberador.

Los siervos en los Evangelios son hombres de absoluta confianza. Su señor los envía a realizar misiones específicas como por ejemplo recolectar ganancias (ver Mt 21,34-36), convocar a los invitados a sus bodas (ver Mt 22,4.6), encargarse de la administración de la casa (ver Lc 15,22; 19,13).

El de siervos es a la vez un título que asumieron los primeros cristianos. Al reconocer a Jesucristo como el Hijo de Dios y Señor de todo, no tardaron en llamarse a sí mismos siervos de Cristo (ver Gál 4,6-7; Rom 8,15-16; 1Cor 7,22; Ef 6,6). ¿Pero no estaba esto en contradicción con lo que el Señor había dicho a sus discípulos la noche de la última Cena: «no os llamo ya siervos… a vosotros os he llamado amigos» (Jn 15,15)? No hay contradicción alguna pues en aquella misma ocasión dijo el Señor a sus discípulos: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14), siendo eso lo propio de un siervo.

Es extraño que el siervo, luego de cumplir fielmente con sus tareas, deba calificarse a sí mismo de inútil o “bueno para nada”. Inútil sería propiamente aquél que no hace nada de lo que debe hacer. Por tanto hay que pensar que dicha inutilidad consiste en que no tiene por qué reclamar agradecimiento alguno o un trato especial aquél que lleva a cabo la tarea que se le encomienda, aquél que cumple lo que le es mandado. No por cumplir su deber el siervo merece sentarse a la mesa del amo para ser servido por él. Antes de sentarse a comer ha de atender él a su señor. A ningún siervo u obrero se le agradece por hacer lo que es su deber. Entonces debemos entender que el Señor califica de inútil al siervo no porque sea de verdad inútil, pues sin duda se trata de quien cumple con su tarea, sino porque no debe buscar ningún reconocimiento o gratitud por el trabajo fielmente cumplido.

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

«¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que me escuches? ¿Te gritaré… sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?» (Hab 1,2-3) Con este grito que el profeta eleva al Cielo empieza la primera lectura del Domingo. ¿No es este el grito que muchos creyentes también hoy elevan a Dios cuando se hallan en medio del sufrimiento, de alguna prueba que parece nunca acabar y que los lleva al borde de la desesperanza? Cuando sufren una terrible injusticia, ante la pérdida del trabajo y no tienen con qué sustentar a la familia, ante una enfermedad difícil de sobrellevar, cuando a un familiar cercano le sobreviene la muerte… ¡cuántos en medio de tales pruebas dicen: “¿Por qué a mí? Dios, ¿Dónde estás? ¿Por qué no me escuchas?”! No es poco frecuente escuchar también a estas personas decir: “estoy perdiendo mi fe, pues le ruego día y noche, en medio de tantas lágrimas, y Dios no responde”.

Pero, ¿es Dios quien no escucha al hombre? ¿O es el hombre quien no escucha a Dios, endureciendo su corazón? En la Carta a los Hebreos leemos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1,1-2). Dios habla al hombre una y otra vez, de muchos modos, y ha hablado muy fuerte en su Hijo, el Señor Jesús, quien nos ha enseñado tantas cosas y nos grita su amor desde la Cruz: su palabra sigue resonando hoy en Su Iglesia. ¡Pero qué pocas veces escuchamos verdaderamente al Señor Jesús, pues escuchar implica necesariamente hacer lo que Él nos dice!

Sí, la verdadera fe no consiste principalmente en tener la confianza en que Dios me va a hacer un milagro si se lo pido, de que me va a liberar inmediatamente de la terrible prueba que estoy pasando, de que va a solucionar todos mis problemas y males. Sin duda puede hacerlo, pero la fe es ante todo escuchar yo a Dios, esforzándome en vivir día a día como Él me enseña por medio de su Hijo Jesucristo. Cree y confía verdaderamente en el Señor quien como el siervo de la parábola hace lo que le es mandado, es decir, quien se adhiere de todo corazón y con todo su ser a las palabras, enseñanzas y promesas que Cristo nos ha dejado, volcando esa fe en la acción.

¿Qué puedo hacer para que mi fe, que descubro tan frágil y pequeña, aumente?

Consciente de que es un don, lo primero que debo hacer es pedírselo al Señor cada día con mucha humildad: “Señor, ¡aumenta mi fe! Que pueda yo creer firmemente en Ti, en tus palabras y promesas, como supieron creer Santa María y los Apóstoles”.

Lo segundo es conocer cada día mejor qué es lo que enseña el Señor Jesús. Para ello es importante leer los Evangelios con frecuencia y meditar las enseñanzas de Cristo, familiarizarnos con ellas. Decía San Ambrosio: «a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras». Al hacer esta lectura recordemos que debemos entender las enseñanzas del Señor como la Iglesia las entiende y enseña. La Escritura no puede estar librada a nuestra “libre interpretación”. Por ello también es importante instruirnos sobre las verdades fundamentales de la fe, leyendo continuamente y estudiando el Catecismo de la Iglesia Católica.

Finalmente es necesario esforzarme por poner en práctica lo que Él me enseña (ver Jn 2,5). La fe crece, madura y se consolida cuando pasa a la acción, cuando se manifiesta en nuestra conducta y en nuestras opciones cotidianas.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Cirilo de Jerusalén: «La fe, aunque por su nombre es una, tiene dos reali¬dades distintas. Hay, en efecto, una fe por la que se cree en los dogmas y que exige que el espíritu atienda y la voluntad se adhiera a determinadas verdades; esta fe es útil al alma, como lo dice el mismo Señor: El que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado tiene vida eterna y no incurre en condenación; y añade: El que cree en el Hijo no está condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida. (…)

»La otra clase de fe es aquella que Cristo concede a algunos como don gratuito. A unos es dado por el Espí¬ritu el don de sabiduría; a otros el don de ciencia en conformidad con el mismo Espíritu; a unos la gracia de la fe en el mismo Espíritu; a otros la gracia de curacio¬nes en el mismo y único Espíritu.

»Esta gracia de fe que da el Espíritu no consiste sola¬mente en una fe dogmática, sino también en aquella otra fe capaz de realizar obras que superan toda posibilidad humana; quien tiene esta fe puede decir a un monte: «Vete de aquí a otro sitio», y se irá. Cuando uno, guiado por esta fe, dice esto y cree sin dudar en su corazón que lo que dice se realizará, entonces este tal ha recibido el don de esta fe.

»Es de esta fe de la que se afirma: Si tuvieseis fe, como un grano de mostaza. Porque así como el grano de mostaza, aunque pequeño en tamaño, está dotado de una fuerza parecida a la del fuego y, plantado aunque sea en un lugar exiguo, produce grandes ramas hasta tal punto que pueden cobijarse en él las aves del cielo, así también la fe, cuando arraiga en el alma, en pocos mo¬mentos realiza grandes maravillas. (…)

»Procura, pues, llegar a aquella fe que de ti depende y que conduce al Señor a quien la posee, y así el Señor te dará también aquella otra que actúa por encima de las fuerzas humanas.»

San Beda: «Somos siervos porque hemos sido comprados por precio; inútiles porque el Señor no necesita de nuestras buenas acciones, o porque no son condignos los trabajos de esta vida para merecer la gloria; así la perfección de la fe en los hombres consiste en reconocerse imperfectos después de cumplir todos los mandamientos.»

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

Creer sólo en Dios

150: La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que El ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que El dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (ver Jr 17, 5-6; Sal 40, 5; 146, 3-4).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

151: Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc l, 11). Dios nos ha dicho que les escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14, 1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1, 18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6, 46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (ver Mt 11, 27).

Creer en el Espíritu Santo

152: No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: “Jesús es Señor” sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios... Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (l Cor 2, 10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La fe es una gracia

153: Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por El. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”».

La fe es un acto humano

154: Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por El reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» y entrar así en comunión íntima con El.

Creemos

166: La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.

VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO (transcritas de textos publicados)

«Creo, pero aumenta mi fe», es una oración fundada en la experiencia de quienes estuvieron cerca al Señor en Galilea y Judea hace cerca de 2000 años. Con cuánta mayor razón debe ser una plegaria nuestra, sumergidos en un mundo lleno de contramensajes para la fe que llegan agresivamente a nuestros hogares, a nuestros lugares de trabajo, de esparcimiento.

El Papa León Magno decía: «Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios» (Sermón 21, 2-3).

Sabemos bien que «el Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios». Pero igualmente sabemos que «las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual» (Catecismo de la Iglesia Católica, 405). Es en esa línea, precisamente, que la vida cristiana, la vida en Cristo, reclama continuamente la conversión personal. Constituye un volver renovadamente a levantarse de las faltas, acudir a la fuente de gracia, reconciliarse sacramentalmente con el Señor y con los hermanos, y vivir un proceso permanente de evangelización y reconciliación personal, una fe que se despliega cada día dando gloria a Dios.

La vida espiritual intensa, el cultivar una relación personal con el Señor, en especial en la Eucaristía, visitándolo en el Tabernáculo donde está realmente presente, la fervorosa oración, el despliegue cotidiano buscando dar gloria a Dios, la formación constante, la sincera adhesión a las orientaciones y enseñanzas de la Iglesia, son respuestas concretas al llamado a la amistad con el Señor, a la santidad, a una vida cristiana plena que asuma responsablemente su parte en la misión de la Iglesia.

Cada quien, que está en estado de gracia, lleva la luz de Cristo en su interior. La conciencia de ser evangelizadores y reconciliadores debe hacer que vigilemos esa luz, para que irradiemos desde ella. No es una luz propia, es el destello que la gracia de Dios suscita en nuestro interior.

Hemos de aspirar a ser transparentes, hemos de pedir que cada día seamos más evangelizados y más reconciliados, de manera que la gracia del Señor encienda en nuestro interior una llama ardiente, transformándonos en antorchas vivientes, y que ella irradie en nuestro derredor.


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¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entran ustedes, ni dejan entrar a los que quisieran... Lc. 11, 13-15

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