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Domingo XXX del Tiempo Ordinario

 
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Autor Mensaje
Guadalupe Gómez
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Registrado: 08 Sep 2006
Mensajes: 2115
Ubicación: Argentina

MensajePublicado: Lun Oct 29, 2007 3:53 am    Asunto: Domingo XXX del Tiempo Ordinario
Tema: Domingo XXX del Tiempo Ordinario
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Reflexiones para la Santa Misa del Dies Domini
www.ducinaltum.info



Domingo XXX del Tiempo Ordinario


“El que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado”

I. LA PALABRA DE DIOS
II. APUNTES
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
IV. PADRES DE LA IGLESIA
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO


I. LA PALABRA DE DIOS

Eclo 35,15-17.20-22: “La oración del humilde las nubes atraviesa.”

«Las lágrimas de la viuda, ¿no bajan por su mejilla, y su clamor contra el que las provocó? Quien sirve de buena gana, es aceptado, su plegaria sube hasta las nubes. La oración del humilde las nubes atraviesa, hasta que no llega a su término no se consuela él… hasta no haber machacado los lomos de los sin entrañas, y haber tomado venganza de las naciones, haber extirpado el tropel de los soberbios, y quebrado el cetro de los injustos, hasta no haber pagado a cada cual según sus actos, las obras de los hombres según sus intenciones.»

Sal 33, 2-3.17-19. 23: “Si el afligido invoca al Señor, El lo escucha”

2 Tim 4,6-8.16-18: “Me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez.”

«Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación… En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon. Que no se les tome en cuenta. Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles. Y fui librado de la boca del león. El Señor me librará de toda obra mala y me salvará guardándome para su Reino celestial. A El la gloria por los siglos de los siglos. Amén.»

Lc 18, 9-14: “El publicano bajó a su casa justificado; el fariseo, no”

«Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: “Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias.” En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado”.»

II. APUNTES

La voz fariseo proviene del hebreo parash que significa separado, segregado. Los fariseos creían en la inmortalidad, la vida eterna, la retribución ya en la vida presente. Aceptaban la Ley escrita. En su origen, probablemente a fines del sigo II a.C., era el nombre dado a una secta de origen religioso que se aisló del resto del pueblo de Israel para poder vivir estrictamente las normas de la Ley, pues por esta observancia creían alcanzar la justificación ante Dios. En la mayoría de los casos sus miembros eran personas corrientes. En el estudio de la Ley ampliaban tanto el alcance de las leyes hasta el punto de que estas resultaban difíciles de observar.

En la época del Señor Jesús su piedad era muy estimada por el pueblo. Se los saludaba con mucho respeto en las plazas y los llamaban Rabí, es decir, Maestro. Consideraban al Templo como una institución clave para su vida y fe. Guardaban escrupulosamente el sábado, insistían en la oración ritual, en el ayuno y el diezmo, en la conservación de la pureza ritual. En ese esfuerzo es fácil pensar que creyéndose puros despreciasen a quienes no vivían según ellos las exigencias de la Ley. A estos fariseos que se tenían por justos y despreciaban a los demás dirige el Señor la parábola de la oración del fariseo y del publicano en el Templo.

Como contraposición se encuentra un publicano. Así se llamaba en Israel a los recaudadores de impuestos y de los derechos aduaneros con que Roma gravaba al pueblo. Por ser hombres entendidos en finanzas y por sus abusos llegaban a ser ricos. No es difícil imaginar el odio que se les tenía y su mala fama. Por otro lado, los judíos que se dedicaban a esta tarea tenían que alternar mucho con los gentiles y con los conquistadores, por lo que se les tenía por ceremonialmente impuros (ver Mt 18,17). Por eso estaban excomulgados de las sinagogas y excluidos del trato normal. Sólo les quedaba rodearse de la compañía de otros “pecadores” (ver Mt 9,10-13; Lc 3,12ss; 15,1). Conscientes de ser pecadores, no tenían cómo presumir de “justos”. Entre los publicanos se hallaban Zaqueo, jefe de publicanos, y Mateo, a quien el Señor llamó cuando estaba «sentado en el despacho de impuestos» (Mt 9,9).

Consciente de su condición de pecador un publicano arrepentido ha subido al Templo pero se mantiene a cierta distancia. Dándose golpes de pecho, señal de un profundo dolor por sus pecados, no atina sino a pedir perdón al Altísimo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» Avergonzado mantiene la cabeza gacha y la mirada en el suelo.

El publicano que humilde pide perdón encuentra la justificación ante Dios mientras que el fariseo autosuficiente que “rezaba” agradeciendo a Dios porque él no era como aquél pecador no halla la justificación ante Dios. La conclusión y enseñanza de la parábola la ofrece el mismo Señor: «todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.»

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

El Señor tiene una intención muy clara cuando contrapone la oración del fariseo a la del publicano: educar a quienes «se tenían por justos y despreciaban a los demás.» Esta actitud la conocemos con el nombre de soberbia.

Si queremos una breve definición de la soberbia podemos decir con San Juan Clímaco que se trata del «amor desordenado de la propia excelencia». Este amor desordenado por uno mismo lleva al desprecio de los demás, así como también al desprecio de Dios. El fariseo se considera justo y justificado por sus obras buenas, por cumplir con la Ley. Con su “oración” –que en realidad es un monólogo autosuficiente– se yergue ante Dios y se atribuye a sí mismo el lugar de Dios para juzgarse merecedor de la salvación. Con la intención de vivir una vida muy religiosa ha terminado desplazando a Dios y ocupando su lugar. Y como estima en demasía su propia excelencia, juzga y desprecia a quienes no son como él.

¿Cuántas veces tenemos actitudes semejantes? En efecto, de muchas maneras se manifiesta nuestra soberbia, por ejemplo, cuando me cuesta ver o reconocer mis propios defectos o pecados, cuando me creo justo porque “no hago mal a nadie”, o acaso porque “cumplo con el precepto dominical de ir a Misa” y rezo de vez en cuando algunas oraciones. Por otro lado, ¡que fácil me resulta ver los defectos de los demás! Critico, juzgo, me lleno de prejuicios, de amarguras, hablo mal de los demás con mucha facilidad mientras soy tan indulgente con mis propios defectos. Y si me hacen ver algo que he hecho mal, me molesto, reacciono con cólera, rechazo toda corrección aunque algo tenga de verdad con el soberbio argumento de “¿y quién eres tú para decirme esas cosas a mí?” Hay quien la toma la corrección incluso como un insulto y una grave afrenta. ¡Y cuántas veces se nos hace tan difícil reconocer que hemos faltado, que hemos hecho mal! Pedir perdón “sería como rebajarme”, “mostrar un signo de debilidad”, etc.

Sí, hay en cada uno de nosotros una raíz de soberbia, raíz que debemos arrancar. El único modo de vencer la soberbia es ejercitándonos en la virtud contraria: la humildad.

La humildad es andar en verdad, es reconocer nuestra pequeñez ante Dios, nuestra absoluta dependencia de Él. La humildad es reconocerme pecador ante Dios, necesitado de su misericordia, de su perdón y de su gracia. En cuanto al prójimo, es fundamentalmente no creerme más, ni mejor, ni superior a nadie.

Si quieres ser humilde procura acoger toda corrección con humildad. No respondas mal, no te justifiques, guarda silencio y acoge lo que de verdad tiene la corrección. Si has actuado mal, pide perdón con sencillez. ¡Excelente medio para crecer en humildad es pedir perdón si has ofendido o maltratado a alguien! Y si alguien te ha ofendido, perdónalo en tu corazón. Y si alguien se te acerca a pedirte perdón, no te resistas a perdonarlo, queriendo humillarlo más aún. Asimismo proponte no juzgar a nadie, pues sólo el Señor conoce lo que hay en los corazones. Examínate con frecuencia tú mismo y fíjate en tus propios defectos, para que antes que criticar a los demás por sus defectos busques primero cambiar los tuyos.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Agustín: «Observa sus palabras [del fariseo] y no encontrarás en ellas ruego alguno dirigido a Dios. Había subido en verdad a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino ensalzarse a sí mismo, e insultar también al que oraba. Entre tanto el publicano, a quien alejaba su propia conciencia, se aproximaba por su piedad.»

San Gregorio: «De cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a conocer la arrogancia. Primero, cuando cada uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo; luego cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por los propios méritos; en tercer lugar cuando se jacta uno de tener lo que no tiene y finalmente cuando se desprecia a los demás queriendo aparecer como que se tiene lo que aquéllos desean. Así se atribuye a sí mismo el fariseo los méritos de sus buenas obras.»

San Agustín: «Porque la soberbia nos había herido, nos sana la humildad. Vino Dios humilde para curar al hombre de la tan grave herida de la soberbia, vino el Hijo de Dios en figura de hombre y se hizo humildad. Se te manda, pues, que seas humilde. No que de hombre te hagas bestia; Él, siendo Dios se hizo hombre; tú, siendo hombre, reconoce que eres hombre; toda tu humildad consiste en conocerte a ti mismo… Tú, siendo hombre, quisiste hacerte Dios para perecer; Él siendo Dios, quiso hacerse hombre para buscar lo que había perecido. A ti no se te manda ser menos de lo que eres, sino: "conoce lo que eres"; conócete débil, conócete hombre, conócete pecador; conoce que Él es quien justifica, conoce que estás mancillado. Aparezca en tu confesión la mancha de tu corazón y pertenecerás al rebaño de Cristo.»

San Juan Crisóstomo: «Aunque hagas multitud de cosas bien hechas, si crees que puedes presumir de ello perderás el fruto de tu oración. Por el contrario, aun cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees el más pequeño de todos, alcanzarás mucha confianza en Dios. Por lo que señala la causa de su sentencia cuando añade (Sal 50,19): “Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla, será ensalzado.”»

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

2613: San Lucas nos ha transmitido tres parábolas principales sobre la oración:

La primera, «el amigo importuno», invita a una oración insistente: «Llamad y se os abrirá». Al que ora así, el Padre del cielo «le dará todo lo que necesite», y sobre todo el Espíritu Santo que contiene todos los dones.

La segunda, «la viuda importuna», está centrada en una de las cualidades de la oración: es necesario orar siempre, sin cansarse, con la paciencia de la fe. «Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?»

La tercera parábola, «el fariseo y el publicano», se refiere a la humildad del corazón que ora. «Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador». La Iglesia no cesa de hacer suya esta oración: «¡Kyrie eleison!».

Los actos del penitente

1450: «La penitencia mueve al pecador a sufrir todo voluntariamente; en su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción» (Catecismo Romano).

La contrición

1451: Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es «un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar» (Concilio de Trento).

La confesión de los pecados

1455: La confesión de los pecados, incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro.

La satisfacción

1459: Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe «satisfacer» de manera apropiada o «expiar» sus pecados. Esta satisfacción se llama también «penitencia».

VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO (transcritas de textos publicados)

Un caso aparte, pero con toda probabilidad vinculado al surgimiento de la ‘oración a Jesús”, es la prototípica oración humilde del publicano aspirando a la misericordia divina: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de (hilaszeti = se propicio a) mí, pecador!» (Lc 18, 13). En una ocasión, San Juan Crisóstomo, reflexionando en torno al Salmo 4, sostenía: «Resulta sumamente importante saber cómo debemos rezar. ¿Cuál es la forma correcta? La podemos aprender del publicano; y no tengamos vergüenza de tener como maestro a uno que ha dominado el arte tan bien que unas pocas simples palabras fueron suficientes para que obtuviera perfectos resultados... Si rezas como él lo hizo tu oración será más liviana que una pluma. Pues si este modo de orar justificó a un pecador, cuánto más fácilmente elevará a un hombre justo a las alturas». En los dichos de Ammonas, probablemente discípulo de San Antonio, hay un consejo en el que dice: «permanece en tu celda, come un poco cada día y lleva siempre la palabra del publicano en tu corazón. De este modo te salvarás». También Martirio, Obispo sirio de Bet Garmai, conocido igualmente como Sadona (s. VI), en su Libro de la perfección resalta el valor ejemplar de la oración del publicano en la necesaria práctica de la auto-acusación ante Dios y en la humildad de corazón.




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