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Domingo XXXI del Tiempo Ordinario

 
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Autor Mensaje
Guadalupe Gómez
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Registrado: 08 Sep 2006
Mensajes: 2115
Ubicación: Argentina

MensajePublicado: Mar Nov 06, 2007 9:16 pm    Asunto: Domingo XXXI del Tiempo Ordinario
Tema: Domingo XXXI del Tiempo Ordinario
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Reflexiones para la Santa Misa del Dies Domini
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Domingo XXXI del Tiempo Ordinario


“He venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”

I. LA PALABRA DE DIOS
II. APUNTES
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
IV. PADRES DE LA IGLESIA
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO


I. LA PALABRA DE DIOS

Sab 11, 23-12,2: “Te compadeces, Señor, de todos, porque amas a todos los seres”

«Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas. Por eso mismo gradualmente castigas a los que caen; les amonestas recordándoles en qué pecan para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor.»

Sal 144: “Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi Rey”

2Tes 1, 11-2,2: “Que Jesús nuestro Señor sea vuestra gloria y vosotros seáis gloria de El”

«Con este objeto rogamos en todo tiempo por vosotros: que nuestro Dios os haga dignos de la vocación y lleve a término con su poder todo vuestro deseo de hacer el bien y la actividad de la fe, para que así el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros, y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo. Por lo que respecta a la Venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con El, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan fácilmente en vuestro ánimo, ni os alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por algunas palabras o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que está inminente el Día del Señor.»

Lc 19, 1-10: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”

«Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: “Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa”. Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: “Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador”. Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: “Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo”. Jesús le dijo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.»

II. APUNTES

Los evangelios sinópticos recuerdan que al dirigirse por última vez a Jerusalén, el Señor Jesús atravesó Jericó, capital de la región de Cisjordania ubicada a unos 15 km del Mar Muerto y a 250 m bajo el nivel del mar. Jericó era ya una importante ciudad en los tiempos del Antiguo Testamento. Se cree que fue inicialmente habitada hacia el año 8000 a.c. y algunos arqueólogos consideran a Jericó como la ciudad más antigua conocida el día de hoy.

En aquél entonces esta ciudad como toda la Palestina se encontraba bajo el dominio del Imperio romano. A los pueblos sometidos se les permitía observar sus costumbres, siempre y cuando reconocieran algunas leyes supremas del Imperio y pagaran el tributo al César. La recaudación de este tributo la realizaban algunos personajes del lugar. Tratándose de un impuesto para el Estado (la “res publica”) el nombre que se daba a estos personajes era el de “publicanus”.

Los publicanos estaban investidos de poder para exigir este impuesto a la población y muchas veces abusaban de su autoridad exigiendo un pago superior al debido enriqueciéndose ilícitamente mediante este injusto proceder. Es por ello que a algunos publicanos que acudieron al Jordán para ser bautizados por el Bautista éste les responde a la pregunta sobre el comportamiento que deben observar: «No exijáis más de lo que os está fijado.» (Lc 3,12-13) Se entiende que como colaboradores de una potencia extranjera y por sus abusivos cobros para su beneficio personal los publicanos eran odiados y rechazados como “pecadores”.

En Jericó vivía un hombre llamado Zaqueo. Este era «jefe de publicanos, y rico.» Es de suponer que su riqueza era fruto de muchos abusos e injusticias en los mencionados cobros. Algo impulsa a este hombre rico y poderoso, quien aparentemente todo lo tenía y a quien nada le faltaba, a querer ver al Señor Jesús que iba atravesando su pueblo. Tan fuerte es este impulso interior que olvida su rango y jerarquía: «Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verlo.» Un judío de cierta edad, más aun si era rico, asumía una actitud venerable, un caminar pausado. Correr no correspondía a su dignidad, y menos aún subirse a un árbol. A Zaqueo no le importa su imagen personal, no le importa guardar apariencias con tal de ver pasar al Señor. Grande debe haber sido su deseo de encontrar algo que llenara aquello que su poder y riquezas no habían podido llenar.

El Señor que ve los corazones sabe de su búsqueda y por ello al pasar al lado de aquél árbol levanta la mirada y le dice: «Zaqueo, baja pronto porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». Que el Señor se haga hospedar por un hombre pecador produce el escándalo en la multitud: ¿cómo podía un hombre santo pedir ser hospedado en casa de un hombre impuro, tan odiado porque se había enriquecido abusando injustamente de sus hermanos de raza? Más incomprensible se hacía esto cuando en la mentalidad oriental ser hospedado en casa de alguien era no sólo un gesto de cortesía, sino que significaba la acogida en la intimidad de la familia, una amistad y comunión profunda.

Mas no es el Señor quien queda impuro al ser acogido por los pecadores, sino El quien purifica a quien se abre a su Presencia y lo acoge no sólo en su casa, sino en la intimidad de su corazón. En el encuentro con el Señor Zaqueo halla lo que andaba buscando, se convierte El y acoge su enseñanza. Este proceso interior de conversión, fruto de la gracia, permanece invisible a los ojos humanos pero se expresa de modo visible en la resolución firme de compartir sus riquezas con los necesitados así como restituir cualquier injusticia cometida mucho más allá de lo exigido por la justicia. Solemnemente se pone de pie para proclamar ante el Señor y todos los amigos y familiares presentes: «Daré la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo.»

La conversión de Zaqueo permite al Señor dar a conocer a todos la razón de su comportamiento que tan escandaloso había resultado para muchos, el por qué quiso hospedarse en casa de un pecador: «el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.»

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Zaqueo nos muestra un corazón anhelante de encuentro con el Señor. Tiene mucho dinero y poder, pero algo le falta. El mismo no sabe qué le falta, no sabe qué le puede ofrecer el Señor, pero quiere verlo aunque sea de lejos, quiere encontrarse con El cara a cara.

Al mismo tiempo se encuentra con una limitación: era pequeño de estatura. Este detalle nos recuerda lo pequeños de estatura que somos también nosotros muchas veces: nuestra poca estatura espiritual, la turba de pensamientos anti-evangélicos, de tentaciones, de pecados, de aspiraciones egoístas y mezquinas que nos “aprieta por todos lados” y nos impide ver al Señor Jesús cuando Él se acerca, cuando Él pasa.

Zaqueo pone los medios adecuados para superar este obstáculo, para elevarse por encima de aquella turba que le impide ver al Señor: se sube a un árbol. También nosotros hemos de subir al “árbol” de la diaria oración para poder ver al Señor. Es por la oración que contemplamos al Señor cara a cara, es la oración el momento en el que experimentamos también la mirada del Señor dirigirse hacia sobre nosotros, una mirada de inmenso amor y misericordia que va más allá de nuestra indignidad, de nuestras miserias y pecados. Es también entonces cuando escuchamos al Señor que nos dice: «baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19,5). Sí, el Señor sale al encuentro de aquellos que lo buscan con sincero corazón, y he aquí que nos pide llevarlo a nuestra casa, a nuestro interior. ¡Cómo resuenan entonces las palabras del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20)! Quien por la oración adquiere una mirada que se alza por encima de la turba experimenta cómo Él sale a su encuentro, invitándole a acogerlo en la intimidad de su corazón: «conviene que hoy me quede yo en tu casa».

La respuesta de Zaqueo es pronta: «Se apresuró a bajar y le recibió con alegría» (Lc 19,6). ¡Ah, qué diferencia con nuestra actitud! ¡Cuántas veces tenemos miedo de abrirle la puerta de nuestro corazón y dejarlo entrar! ¡Y cuántas veces, aunque nuestro corazón nos reclama un encuentro mayor, respondemos ante la invitación del Señor: “no Señor, de lejos no más, porque invitarte a mi casa ya es demasiado compromiso!”

Zaqueo no duda ni un instante, con una inmensa alegría baja inmediatamente del árbol para llevarlo a su casa, para abrirle las puertas de su corazón de par en par. Es allí, en su casa, donde se produce ese Encuentro transformante con el Señor, encuentro que lleva a la conversión. ¡Así es la oración cuando no se queda en ese “hasta allí nomás”, sino cuando de verdad le abrimos al Señor de par en par las puertas, cuando lo dejamos entrar a lo más íntimo de nosotros mismos, cuando se da la plena comunión en el amor! Fruto de esa oración es la experiencia de ese mismo impulso: «Daré la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» (Lc 19,8).

Sí, la oración, cuando es encuentro auténtico con el Señor, lleva a la conversión, a la acción decidida por cambiar todo aquello que vemos que en nosotros está mal, que no se ajusta a las enseñanzas del Señor, al Evangelio, todo aquello que lleva a defraudar al prójimo, que atenta contra la caridad, todo aquello que obstaculiza la amistad con el Señor. Es así como hemos de salir de la oración: decididos a cambiar, a vivir la caridad de modos muy concretos, expresarla especialmente a quienes con nuestras actitudes hemos defraudado para devolverles “cuatro veces más”. De ese modo la mezquindad y el egoísmo se transforman en caridad y generosidad. La conversión necesariamente tiene consecuencias sociales.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Beda: «He aquí cómo el camello, dejando la carga de su jiba, pasa por el ojo de la aguja; esto es, el publicano siendo rico, habiendo dejado el amor de las riquezas y menospreciando el fraude, recibe la bendición de hospedar al Señor en su casa.»

San Ambrosio: «Aprendan los ricos que no consiste el crimen en las riquezas, sino en no saber usar de ellas; porque así como las riquezas son impedimentos para los malos, son también un medio de virtud para los buenos.»

San Juan Crisóstomo: «Considera la excesiva bondad del Salvador. El inocente trata con los culpables, la fuente de la justicia con la avaricia, que es fundamento de perversidad; cuando ha entrado en la casa del publicano, no sufre ofensa alguna por la nebulosidad de la avaricia; antes al contrario hace desaparecer la avaricia con el brillo de su justicia. Pero los murmuradores y los amantes de censurar, empiezan a tentarle acerca de lo que hacía. Pero Él, acusado como convidado y amigo de los publicanos, despreciaba todas estas cosas, con el fin de llevar adelante su propósito; porque no cura el médico si no soporta la hediondez de las llagas de los enfermos y sigue adelante en su propósito de curarle. Esto mismo sucedió entonces: el publicano se había convertido y se hizo mejor que antes.»

San Juan Crisóstomo: «¿Por qué me recrimináis si encamino bien a los pecadores? Tan distante está de mí el odio a los pecadores, que si he venido al mundo ha sido por ellos; porque he venido como médico y no como juez; por esto me convido en casa de los enfermos, sufro el mal olor que despiden y les aplico los remedios. Dirá alguno: ¿cómo es que San Pablo manda que si uno de nuestros hermanos es lascivo o avaro no comamos siquiera con él, y Jesucristo se convida en casa de los publicanos? (1Cor 5,11). Pero éstos todavía no habían llegado a ser hermanos, y San Pablo mandó que no se tratase con los hermanos cuando obran mal; pero ahora todos habían cambiado.»

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

El Señor ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido

545: Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mc 2, 17). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta» (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).

679: Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. «Adquirió» este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado «todo juicio al Hijo» (Jn 5, 22). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar y para dar la vida que hay en él. Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo; es retribuido según sus obras y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor.

El deber de reparación

2412: En virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución del bien robado a su propietario:

Jesús bendijo a Zaqueo por su resolución: «Si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» (Lc 19, 8). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente de ese bien. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o que se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto.

1459: Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto.

2487: Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia.

VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO (transcritas de textos publicados)

«Su vida y su palabra anuncian la plena confianza en Dios, la pobreza del anaw de Israel, y denuncian la adhesión a las riquezas: “Es más difícil que un rico entre al reino de los cielos que un camello pase por la puerta pequeña de la ciudad”. El tener bienes terrenales implica un grave riesgo para la vida eterna. La afición a los bienes, la ambición de bienes, son pesada carga de la que es muy difícil librarse, salvo con la fuerza de Dios. No es que los bienes sean necesariamente malos, ciertamente no lo son, sino que aficionarse a ellos, depender de ellos, estar esclavizados a ellos ansiándolos y venerándolos como ídolos ése es el mal. “No se puede servir a Dios y a las riquezas”. El rico y el pobre Lázaro es un vívido relato donde el Señor enseña el auténtico drama sobre el que advierte en los “ayes” a quienes viven plenos de riquezas y están saciados. El pasaje será ampliamente comentado a través de la historia del Pueblo de Dios.

»Y no sólo ello, sino que la comunicación de bienes es planteada como un medio para resolver una situación inaceptable: la existencia de quienes poseen más bienes de los necesarios (los ricos) y la de quienes carecen aún de lo necesario (los pobres). En ese marco se puede, también, entender el llamado a seguir el espíritu de pobreza y de justicia que enseña el Señor: “Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: ‘Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa’. Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: ‘Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador’. Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: ‘Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo’. Jesús le dijo: ‘Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido’”.

«El Señor Jesús predicaba hasta con su mera presencia física. Es un tópico hablar de las miradas de Jesús. Por ejemplo, en la conversión de Mateo, una mirada acompañada de unas palabras y Mateo el publicano se convierte y sigue la llamada del Maestro. Tras el episodio del Joven Rico y el pesimismo de los apóstoles, “Jesús, mirándolos fijamente, dice: ‘Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios’”. “Pero él clavando en ellos la mirada, dijo: ‘Pues, ¿qué es lo que está escrito: La piedra que los constructores desecharon en piedra angular se ha convertido?’”. Y así en otros varios lugares.

»¿Cómo habrán sido esas miradas de Jesús? “Clavando en ellos la mirada”. Mirada penetrante de quien no oculta ni se oculta; mirada directa de quien busca comunicarse; mirada aguda que llega a lo profundo de la realidad humana; mirada escrutadora que desvela los pensamientos y deseos del corazón. Miradas como la que tiene ante la samaritana en el pozo de agua, en la que al primer vistazo descubre lo que tiene en su mundo interior. ¡Las miradas de Jesús son muchas! ¡Y dicen tanto! Miradas de amor ante el ser humano frágil que usará mal su libertad como en el caso del joven rico, de perdón como en el caso de Pedro luego de las tres negaciones, de interés ante lo pedido por el centurión, de ternura ante el padre, de compasión, de reproche, de afecto, de bondad; de reconciliación; de amistad el perdón con que miraste a la mujer sorprendía en adulterio. (Jn 8,3) ¿Ninguno te ha condenado?, pues yo tampoco... Vete y no peques más. Me detengo ahora, parece que me lo dice a mí. ¡Gracias por tu perdón, Señor. ‘Se ama mucho porque se le ha perdonado mucho’ (Lc 7,41) Y mirabas a Magdalena con ese amor - comprensión - esperanza - agradecimiento incluso. Y la perdonas porque sabe amar; porque ama. A mí también me miras así; lo intuyo. ¡Gracias! Y ahora se me ocurre: a todos nos amas así. ¡Qué buenas son las personas conversando individualmente en la confianza de la intimidad. Ayúdame a como Tú, Cristo, las amas.

»Mírame como a Zaqueo (Lc 19,1) Cuando levantaste los ojos le dijiste: Zaqueo baja enseguida que me voy a hospedar en tu casa... ¡Ven, ven, Señor, no tardes; ven pronto, Jesús. »




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