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Domingo XXXII del Tiempo Ordinario

 
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Autor Mensaje
Guadalupe Gómez
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Mensajes: 2115
Ubicación: Argentina

MensajePublicado: Dom Nov 11, 2007 11:46 pm    Asunto: Domingo XXXII del Tiempo Ordinario
Tema: Domingo XXXII del Tiempo Ordinario
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Reflexiones para la Santa Misa del Dies Domini
www.ducinaltum.info



Domingo XXXII del Tiempo Ordinario


“Dios nos resucitará para una vida eterna”

I. LA PALABRA DE DIOS
II. APUNTES
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
IV. PADRES DE LA IGLESIA
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO


I. LA PALABRA DE DIOS

2Mac 7,1-2.9-14: “Dios nos resucitará para una vida eterna.”

Sucedió también que siete hermanos apresados junto con su madre, eran forzados por el rey, flagelados con azotes y nervios de buey, a probar carne de puerco (prohibida por la Ley). Uno de ellos, hablando en nombre de los demás, decía así: “¿Qué quieres preguntar y saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que violar las leyes de nuestros padres”…

Al llegar a su último suspiro dijo: “Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna”. Después de éste, fue castigado el tercero; en cuanto se lo pidieron, presentó la lengua, tendió decidido las manos (y dijo con valentía: “Por don del Cielo poseo estos miembros, por sus leyes los desdeño y de El espero recibirlos de nuevo)”. Hasta el punto de que el rey y sus acompañantes estaban sorprendidos del ánimo de aquel muchacho que en nada tenía los dolores. Llegado éste a su tránsito, maltrataron de igual modo con suplicios al cuarto. Cerca ya del fin decía así: “Es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él; para ti, en cambio, no habrá resurrección a la vida”.

Sal 16,1.5-6.8b y 15: “Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor”

2Tes 2,15-3,5: “El Señor os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas.”

Así pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta. Que el mismo Señor nuestro Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena.

Finalmente, hermanos, orad por nosotros para que la Palabra del Señor siga propagándose y adquiriendo gloria, como entre vosotros, y para que nos veamos libres de los hombres perversos y malignos; porque la fe no es de todos. Fiel es el Señor; él os afianzará y os guardará del Maligno. En cuanto a vosotros tenemos plena confianza en el Señor de que cumplís y cumpliréis cuanto os mandamos. Que el Señor guíe vuestros corazones hacia el amor de Dios y la tenacidad de Cristo.

Lc 20,27-38: “Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos.”

«Acercándose algunos de los saduceos, esos que sostienen que no hay resurrección, le preguntaron: “Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin hijos; y la tomó el segundo, luego el tercero; del mismo modo los siete murieron también sin dejar hijos. Finalmente, también murió la mujer. Esta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer”.

Jesús les dijo: “Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven”.»

II. APUNTES

El Señor luego de una larga marcha se encuentra ya en Jerusalén, la ciudad santa. «Y sucedió que un día enseñaba al pueblo en el Templo y anunciaba la Buena Nueva.» (Lc 20,1) En estas circunstancias un grupo de saduceos se acercó para preguntarle acerca de la resurrección de los muertos.

Junto con los fariseos los saduceos formaban en los tiempos de Jesús las dos principales agrupaciones dentro del pueblo judío. Entre ellos había una fuerte rivalidad. Los saduceos –así como también los fariseos– tenían su origen en el siglo II a.C. Se llamaron así porque se consideraban seguidores de Sadoc, ungido sacerdote por el rey Salomón, cabeza de una antigua e insigne familia sacerdotal. Los saduceos en la época de Jesús controlaban el sumo sacerdocio y estaban a cargo del Templo de Jerusalén. Al parecer sus miembros eran ricos, poderosos, amigos de los gobernantes de turno.

Los fariseos (del hebr. perushim = separado) en cambio se consideraban separados de todo cuanto no era judío, tanto en sentido religioso como también civil y político. Para ellos lo no judío era necesariamente irreligioso e impuro.

Pero lo que generaba su diferencia doctrinal con los saduceos era aquello que debía ser la norma fundamental del judaísmo. Para los saduceos el estatuto supremo que debía regir la nación elegida era la Torah, es decir, la “Ley escrita” dada por Moisés al pueblo de Dios. Para los fariseos la Torah, en cambio, era solo una parte, y ni siquiera la más importante. Al lado de aquella Ley escrita y más amplia que ella existía la “Ley oral”, constituida por innumerables preceptos de la tradición rabínica. Los fariseos legislaban fundándose principalmente en la Ley oral. Los saduceos rechazaban rotundamente la ley oral o tradición de los fariseos. Para los saduceos la única autoridad admisible era la “Ley escrita” y dada por Moisés, la Torah, la cual interpretaban de un modo literal y riguroso. De allí que al acercarse al Señor Jesús para plantearle el problema de la resurrección de los muertos lo hacen poniendo como fundamento la Torah: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que…».

Uno de los puntos de fuerte discusión doctrinal entre los saduceos y los fariseos era precisamente el de la resurrección de los muertos. Los fariseos afirmaban la resurrección de los muertos, en cambio los saduceos la negaban tajantemente porque no encontraban en la Torah ninguna enseñanza positiva sobre una vida futura. San Pablo astutamente se aprovecha de esta diferencia doctrinal para granjearse a su favor a los fariseos cuando es juzgado ante el Sanedrín: cuando afirmó que se le juzgaba por su esperanza en la resurrección, «se produjo un altercado entre fariseos y saduceos y la asamblea se dividió.» (Hech 23,6-7)

Los saduceos rechazaban también la existencia de los ángeles y espíritus (ver Hech 23,Cool y sostenían que la retribución divina no sería futura y ultraterrena, sino inmediata y material. En consecuencia el bienestar y las riquezas no eran sino un signo de bendición divina para quien observaba fielmente la Ley.

Ahora bien, ¿qué enseñaba este Maestro acerca de la vida después de la muerte? Los fariseos se acercan a preguntarle y lo hacen exponiendo en primer lugar lo que Moisés había dejado escrito para el caso en que muriese un hombre desposado con una mujer sin haber dejado descendencia. En estos casos se aplicaba la ley conocida como “ley del levirato” (Dt 25,5-10) que estipulaba que en esos casos el hermano debía tomar a la mujer del difunto para dar descendencia a su hermano. El primer hijo varón de esta unión tomaría el lugar y el nombre del muerto, y así su nombre no se borraría de Israel.

Luego de exponer la ley dictada por Moisés proponen un caso posible en la vida cotidiana, que a su modo de entender planteaba una dificultad insuperable en caso de asumirse como verdadera la doctrina de la vida después de la vida: ¿De cuál de los siete hermanos-maridos que tuvo una mujer en esta vida cumpliendo la ley del levirato sería mujer en la resurrección?

El razonamiento suponía un concepto de la resurrección entendido como un volver a la misma vida, concepto aparentemente predominante entre los fariseos. La resurrección como la entendían estos sería como el despertar de un durmiente, que una vez despierto nuevamente se hallaría en la misma condición que antes de dormirse, con las mismas necesidades de comer, beber, dormir y con la misma facultad de engendrar.

Ante la pregunta el Señor afirma la resurrección de los muertos y expone algunas de sus características. En primer lugar presupone un juicio, pues afirma que sólo participarán de “aquél mundo”, distinto del presente, quienes sean hallados dignos. No necesariamente todos serán hallados dignos. Los que sean hallados dignos de aquel mundo y de la resurrección no se casarán: «ni ellos tomarán mujer ni ellas marido». El amor entre las personas se diviniza al participar plenamente de la Comunión y del amor divino, se liberará de todo límite y será universal. La sexualidad desaparecerá, dado que no será esencial como expresión de amor entre el hombre y la mujer y no siendo ya necesaria para la finalidad procreativa de la humanidad. Por otro lado la resurrección se entiende como volver a vivir nuevamente con el propio cuerpo, mas esta resurrección entraña una nueva condición: no «pueden ya morir, porque son como ángeles.» La misma resurrección del Señor permite comprender que la resurrección se da con un cuerpo glorioso: El «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas.» (Flp 3,21; Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 646) Finalmente dice el Señor que los que sean hallados dignos de esta resurrección «son hijos de Dios.» No dice: serán ellos mismos Dios, o dioses, o parte de un dios etéreo. Esta vida resucitada se da en relación a Dios que es Padre, participando como hijos en la Comunión divina de Amor.

Para dar un sustento escriturístico de la resurrección de los muertos el Señor utiliza un texto de la Torah, única autoridad admitida por los saduceos. Les invita a abrirse a esta verdad de la resurrección de los muertos dado que Dios es Dios de vivos, no de muertos.

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Nos asusta y angustia tanto pensar que un día moriremos, pensar en lo que viene después de la muerte, que preferimos evadir ese tema a como dé lugar, “vivir el momento presente”, “olvidar” lo que a todos nos espera al finalizar nuestra peregrinación en este mundo. Pero, aunque le temamos y hagamos lo posible por olvidarla o aplazarla, para nosotros o para nuestros seres queridos, la muerte es inevitable.

Experimentamos este “despertar”, este chocarnos con la realidad con especial crudeza cuando la muerte le llega a un ser querido, cuando la persona que amamos tanto “ya no está más” con nosotros. Nos resistimos a aceptar que “ya no volverá”, experimentamos un vacío enorme, y nos negamos a pensar que ha desaparecido definitivamente, que se ha disuelto en la nada. Nos aferramos a la esperanza de que se encuentre en algún lugar hermoso, y deseamos que esté en paz.

Los materialistas, los que creen en un evolucionismo ciego producto del azar y niegan la existencia de Dios, los que creen que todo el universo, la naturaleza, las plantas, los animales y los seres humanos son fruto de la pura casualidad, carecen de toda esperanza más allá de esta vida. A ellos no les queda sino creer que los que murieron ya no existen más, y que una vez muertos ellos mismos, se disolverán en la nada para no volver a existir nunca jamás.

Quien se resiste a la disolución definitiva de sus seres queridos o de sí mismos, quien se aferra a la esperanza de una vida que se prolonga más allá de la muerte, cree que aunque el cuerpo físico se disuelva luego de la muerte subsistirá una parte espiritual que no muere. Sin embargo, subsiste también en ellos esta pregunta: ¿cómo será la vida luego de la muerte? El cristianismo, aleccionado por el Señor Jesús, fundado en su propia resurrección, enseña que luego de la muerte habrá un juicio (ver Mt 25, 31ss) y que quien sea hallado digno, participará de una resurrección para la vida eterna, en la plena comunión con Dios. También existe la posibilidad de la resurrección para la segunda muerte (ver Jn 5,29), que es lugar sin Dios destinado para aquellos que terca y obstinadamente rechazaron a Dios en sus vidas. Este lugar sin Dios es lo que el Señor llamaba el Infierno o Gehenna.

Mas hoy nos encontramos que está cada vez más de moda entre los mismos cristianos creer en la reencarnación. Los creyentes poco instruidos piensan engañados que esta creencia en la reencarnación es perfectamente compatible con las enseñanzas de Cristo, ¡y no es así! Cristo enseñó la resurrección, enseñó que moriremos una sola vez y resucitaremos una sola vez; no enseñó la reencarnación, no enseñó que moriremos y renaceremos sucesivamente en vidas diversas, hasta alcanzar por nosotros mismos la perfección y divinización, liberados finalmente de todo cuerpo material. ¡Cristo mismo resucitó con un cuerpo glorioso! Cristo jamás habló del “karma” que cada cual tiene que expiar en vidas sucesivas, sino del perdón de los pecados y de la misericordia divina que se derraman en el corazón arrepentido. Cristo jamás enseñó que cada cual “se salva” por sí mismo, y que El sólo era un maestro más, sino que El es el enviado del Padre, el Salvador y Reconciliador del mundo, es decir, de todo hombre o mujer que vienen a este mundo.

La creencia en la reencarnación choca frontalmente con la fe cristiana en la resurrección (ver Catecismo de la Iglesia Católica, números: 988-1014) a tal punto que no puede ser verdaderamente cristiano quien acepta la doctrina de la reencarnación.

Ante el hecho de nuestra propia muerte o de la muerte de nuestros seres queridos no hay que temer. La muerte para el creyente es un paso: detrás de la muerte está Cristo, El es la resurrección y la vida, y El promete la resurrección y la vida eterna, plena y feliz, a quien crea en El (ver Jn 11,25-26). ¡Confiemos plenamente en el Señor! Temamos, eso sí, no estar preparados para cuando El nos llame a su presencia, y que ese sano temor nos impulse día a día a andar en su presencia y vivir como El nos enseña: «Todo el que tiene esta esperanza en El se purifica a sí mismo, como él es puro.» (1Jn 3,3)

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Beda: «Había dos sectas entre los judíos: la de los fariseos, que hacían alarde de su justicia conforme a las tradiciones (y por esto el pueblo los llamaba divididos), y la otra de los saduceos, que quiere decir justos, atribuyéndose lo que no eran; cuando se marcharon los primeros, vivieron los segundos a tentarle.»

San Beda: «Es verdadera vida la de los justos que viven en Dios, aun cuando mueran en cuanto al cuerpo. Para probar la verdad de la resurrección pudo emplear ejemplos más evidentes de los profetas; pero los saduceos únicamente admitían los cinco libros de Moisés, despreciando los oráculos de los profetas.»

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

Revelación progresiva de la Resurrección

992: La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquel que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos confiesan:

El Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna (2 M 7, 9). Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él (2 M 7, 14).

993: Los fariseos y muchos contemporáneos del Señor esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error» (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de muertos sino de vivos» (Mc 12, 27).

994: Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en El y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre. En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, El habla como del «signo de Jonás» (Mt 12, 39), del signo del Templo: anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte.

995: Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección» (Hch 1, 22), «haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos» (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El, por El.

VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO (transcritas de textos publicados)

« Con Jesús se cumple el horizonte de esperanza; "Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación (soterion), la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel" (Lc 2, 29-32). Y se abre uno nuevo, en que los preciosos y formidables dones se alzan ante el Pueblo Peregrino. Hay una nueva alianza y mejores son las promesas (Ver Heb 8, 6; Sal 138, 2); hay un inmejorable horizonte de reconciliación y de herencia eterna (Ver Heb 9, 15; 2Cor 5, 17-21). La realidad de Cristo sobrepasa todas las expectativas del Pueblo judío. La comunidad cristiana primitiva acogió con maravilla y sorpresa la realidad del cumplimiento de la promesa. Esa realidad se grafica plásticamente por boca del centurión romano en el Gólgota: "Verdaderamente éste era el Hijo de Dios" (Mt 27, 54). La conciencia de la gran época de la salud se percibe en la predicación de San Pedro, juzgando como cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, la vida, muerte y resurrección del Señor: "El Dios de Abraham, de Isaac y Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis de El ante Pilato" (Hch 3, 13; ver Hch 4, 10; 5, 30; 10, 39s.). La fe pascual de los Apóstoles y discípulos es la plena confirmación de que Jesús fue glorificado y reconocido por Dios. Ese Cristo Jesús que Dios ha resucitado es el Señor: "Sepa toda la casa de Israel que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Cristo" (Hch 2, 36). "Dios lo ha levantado por su diestra a príncipe y Salvador, para dar a Israel la conversión y remisión de sus pecados" (Hch 5, 31).

»Dios escogió a Jesús como el Reconciliador, y preparó a todos los pueblos (por sus filosofías, religiones y ley) para su venida. Clemente de Alejandría habla de la filosofía de los griegos como una preparación para recibir al Salvador (Ver Strom., lib. 1, cap. V). No hay un abandono de los demás hombres, porque Cristo vino para que todos sean salvos. Eso se ve en muchas palabras, pero sobre todo en la Teología de la Encarnación. La fe de la comunidad se encontró con que Jesús de Nazaret es el Salvador: "ningún otro puede salvarnos, pues en la tierra no existe ninguna otra persona a quien Dios haya constituido autor de nuestra salvación" (Hch 4, 12), confesó San Pedro lleno del Espíritu Santo (Ver Hch 4, Cool ante las autoridades, los ancianos y los maestros de la Ley.»



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¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entran ustedes, ni dejan entrar a los que quisieran... Lc. 11, 13-15

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