Beatriz Veterano
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Vie May 30, 2008 12:01 am Asunto:
Iglesia Católica necesaria para florecimiento de la Reforma
Tema: Iglesia Católica necesaria para florecimiento de la Reforma |
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LA IGLESIA CATOLICA NECESARIA PARA EL PLENO FLORECIMIENTO DE LOS PRINCIPIOS DE LA REFORMA
Autor: Louis Bouyer
El título de este capítulo puede parecer una deliberada paradoja. Muy al contrario, expresa la conclusión lógica, si nuestro estudio, como esperamos, es una copia fiel de la realidad en todos sus aspectos.
Esperamos poder mostrar (…) que lo que en el Catolicismo –según los prejuicios protestantes que el barthismo no hace más que exacerbar- se opone a los principios protestantes, se opone más bien a una sistematización falaz y ruinosa de ellos. En realidad el verdadero dogma del Catolicismo si se mira como es y no a través de una lente deformadora, proporciona a los principios de la Reforma el apoyo que les niega la estructura que se ha construido para ellos y que está obligada a continuar negándoles en tanto que no se haya reformado a su vez; es decir, mientras no tome la decisión de volver a los principios esenciales de la Iglesia, a la que acusó de estar mal construida y rechazó. Si este es el caso, la instintiva orientación de los revivalismos hacia la Iglesia Católica, en lugar de ser una traición a la Reforma, es un signo de la más completa lealtad hacia ella. Nos vemos obligados a concluir que esta completa lealtad lograría al máximo el esplendor que la Reforma sólo inició, y se llevaría a cabo de este modo una reconciliación entre el movimiento protestante y la Iglesia en una Reforma finalmente lograda.
LOS SACRAMENTOS
En el prejuicio protestante, iniciado en el De Captivitate Babyllonica y plenamente desarrollado con Barth, el Catolicismo es la negación de que la sola gratia sea la única fuente de salvación y de los efectos de ella. Presenta la Iglesia sustituyendo la gracia por la acción del hombre, en los sacramentos que actúan ex opere operato. Al mismo tiempo al canonizar santos y en particular al atribuir a la Virgen determinados privilegios especiales, dice que se canoniza el esfuerzo humano y que se atribuye al mérito del hombre la salvación que es un puro don de Dios.
En el primer punto es evidente que el prejuicio es tal que hace que la frase consignada diga exactamente lo contrario de lo que en realidad significa. Por lo que se refiere a la doctrina sacramental y la práctica del Catolicismo, el prejuicio está tan profundamente enraizado que ningún controversista protestante, Barth menos que ninguno, se toma la molestia de comprobarlo. Se da por supuesto que opus operatum significa mágico, y que el hombre se arroga el sujetar el poder divino a su propia voluntad. Lo cual se considera como evidente y todo lo que los católicos pueden decir para refutarlo es rechazado sistemáticamente.
El hecho es que la frase ex opere operato aplicada por la teología católica a la acción de los sacramentos se opone siempre expresamente a la idea de su acción ex opere operantes. ¿Qué significa esto sino que su valor y eficacia se derivan no del hombre que los administra sino se su naturaleza intrínseca, independientemente de cualquier intermedio humano? ¿Y qué queremos expresar cuando decimos que los sacramentos tienen dicho valor “en sì mismos”?
Queremos decir, como Santo Tomás expresa con suprema claridad, que los sacramentos valen en cuanto son signos que nos han sido dados por la propia Palabra de Dios, y esta Palabra ha ordenado que determinados hombres se encarguen de administrarlos en su Nombre. En otras palabras, la eficacia de los sacramentos ex opere operato, no ex opere operantes (ni tan siquiera ex opere operantes Ecclesiae), significa que son eficaces por voluntad expresa de Dios, y no sólo en general, sino en cada caso específico, en cuando administrados sin limitación de tiempo ni lugar, por esta o aquella persona que haya recibido de Dios la expresa vocación para hacerlo así.
Evidentemente se puede preguntar a priori si Dios quería este o aquel sacramento, o si en efecto El había encargado su administración a determinados hombres, pero a menos que uno rehúse estudiar el magisterio católico o hacer cualquier esfuerzo para entenderlo desde dentro, no se puede negar que los católicos creen que los sacramentos han sido instituidos por Cristo y que los ministros del sacramento son enviados de Cristo para este fin.
Creen, por lo tanto, que cada sacramento actúa ex opere operato, precisamente porque creen que es la sola gracia de Dios, en este caso la voluntad amante y libre de Dios, la que da al sacramento su esencia y su valor sin que medie nada humano ni creado.
Se puede administrar el sacramento en ambientes favorables no a la devoción, y de un modo que inspire reverencia o todo lo contrario; puede llegar a producir una sensación auténtica de la presencia de Dios. Los católicos están convencidos de la importancia del rito externo y de que la actuación del ministro debe de estar de acuerdo con la dignidad del sacramento. El Derecho Canónico juzga como pecado grave cualquier negligencia responsable en este aspecto. Y llega incluso a prohibir la celebración de un acto a menos que se satisfaga un mínimo de condiciones. Pero, una vez aseguradas éstas, la fe católica sostiene que el sacramento es efectivo o infructuoso, no en relación con los buenos sentimientos o la conducta del hombre, sino según sea o no un sacramento establecido por Dios, y sea o no administrado por alguien designado por Dios para hacerlo en su nombre.
Si esto es así, y basta leer cualquier libro católico sobre sacramentos, o preguntar el catecismo a un niño católico, para asegurarse sobre este punto, la idea y la práctica católica de los sacramentos, en lugar de restar importancia a la sola gratia, se la reconoce plenamente y le concede la aplicación más completa imaginable.
LA PALABRA
Volviendo a todo lo que Barth nos presenta en su teología de la Palabra, una Palabra creadora, eficaz en sì misma, llevando implícita consigo la Presencia personal del Dios que habla, todos debemos reconocer que para el católico la celebración de un sacramento es precisamente la oportunidad de manifestarse esta Palabra viviente, esta Palabra personal de Dios en Cristo, de donde surge la única razón de su eficacia real, hic et nunc, una eficacia que es siempre puramente un puro objeto de fe, inaccesible a los sentidos.
La cuestión entonces estriba en si el católico tiene razón al sostener que Dios está presente cuando el ministro afirma que actúa en su nombre, y en si lo que él hace al administrar el sacramento es realmente lo que Dios quiere que haga. Una vez admitido esto, la eficacia ex opere operato del sacramento es simplemente una estricta aplicación práctica de la teología bíblica de la Palabra de Dios tan hábilmente construida por Barth y, por lo tanto, el reconocimiento, no sólo en abstracto, sino en concreto y en la práctica de la sola gratia sin ningún paliativo.
¿Qué hemos de pensar pues sobre la idea de que los sacramentos de la Iglesia Católica son signos ordenados por la Palabra de Dios mismo, y que los que los administran lo hacen no en nombre propio, sino en nombre de solo Dios, en virtud de la orden recibida por esta Palabra?
El protestante predispuesto en contra de la Iglesia, argüirá que esta concesión de gracia a un determinado signo o el atribuir a hombres el poder de actuar en nombre de Dios, va en detrimento de la soberanía de Dios, encadenándolo a las cosas del mundo, y sujetándolo a una autoridad terrena.
Vayamos pues al punto crucial de la cuestión. ¿Se debe considerar la soberanía de Dios como algo puramente abstracto, la soberanía de una idea que algunos teólogos abrigan acerca de Dios, de lo que El puede o no puede hacer? ¿O bien es una soberanía concreta que exige una obediencia efectiva e incondicional por parte del hombre? En otras palabras: ¿se trata de la soberanía que Dios se ha tomado el trabajo de afirmar en su Palabra, o simplemente la soberanía de una idea que nosotros hemos formado de El, dejando de lado, si es necesario, su Palabra? Seguramente los protestantes que toman en serio sus propios principios no vacilarían en su respuesta.
La soberanía de Dios no es más que una ilusión, cuando no es más que la soberanía de nuestras ideas (o imaginaciones) acerca de El, y no la de su propia Palabra.
Sobre este punto se ha ido formando gradualmente una impresionante unanimidad entre los exegetas. En primer lugar están de acuerdo en que el Bautismo y la Eucaristía se presentan en el Nuevo Testamento como auténticamente instituidos por Dios a través de Cristo.
En segundo lugar, se les concibe según el Nuevo Testamento, especialmente en los escritos de San Pablo, como factores de la admisión del individuo con el cuerpo triunfante de Cristo, en virtud de su propia institución. Sobre la presencia real, absolutamente objetiva, de Cristo crucificado y resucitado en la Cena descrita por San Juan y San Pablo y proclamada por los Apóstoles como contenida en la Palabra de Dios en Cristo, existe actualmente una total unanimidad entre todos los exegetas notables, librepensadores, protestantes y católicos. Lo mismo puede decirse de nuestra incorporación a Cristo por medio del Bautismo, según San Pablo, y de nuestro nuevo nacimiento en Cristo según San Juan.
APOSTOL
Igualmente sorprendente es el común acuerdo de la exégesis moderna reconociendo la apostolicidad como nota fundamental de la Iglesia del Nuevo Testamento. O sea que la Iglesia y todas sus actividades, en particular el modo de transmitir a los hombres la Palabra de Dios como Palabra viva, están condicionados, no sólo por el hecho de su misión apostólica, sino por una idea muy exacta de lo que esto significa. El “Apóstol” es en primer lugar el equivalente cristiano del Schaliach judío, que significa, no cualquier clase de enviado, sino uno al que la ley rabínica ha designado expresamente como equivalente a aquel que le envía, o mejor aún, equivalente a su propia presencia. “El Schaliach de un hombre es su otro yo” se repite incesantemente en los textos rabìnicos. Y eso es lo que nos ayudará a comprender las palabras del Maestro: “Como mi Padre me envió a mi, yo os envío a vosotros; quien a vosotros recibe a mí me recibe, y quien a mí recibe, recibe a quien me envió” (Juan 20, 21).
IGLESIA APOSTOLICA
En otras palabras, en la Iglesia “apostólica”, aquel, sea quien sea, en quien reside el “apostolado”, aparte de sus méritos o defectos personales, cuando hace lo que Cristo le ha encargado, hace que Cristo haga a través de él y, en Cristo, es Dios quien lo hace.
Si esto es así, y si la Iglesia Católica es la misma que la Iglesia apostólica, poseyendo este carácter esencial del apostolado (que es la presencia del que envía en los enviados), se debe admitir que la Iglesia Católica, en su administración del Bautismo y de la Eucaristía, dándoles el significado que les da, en lugar de oponerse a la soberanía de Dios expresada en su Palabra, simplemente se inclina ante ella, obedeciéndola y adorándola en sumisión de fe.
La Iglesia, desde el tiempo de los Apóstoles, en particular la iglesia de hoy, puede únicamente llamarse apostólica en el sentido de que ha de predicar siempre lo que ellos predicaron, como se nos ha transmitido por el Nuevo Testamento. La Iglesia es Católica es la primera en proclamar que su carácter apostólico no significa que los que ella considera sucesores de los Apóstoles (el Papa y los otros obispos) tienen el poder de fundar otra Iglesia, de recibir una Revelación diferente (e incluso aumentarla o reformarla en lo más mínimo), o que estén dotados (aun en casos excepcionales) de la misma inspiración que ellos tuvieron. La Iglesia no sólo no pretende todo esto sino que, hoy con más precisión que en el pasado en que la teología sobre estos puntos era bastante vaga, lo repudia y lo condena. Un católico que mantenga seriamente cualquiera de estas teorías, se le considera actualmente dentro de la herejía.
Santo Tomás de Aquino explica que el título “Vicario de Cristo”, otorgado a los que dirigen la Iglesia en sucesión de los Apóstoles, no significa que puedan modificar en lo más mínimo su estructura esencial o sus bases, sino que su poder depende directamente de lo que Dios hizo, una vez para siempre en Cristo, y confió a sus Apóstoles, o sea que ha de limitar a conservar este legado, sin alterar ni añadir nada. El decreto Lamentabili condenó formalmente la teoría modernista que dice: “la revelación que constituye el objeto de la fe, no se terminó con los Apóstoles”.
TRADICION
De este modo únicamente repetía y delimitaba la enseñanza de un decreto del Concilio Vaticano, derivado a su vez de uno de Trento: “La revelación sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal declarado por el santo concilio de Trento, está contenida en las Sagradas Escrituras y en las tradiciones orales que, recibidas en tiempo de los Apóstoles directamente de los labios de Cristo, o transmitidas, de boca en boca por los Apóstoles, bajo la inspiración del Espíritu Santo, han llegado hasta nosotros.”
Vemos en este texto el significado estricto que se da a la palabra tradición. Estas tradiciones que los Concilios admiten como susceptibles de contener una parte de revelación, no son de carácter simplemente humano, ni aun eclesiástico, sino tradiciones apostólicas en su acepción más estricta, o sea aquellas que conservan lo que los mismos Apóstoles transmitieron como legado de Cristo. Por otra parte, su importancia no reside tanto en las adiciones a los hechos y verdades que contiene la Escritura, cuanto en servir para mantener los mismos hechos y verdades escriturarios con claridad y precisión en la Iglesia viviente. Según San Ireneo, los escritos apostólicos, considerados en su contenido, pueden ser asimilados y aplicados con gran brillantez, incluso por un hereje o un pagano. Sólo la Iglesia Católica, en su viva tradición recibida de los Apóstoles, sabe cómo interpretarlos fielmente y respetarlos, no sólo literalmente, sino según el Espíritu con que fueron dictados y que se expresa en ellos.
LA INSPIRACION
Una vez más debemos insistir en que esta permanencia del Espíritu y su acción en la Iglesia, especialmente en aquellos que han de mantener la fidelidad viva de la revelación hecha una vez y para siempre, no es de ningún modo la “inspiración” propia de los Apóstoles. Antes del Concilio Vaticano, hubo algunos intentos para enseñar esto, pero el concilio lo rechazó formalmente y lo redujo a inadmisibilidad permanente.
De acuerdo con su doctrina, que confirma la de todos los grandes teólogos, el modo en que el Espíritu Santo mantiene viva la revelación hecha a los Apóstoles, ya sea en la tradición apostólica, conservada en el magisterio ordinario de la Iglesia, o en las más solemnes definiciones del magisterio extraordinario (del Papa o del concilio), no es de ningún modo lo mismo que la inspiración de los Apóstoles que produjo en los últimos libros de la Biblia, y que es algo único e irrepetible. No es más que una asistencia que preserva a la Iglesia de cualquier error en su magisterio oficial, o sea que la preserva de adulterar la revelación. En otras palabras, la Iglesia, en su magisterio ordinario y extraordinario, está asistida por el Espíritu a fin de que no pueda nunca enseñar nada que no haya sido enseñado por los Apóstoles. Pero ninguna de las fórmulas, incluso las más solemnes, usadas para transmitir o elucidar este magisterio, es o será nunca, estrictamente hablando, “Palabra de Dios”. Sólo los libros inspirados de los dos testamentos son la Palabra de Dios.
SIN AÑADIR NADA
Todo lo que venimos diciendo no puede ser mejor expresado que como lo hace San Juan de la Cruz en un pasaje al que ya hemos aludido y que ahora citamos: “…ya lo ha hablado en él todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiere preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos en El, porque en El te lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en El aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en El los ojos, lo hallarás en todo; porque El es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y revelación; lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado, y revelado, dándoosle por hermano, compañero y maestro, precio y premio…Oídle a El, porque yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar”
No existe mejor modo de decir que la Iglesia Católica se llama “apostólica” no para añadir o cambiar lo que los Apóstoles dijeron e hicieron en nombre de Cristo, sino únicamente para conservarlo.
LA GRACIA
Una vez ya aclarado esto, se hace manifiesto que la Iglesia Católica, al principio de su constitución y vida ordinaria, es la Iglesia donde la gracia lo es todo, no en teoría sino de hecho. Es la Iglesia en la que Dios en Cristo permanece soberano efectivo, la Iglesia en la que la Palabra de Dios, la misma que fue confiada a los Apóstoles, y que está contenida literalmente en la Biblia, habla siempre con voz viva.
A la luz de estos puntos podemos preguntar finalmente si la idea católica de “mérito” y en general de la santidad que Dios a través de su Iglesia declaró poseerían los fieles miembros de ésta, significa una negación de la gracia, tal como supone la teoría protestante y todo el sistema que Barth levantó sobre ella.
Consideremos en primer lugar el caso de la Virgen Maria. Es éste el que revela mejor la idea católica de santidad, y que a los protestantes les parece el colmo de esa idolatría subyacente al culto de los santos.
El más eminente privilegio atribuido a María por la doctrina católica, el que afirma el carácter único de su santidad y revela el origen de ésta, es la Inmaculada Concepción. Parecería que, a menos que uno no se tome el cuidado elemental necesario para entender lo que quieren decir con ellas los que usan esas palabras (que, por desgracia, parece ser regla general que sea la última cosa que los controversistas protestantes consideran), si existe una doctrina católica que mejor demuestre cuanto cree la Iglesia en la soberanía de la gracia, en su forma más gratuita, es ésta. Decir que Maria es santa con una santidad supereminente, en virtud de una intervención divina anterior al primer instante de su existencia, es afirmar en su caso, tan absolutamente como sea posible, que la salvación es gracia y puramente gracia de Dios.
Añadiremos que el presentar a María no tanto como una excepción inaudita sino más bien como obra maestra de gracia, lo cual es el tema central e invariable de la predicación católica mariana, indica suficientemente que la idea católica de gracia en general, lejos de despreciarla afirmando que el hombre puede alcanzar en Cristo la santidad o simplemente el mérito, presupone que detrás de todo esto hay un puro don de Dios, inmerecido e incapaz de ser merecido. El auténtico fundamento de la idea católica de santidad y de mérito es este: la gracia, siendo el principio de todo mérito en el orden sobrenatural, no puede ser ella misma merecida.
“Mérito”, en el sentido en que lo emplea la teología católica, es la propiedad de una acción que, siendo enteramente el producto de la fe y siendo ésta un auténtico don de Dios, es, por lo tanto, enteramente el producto de la gracia en nosotros. Evidentemente, al hablar de mérito se supone que el acto sea nuestro, enteramente nuestro, de nuestro intelecto y voluntad; pero este acto no sólo está completamente subordinado a la gracia, sino que también está originado por ella, de modo que el acto pertenece completamente a Dios antes de que sea nuestro; o, mejor aún, de manera que, precisamente en el acto, nosotros no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que a través de la fe, por medio de la caridad, nos entregamos enteramente a Dios, o, más bien, somos rescatados, por la gracia.
Esto está admirablemente expuesto en la doctrina tomista de la concurrencia de la gracia habitual o santificante con la gracia actual; a su vez, esta doctrina es como una regla hecha para significar exactamente lo contrario en las obras de los controversistas protestantes. En primer lugar, el hecho de que la gracia santificante sea un habitus, según la acepción tomista, no quiere decir que nos proporcione un poder independiente y separado para actuar sobrenaturalmente sin necesitar la ayuda en cada instante de una intervención especial de Dios. Es exactamente lo contrario. La gracia santificante no anula la necesidad de una gracia particular para cada acto meritorio. El habitus de la gracia santificante, lejos de colocarnos en una cierta autonomía respecto a Dios, implica precisamente una iniciativa permanente por parte de Dios, no sòlo sobre uno u otro de nuestros actos, sino sobre el mismo hontanar de nuestro ser, puesto que este hontanar había podido escapar a Dios por el pecado y ha de volver a ser suyo de nuevo, en el sentido más estricto posible, en Cristo. En consecuencia, la gracia santificante, en lugar de conferirnos un poder de nuestra propiedad para realizar independientemente actos sobrenaturales, es simplemente una disposición mantenida en nosotros por Dios de modo que actuemos únicamente bajo impulso de la gracia actual.
Cada uno de tales actos realizados por el cristiano en sí el producto de una gracia especial, inmediatamente concedida e indispensable, y presupone que en cada caso, se pone èl mismo en manos de Dios, no verdaderamente bajo su propia iniciativa sino bajo la de Dios.
Cuando la Iglesia canoniza a alguien, afirma simplemente que su vida, a su juicio, alcanzó un punto de total abandono a la gracia, en virtud de una fe que había llegado a dominar toda su vida. La Iglesia nunca hace esto antes de que su vida terrena haya llegado a su fin. Ya que la Iglesia mantiene como dogma de fe que, cualquiera que sea el grado de fidelidad a Dios que pueda haber alcanzado un alma en esta vida, la perseverancia, especialmente la perseverancia final, es una gracia imposible de merecer en sentido estricto; se puede únicamente rogar porque así suceda con humildad en la plegaria y en la fe, nunca considerarlo como derecho propio.
Esto no es todo. Así como la gracia santificante no es bajo ningún concepto una facultad independiente para realizar actos de virtud, sino el restablecimiento de lo más profundo de nuestro ser en una dependencia voluntaria hacia Dios, tampoco el mérito del fiel en su caminar hacia la salvación, ni la intercesión de los santos en gloria tienen carácter autónomo. Si bien la Iglesia ha rechazado la doctrina de la justificación extrínseca, según la cual solamente Cristo es, propiamente hablando, santo, y cubre con su santidad nuestro indeleble estado de pecado, no por ello ha proclamado una santidad inherente al justo, que éste pudiera poseer independientemente de Cristo. Por el contrario, si la justicia del justificado es real, no imputada, esta justicia no puede darse ni tan siquiera es concebible en la teología católica, al margen de nuestra incorporación a Cristo por medio del Bautismo y nuestra actual adhesión a El por medio de la fe viva en su gracia. Por esta razón, los méritos de los santos, ya sean in patria o in vía, no se pueden por ningún concepto añadir a los méritos de Cristo en su pasión, sino que son una participación en éstos y nada más.
La santidad de los santos y de Nuestra Señora, así como la santidad que puede haber en el más pequeño impulso de fe y amor en un alma pecadora, es y no puede ser otra cosa más que la santidad de Cristo comunicada; y esta santidad no se comunica fragmentándose y dividiéndose, sino únicamente “congregando a las criaturas de Dios que se han dispersado”.
Esta descripción de la actitud real de la Iglesia Católica hacia los que fueron de hecho los principios rectores de la Reforma manifiesta, por contraste, el poco satisfactorio lugar al que son inevitablemente condenados en las “iglesias” que surgieron aparentemente para defenderlos.
Tomado del libro: “Pensadores Católicos Contemporáneos”, por A. Robert Caponigri, Tomo II, Edic. Grijalbo, S.A. _________________ "Quien no ama, no conoce"
San Agustín |
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