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EL servicio de la autoridad y la obediencia. Primera Parte I

 
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Autor Mensaje
Gache
Asiduo


Registrado: 27 Sep 2005
Mensajes: 138

MensajePublicado: Mie Jun 11, 2008 5:20 pm    Asunto: EL servicio de la autoridad y la obediencia. Primera Parte I
Tema: EL servicio de la autoridad y la obediencia. Primera Parte I
Responder citando

Queridas Hermanas:
Las vuelvo a animar a participar en este tema que lanzó la Instrucción de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica sobre "El servicio de la autoridad y la obediencia"

Dios las Bendiga



Para ver la introducción que publicamos la semana pasada da click aquí: http://www.foros.catholic.net/viewtopic.php?t=43658

Artículo Completo:
http://www.es.catholic.net/religiosas/806/2785/articulo.php?id=37045


PRIMERA PARTE

CONSAGRACIÓN Y BÚSQUEDA
DE LA VOLUNTAD DE DIOS
«Para que, libres, podamos servirlo en santidad y justicia»
(cf. Lc 1, 74-75)

¿A quién estamos buscando?
4. A los primeros discípulos que, inseguros aún y dudosos, se ponen a seguir un nuevo Rabbí, el Señor les pregunta: «¿Qué buscáis?» (Jn 1, 3Cool. En esta pregunta podemos leer otras preguntas radicales: ¿Qué busca tu corazón? ¿Por qué cosas te afanas? ¿Te estás buscando a ti mismo o buscas al Señor tu Dios? ¿Sigues tus deseos o el deseo del que ha hecho tu corazón y lo quiere realizar como Él quiere y conoce? ¿Persigues sólo cosas que pasan o buscas a Aquél que no pasa? Ya lo observaba san Bernardo: «¿Qué podemos negociar, Señor Dios nuestro, en este país de la desemejanza? Mira qué hacen los humanos desde el alba hasta el ocaso: recorrer todos los mercados del mundo en busca de riquezas y honores o arrastrados por los suaves encantos de la fama».10
«Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 26, Cool: ésta es la respuesta de la persona que ha comprendido la unicidad e infinita grandeza del misterio de Dios, así como la soberanía de su santa voluntad; pero también es la respuesta, aunque sea implícita y confusa, de toda criatura humana en busca de verdad y felicidad. Quaerere Deum ha sido siempre el programa de toda existencia sedienta de absoluto y eternidad. Hoy muchos ven como algo mortificante toda forma de dependencia; pero es propio de la criatura el ser dependiente de Otro y, en la medida en que es un ser en relación, también de los otros.
El creyente busca a Dios vivo y verdadero, Principio y Fin de todas las cosas; el Dios que no hemos forjado nosotros a nuestra imagen y semejanza, sino el que nos ha hecho a imagen y semejanza suya; el Dios que manifiesta su voluntad y nos indica los senderos para alcanzarlo. «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15, 11).

Buscar la voluntad de Dios significa buscar una voluntad amiga, benévola, que quiere nuestra realización, que desea sobre todo la libre respuesta de amor al amor suyo, para convertirnos en instrumentos del amor divino. En esta via amoris es donde se abre la flor de la escucha y la obediencia.


La obediencia como escucha
5. «Escucha, hijo» (Pr 1, Cool. La obediencia es ante todo actitud filial. Es un particular tipo de escucha que sólo puede prestar un hijo a su padre, por tener la certeza de que el padre sólo tiene cosas buenas que decir y dar al hijo; una escucha entretejida de una confianza que al hijo le hace acoger la voluntad del padre, seguro como está de que será para su bien.

Todo esto es muchísimo más cierto en relación con Dios. En efecto, nosotros alcanzamos nuestra plenitud sólo en la medida en que nos insertamos en el plan con el cual Él nos ha concebido con amor de Padre. Por tanto la obediencia es la única forma que tiene la persona humana, ser inteligente y libre, de realizarse plenamente. Y, cuando dice «no» a Dios, la persona humana compromete el proyecto divino, se empequeñece a sí misma y queda abocada al fracaso.

La obediencia a Dios es camino de crecimiento y, en consecuencia, de libertad de la persona, porque permite acoger un proyecto o una voluntad distinta de la propia, que no sólo no mortifica o disminuye, sino que fundamenta la dignidad humana. Al mismo tiempo, también la libertad es en sí un camino de obediencia, porque el creyente realiza su ser libre obedeciendo como hijo al plan del Padre. Es claro que una tal obediencia exige reconocerse como hijos y disfrutar siéndolo, porque sólo un hijo y una hija pueden entregarse libremente en manos del Padre, igual que el Hijo Jesús, que se ha abandonado al Padre. Y, si en su pasión ha llegado incluso a entregarse a Judas, a los sumos sacerdotes, a quienes lo flagelaban, a la muchedumbre hostil y a sus verdugos, lo ha hecho sólo porque estaba absolutamente seguro de que todo encontraba significado en la fidelidad total al plan de salvación querido por el Padre, a quien — como recuerda san Bernardo — «lo que agradó no fue la muerte, sino la voluntad del que moría libremente».11


«Escucha, Israel» (Dt 6, 4)
6. Para el Señor Dios, hijo es Israel, el pueblo elegido, que Él ha engendrado, que ha hecho crecer teniéndolo de la mano, que ha levantado hasta su mejilla, al que ha enseñado a caminar (cf. Os 11, 1-4); aquel a quien — como suprema expresión de afecto — ha dirigido después su Palabra, a pesar de que este pueblo no siempre la haya escuchado, o la haya recibido como un peso, como una «ley». Todo el Antiguo Testamento es una invitación a la escucha, y la escucha está en función de la alianza nueva, cuando, según dice el Señor, «pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Hb 8, 10; cf. Jr 31, 33).

A la escucha sigue la obediencia como respuesta libre y liberadora del nuevo Israel a la propuesta del nuevo pacto; la obediencia es parte de la nueva alianza, más aún es su distintivo característico. Según esto, la obediencia sólo puede ser comprendida del todo dentro de la lógica de amor, de intimidad con Dios, de pertenencia definitiva a Él, que nos hace finalmente libres.


Obediencia a la Palabra de Dios
7. La primera obediencia de la criatura consiste en venir a la existencia, como respuesta a la Palabra que la llama al ser. Esa obediencia alcanza plena expresión cuando la criatura es libre de reconocerse y aceptarse como don del Creador, de decir «sí» a su procedencia de Dios. Ésta realiza así su primer acto de libertad, un acto de libertad verdadero, que es también el primero y fundamental acto de auténtica obediencia.
No sólo eso. La obediencia propia de la persona creyente consiste en la adhesión a la Palabra con la cual Dios se revela y se comunica, y a través de la cual renueva cada día su alianza de amor. De esta Palabra ha brotado la vida que se sigue transmitiendo cada día. De ahí que la persona creyente busque cada mañana el contacto vivo y constante con la Palabra que se proclama ese día, y la medite y la guarde en el corazón como un tesoro, convirtiéndola en la raíz de todos sus actos y el primer criterio de sus elecciones. Y, lo mismo, al final de la jornada se confronta con ella e, imitando a Simeón, alaba a Dios porque ha visto cómo la Palabra eterna se realiza en los avatares del día a día (cf. Lc 2, 27-32), al tiempo que confía a la fuerza de la Palabra cuanto ha quedado sin llevarse a cabo. Porque, efectivamente, la Palabra no trabaja sólo de día sino siempre, como enseña el Señor en la parábola de la simiente (cf. Mc 4, 26-27).

El trato amoroso y cotidiano con la Palabra educa para descubrir los caminos de la vida y las modalidades a través de las cuales Dios quiere liberar a sus hijos; alimenta el instinto espiritual por las cosas que agradan a Dios; transmite el sentido de su voluntad y el gusto por ella; da la paz y el gozo por permanecerle fieles, al tiempo que hace sensibles y prontos a todo lo que implica obediencia, sea el evangelio (Rm 10, 16; 2 Ts 1, Cool, la fe (Rm 1, 5; 16, 26) o la verdad (Ga 5, 7; 1 P 1, 22).

Con todo, no se debe olvidar que la experiencia auténtica de Dios es siempre experiencia de alteridad. «Por grande que pueda ser la semejanza entre el Creador y la criatura, siempre será mayor la desemejanza».12 Los místicos y cuantos han gustado la intimidad con Dios, nos recuerdan que el contacto con el Misterio soberano es siempre contacto con el Otro, con una voluntad que puede ser dramáticamente desemejante de la nuestra. De ahí que obedecer a Dios signifique entrar en «otro» orden de valores, captar un sentido nuevo y diferente de la realidad, experimentar una libertad imprevisible, tocar los umbrales del misterio: «Porque mis planes no son vuestros planes, ni mis caminos son vuestros caminos, oráculo del Señor. Porque cuanto distan los cielos de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros» (Is 55, 8-9).

Se puede producir temor al adentrarse en el mundo de Dios, tal experiencia, como vemos en los Santos, puede mostrar que lo imposible para el hombre es posible para Dios. Más aún, es auténtica obediencia al misterio de un Dios que es «interior intimo meo»,13 al tiempo que radicalmente otro.


Siguiendo a Jesús, el Hijo obediente al Padre
8. En este camino no estamos solos: nos guía el ejemplo de Cristo, el amado en quien el Padre se ha complacido (cf. Mt 3, 17; 17, 5), y Aquél al mismo tiempo que nos ha liberado por su obediencia. Es Él quien inspira nuestra obediencia para que también a través de nosotros se cumpla el plan divino de salvación.

En Él todo es escucha y acogida del Padre (cf. Jn 8, 28-29); toda su vida terrena es expresión y continuación de cuanto el Verbo hace desde toda la eternidad: dejarse amar por el Padre, acoger su amor de forma incondicionada, hasta el punto de no hacer nada por sí mismo (cf. Jn 8, 2Cool, sino hacer en todo momento lo que le agrada al Padre. La voluntad del Padre es el alimento que sostiene a Jesús en su obra (Jn 4, 34) y consigue para Él y para nosotros la sobreabundancia de la resurrección, la alegría luminosa de entrar en el corazón mismo de Dios, en la dichosa multitud de sus hijos (cf. Jn 1, 12). Por esta obediencia de Jesús «todos son constituidos justos» (Rm 5, 19).

Él la ha vivido incluso cuando le ha presentado un cáliz difícil de beber (cf. Mt 26, 39.42; Lc 22, 42), y se ha hecho «obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, Cool. Es el aspecto dramático de la obediencia del Hijo, envuelta en un misterio que nunca podremos penetrar totalmente, pero que para nosotros es de gran importancia porque nos desvela aún más la naturaleza filial de la obediencia cristiana: solamente el Hijo, que se siente amado por el Padre y le corresponde con todo su ser, puede llegar a este tipo de obediencia radical.

A ejemplo de Cristo, el cristiano se define como un ser obediente. La primacía indiscutible del amor en la vida cristiana no puede hacernos olvidar que ese amor ha conseguido un rostro y un nombre en Cristo Jesús y se ha convertido en Obediencia. En consecuencia, la obediencia no es humillación sino verdad sobre la cual se construye y realiza la plenitud del hombre. Por eso el creyente desea cumplir la voluntad del Padre de forma tan intensa que esto se convierte en su aspiración suprema. Igual que Jesús, él quiere vivir de esta voluntad. A imitación de Cristo y aprendiendo de Él, con gesto de suprema libertad y confianza sin condiciones, la persona consagrada ha puesto su voluntad en las manos del Padre para ofrecerle un sacrificio perfecto y agradable (cf. Rm 12, 1).

Pero antes aún de ser el modelo de toda obediencia, Cristo es Aquel a quien se dirige toda obediencia cristiana. En efecto, el poner en práctica sus palabras hace efectivo el discipulado (cf. Mt 7, 24) y la observancia de sus mandamientos vuelve concreto el amor hacia Él y atrae el amor del Padre (cf. Jn 14, 21). Él es el centro de la comunidad religiosa como aquél que sirve (Lc 22, 27), pero también como aquél a quien confiesa la propia fe («creéis en Dios; creed también en mi»: Jn 14,1) y presta obediencia, porque sólo en ella se realiza un seguimiento firme y perseverante: «En realidad, es el mismo Señor resucitado, nuevamente presente entre los hermanos y las hermanas reunidos en su nombre, quien indica el camino por recorrer».14

NOTAS
10 San Bernardo, Sermones diversos, 42, 3, en Obras completas de San Bernardo, BAC 497, Madrid 1988, VI, 317.
11 San Bernardo, Errores de Pedro Abelardo, 8, 21, en Obras completas de San Bernardo, BAC 452, Madrid 1984, II, 563.
12 Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi (30 noviembre 2007), 43; cf. Conc. Ecum. Lateranense IV, in DS 806.
13 «Más interior que lo íntimo mío». San Agustín, Confesiones III, 6, 11, en Obras de San Agustín, BAC 11, Madrid 1955, II, 165.
14 Benedicto XVI, Carta al Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica con ocasión de la Plenaria (27 de septiembre 2005), en L'Osservatore romano, edición semanal en lengua española, 14 de octubre de 2005, 4.
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