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Sobre el sacerdote

 
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Autor Mensaje
jgonzales
Asiduo


Registrado: 08 Ene 2007
Mensajes: 297

MensajePublicado: Jue Jun 19, 2008 12:49 am    Asunto: Sobre el sacerdote
Tema: Sobre el sacerdote
Responder citando

Halle esto en cierto grupo de oracion por las vocaciones sacerdotales., esta re bien.,


1.- El sacerdote ha de estar lleno de Dios; Dios debe ser la luz de su mente, el calor de su corazón, el resorte de sus acciones. El sacerdote ha de ser hombre de oración; ésta debe ser la fragua en que se temple su espíritu. El sacerdote ha de ser hombre de ciencia, hombre de caridad, hombre de sacrificio. No se le piden sacrificios, sino que ha de vivir sacrificado. El sacerdote no es impecable, y por tanto puedo caer, puedo contristar al Corazón de Cristo. ¡Ay Señor y Dios mío! ¿Qué hacer para evitar tamaña desdicha? Oraré, y oraré sin intermisión; tendré siempre presente los avisos que dabas a tu Apóstoles: “Vigilate et orate! El Corazón de Cristo será el ara donde deposite mis plegarias, el oráculo a quien consultaré en mis dudas, el refugio donde me acogeré en la hora de las pruebas, el lugar de mi descanso, mi perpetua morada. (Apuntes de los Ejercicios preparatorios a su ordenación sacerdotal)

2.- El Sacerdote debe ser de tal manera, que viéndole se vea a Cristo, para que a esta sociedad, tan ofuscada, se le entre Dios, no sólo por los oídos, sino por los ojos; lo cual expresado de otra forma, quiere decir que el Sacerdote ha de ser por sus virtudes fiel copia de Cristo, y como El humilde, y como El dulce en su trato y accesible a todos, y como El puro en términos de que nadie razonablemente lo pueda vituperar y como El caritativo, y para decirlo en una Palabra, a ejem¬plo del celestial Maestro, santo.

3.- Amar a Jesucristo es sentirse atraído por El... es hallarse como a El empujado por una secreta invisible fuerza... es encontrar en El el descanso del alma... [...]. Amar a Jesucristo es interesarse por El, mirando sus cosas como propias [...]. Amar a Jesucristo es hacer su voluntad; su voluntad cuando manda y su voluntad cuando aconseja; su voluntad si exige, y su voluntad si se limita simplemente a insinuar; su voluntad en lo fácil y su voluntad en lo difícil; su voluntad en todo y siempre.

4.- Nada más hermoso, nada más lleno de suave poesía que las rela¬ciones entre el pastor y el rebaño. Vive aquél para éste; vive éste a la sombra de aquél: constantemente se están viendo, constante¬mente se están mirando, y las ovejas conocen al pastor, y el pastor a las ovejas [...]. Estas relaciones son una bella imagen de las relaciones de Cristo con los cristianos. El lo dijo: “Ego... et cognosco oves…”. Nos conoce... oh qué consuelo, y no ignora nuestra flaqueza. Los hombres tenemos el defecto de no ponernos jamás en el lugar de los otros. El fuerte no comprende la debilidad; el valiente no se explica la cobardía: el de claro entendimiento no se da razón de la torpeza del corto de luces... Pero Jesucristo sabe la flaqueza nuestra y no nos exige más de lo que podemos ni deja de ayudamos cuando algo pide. Nos conoce... y no ignora nuestras necesidades.

5.- El sacerdote puede con su palabra imitar, aunque sea de lejos, a Cristo, y ejecutar las maravillas que hacía con la suya el celestial Maestro; pero para que la palabra sacerdotal posea tamaña eficacia es menester que sea total y verdaderamente divina, lo cual no se verificará cumplidamente, sino sometiéndose el ministro del Evangelio a un doble procedimiento, a saber, vaciarse de sí, y llenarse de Dios. Lo primero, esto es, vaciarnos de nosotros mismos, lo realiza la humildad, la que nos desnuda del amor propio que nos hincha, nos engríe, nos enorgullece [...] Lo segundo, el llenarnos de Dios, es obra de otra virtud, no menos necesaria que la humildad, la cual ha sido por cierto objeto de preferencias más señaladas de Cristo, y tema querido y por ende favorito de sus predicaciones: la caridad. La caridad es el amor de Dios, y el amor, harto sabido es, nos liga al ser amado con lazos que son más o menos fuertes, más o menos estrechos, según suben o bajan los grados del amor mismo. Cuando éste se eleva a su última potencia; cuando amamos todo lo que podemos amar, entonces el amado nos llena, y está en nuestra mente, porque en él pensamos de día y de noche; está en nuestro corazón, porque por él suspiramos a toda hora; está en nuestros labios, porque de él hablamos sin cesar; está en nuestras empresas, porque para él trabajamos; está en nuestros caminos, porque por él nos movemos. Así pues, cuando la caridad, que es el amor de Dios, de nosotros se enseñorea, literalmente podemos decir que Dios se hace nuestro dueño: su Espíritu, al modo que el día de Pentecostés, llenó como dicen los libros sagardos el Cenáculo en que los Apóstoles y discípulos estaban reunidos «Replevit totam domum ubi erante sedentes», llena la casa de nuestro pecho, donde vienen a juntarse todas las fuerzas, energías, afectos y pensamientos del alma, o diciéndolo de otro modo, donde el alma se recoge toda entera. Después que hayamos empleado el doble procedimiento de que hablamos, y el sacerdote se haya vaciado de sí propio y se haya llenado de Dios, hablará palabra divina, y se verificará en él lo que en el diácono Esteban, cuando salían a discutir con el célebre levita los diputados de las más insignes sinagogas de Jerusalén. Ninguno podía contrarrestar su sabiduría, ni resistir al Espíritu Santo que ha¬blaba por su boca: «Nemo poterat resistere sapientiae et Spirítui qui loquebatur». Así de este modo la santidad sacerdotal, porque los polos sobre que gira toda santidad son la humildad y la caridad, dará eficacia a la palabra nuestra, y será no sólo ella misma, es decir, nuestra san¬tidad, predicador elocuente. sino alma y vida y fuerza de nuestra predicación.

6.- Si por sus virtudes, el sacerdote, es otro Cristo, si habla palabras de Dios, no palabra de hombre, si movido del celo más puro abre a todos el seno misericordioso del Altísimo, mostrando en él el verdadero paraíso, que buscan en otro lugar, sin jamás encontrarlo, si desempeña, como bueno el ministerio que se le ha confiado, toda carne verá en Jesucristo al único Salvador de los individuos, a los que colma de paz; del hogar, donde se siembra dulce consuelos, y de las naciones, en las que introduce el orden, y con él la felicidad.

7.- El sacerdote debe tener celo, un celo incansable, que nunca desmaye, que se halle dispuesto a todo, que jamás diga basta. Sólo a este precio realizará el sacerdote su altísima misión, debiendo ser por lo tanto no sólo hombre de oración y de estudio, sino también operario activo.

8.- Nos causa pena profunda ver al sacerdote malograr momentos preciosos que debía emplear en el estudio, en el confesionario, en el púlpito, en visitar a los enfermos y en practicar toda clase de obras de caridad. La ociosidad del sacerdote supone un amor muy tibio a Jesucristo y a su Iglesia, una indiferencia casi absoluta por las necesidades de las almas, y hasta una fe muy lánguida o débil. Por eso deseamos que en adelante la laboriosidad sea uno de los distintivos de nuestros eclesiásticos; y que se les vea siempre ocupados en los trabajos de su ministerio, sentándose en el confesionario todos los días algunas horas, estudiando otras y promoviendo empresas caritativas en honra de Dios y bien de sus hermanos.

9.- Por lo común, a la humildad se la define mal, y se la comprende peor. Se la estima como sinónima de encogimiento, timidez; se creen efectos propios suyos el huir de todo el mundo, el arrinconarse, el anularse, y se estima que el humilde nada es capaz de hacer, porque la humildad mata y esteriliza el ingenio y las fuerzas humanas. Y no hay tal cosa. La verdadera humildad es en las regiones del entendimiento, el conocimiento propio, o sea, la clara noción de lo que somos; del bien y del mal que en nosotros hay; de lo que valemos, sin apocamientos ni fingimientos y sin alucinaciones; conocimiento al que acompaña la persuasión íntima de que Dios es el autor de todo lo bueno que en nosotros descubrimos, y nosotros de lo malo. Por eso se ha dicho que la humildad es la verdad. Estos pensamientos del humilde no pueden menos de tener resonancia en su corazón, produciendo el deseo de Dios, y por lo mismo, la aspiración a cuanto hay bello, bueno, perfecto y santo; la desconfianza propia y la confianza en el que es autor de todo bien.

10.- El mundo, ha dicho un escritor, será siempre de aquel que más le ame y mejor se lo demuestre. Según esta regla, el mundo debe ser de Cristo. Nadie lo ha ama¬do como El. Para el mundo vivió, trabajó, padeció y murió; al mundo dio cuanto tenía, sus méritos, su gracia, su vida, su Madre, y cuando el mundo se declaraba contra él todavía lo amaba. Este amor no fue de un día. Ha quedado inmortalizado en la Euca¬ristía, su magisterio, sus ejemplos, su vida, sus sacrificios. Desde él ejerce un verdadero imperio. Se impone a la inteligencia, cautiva los corazones [...]. Los Santos Padres convienen en que la Eucaristía es la continua¬ción de la Encarnación o ésta el principio de aquélla. El Jesús de nuestros altares es el mismo que comienza a ser. Y por cierto que hay rasgos de semejanza. Anonadamiento en el Tabernáculo, anonadamiento en el seno de María; inmolación, inmo¬lación; obediencia, obediencia.


Cada vez que miremos a la Eucaristía debemos acordarnos de la Encarnación, y los devotos de ella debemos celebrar este día como el día grande en que tiene comienzo ese imperio de amor, nuestra dicha y nuestra gloria.

11.- Si quisiéramos definir lo que es una madre, creemos que podríamos decir: una mujer que se reduce toda a corazón; que con el corazón piensa; con el corazón discurre; con el corazón habla; con el corazón hace cuanto ejecuta. Una mujer que lleva el corazón en los ojos, en los labios, en las manos, sin que jamás se le duerma, ni aún se le distraiga siquiera. Este tipo de madre no es imaginario, es real; pero en nadie tuvo la realidad que en la Santísima Virgen, de la cual puede afirmarse que vivía en Jesucristo.

Beato Marcelo Spinola (1835-1906, Cardenal Arzobispo de Sevilla)
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