Gepeto Veterano
Registrado: 26 May 2006 Mensajes: 1941
|
Publicado:
Jue Ago 03, 2006 2:51 am Asunto:
Tema: La Santisima Trinidad |
|
|
Gepeto escribió: | Dije gracias a Dios tengo El Evangelio en la mano, no a ninguna "iglesia", mantengo mi respuesta!!! El Evangelio, aunque usted no le parezca, es parte de La Escritura, concretamente, comienza en Mt. 1:1 y termina en Ap. 22:21, mas conocido como "Nuevo Testamento, "Nuevo Pacto", "Ley del Espiritu", "La Gracia de Dios", etc... |
Cita: | Mentira... jamás he dicho "no me parece que forme parte de la Escritura".... así que te daré una respuesta más amplia para que no mal interpretes. |
Y cuando yo dije que usted dijo esto:? "no me parece que forme parte de la Escritura"
Por que me insulta imputandome algo que no dije? Mida sus palabras si quiere que siga contestandole, algo que hago en contra de ,mi voluntad, pues que es usted mujer y no tengo por que enfrascarme en ningun dialogo doctrinal con usted, mas lo hago por respeto y educacion.
Cita: | Además de que ok, concretamente comienza en Mt. 1:1 y termina en Ap. 22:21, mas conocido como "Nuevo Testamento, "Nuevo Pacto", "Ley del Espiritu", "La Gracia de Dios", etc..... ok, perfecto... pero no hay un criterio tuyo, que diga el motivo por el cual aceptes que el Evangelio pertenece al Antiguo Testamento. |
Tampoco he dicho esto, no se como lee usted, dije que El Evangelio es parte de La Escritura y concretamente, el Nuevo Testamento.
Cita: | Pero te voy a dar mi respuesta:
Primero, ¿sabes tú cómo surgió la Biblia? |
Primero, debes saber que hasta el nombre "Biblia" fue dado por los hombres, Jesus, los Apostoles y profetas le llamaban "Escritura", "Las Escrituras", "La Ley y los profetas", "La Ley", mas, nunca le llamaron "Biblia"...
Cita: | No me refiero a que fue escrita por los apóstoles, evangelistas, etc... Si no a que la Biblia es un conjunto de libros diferentes... ¿Cómo y quién los agrupó en un solo libro y les puso el nombre de “La Biblia”? ¿Acaso no sabes la respuesta? |
Ya la he dicho, hombres...
Cita: | El Canon Bíblico, o los libros que se consideraban inspirados por Dios, quedó establecido por primera vez en el Concilio de Hipona en el año 393 y luego fue ratificado por el Concilio de Cartago en el año 397 y confirmado nuevamente por el Concilio de Trento el 8 de abril de 1546... |
Le aseguro que no me rijo por lo que establecieron los hombres, tengo el conocimiento de la historia del canon y todos los pormenores, pero para mi no son tomados en cuenta a la hora de sacar mis propias concluciones, si usted quiere conocer un poquito mas al respecto, aqui le dejo este articulo:
G. BÁEZ-CAMARGO
BREVE HISTORIA DEL CANON BIBLICO
TERCERA EDICION
ediciones “luminar”
1980
© 1980. Derechos reservados por el autor.
la. edición, junio de 1979
2a. edición, marzo de 1980
ÍNDICE
Introducción
Formación del Canon Hebreo
Formación del “Canon” Griego (Septuaginta)
Formación del Canon del Nuevo Testamento
Bibliografía selecta
INTRODUCCIÓN
La cuestión del canon bíblico, o sea de los libros que deben considerarse como de divina autoridad, ha sido muy debatida en el curso de los tiempos. La verdad es que en la historia del canon hay muchos puntos oscuros. El autor del presente trabajo reconoce las dificultades que se presentan al tratar de ella, las cuales pueden comprobarse por las diferencias que ocurren, en diversos respectos, entre los autores que se han ocupado del asunto. El propósito de este estudio, sin embargo, es marginar las cuestiones de orden doctrinal o teológico, en que el terreno es propicio a las polémicas, y concentrarse, con la mayor precisión posible, en los hechos históricos, hasta donde se han podido comprobar, en cuanto a la formación del canon bíblico. Su propósito es, pues, solamente de índole informativa.
La palabra canon viene del griego, al través del latín, y significa literalmente una vara recta, de donde viene el sentido de norma, o regla en sentido figurado. Es el sentido en que la usa Pablo en 2 Co. 10.13. Llegó a tener otras acepciones. Por ejemplo, en el siglo 2 A.D. significaba la verdad revelada, la “regla de fe”. En su sentido específico de “lista”, “índice” o “catálogo” de libros sagrados, oficialmente reconocidos por las autoridades religiosas como normativos para los creyentes, con exclusión de los demás, canon es un término de origen cristiano. Aparece primeramente en la literatura patrística del siglo 4 A.D. El concilio de Laodicea (363) habla ya de “libros canónicos”. Atanasio (367) se refiere a ellos como “canonizados”. Es al parecer Prisciliano (380) quien por primera vez usa “canon” como sinónimo de Biblia, la cual consiste, para los judíos, de lo que los cristianos llamamos Antiguo Testamento, y para nosotros, de éste y del Nuevo Testamento.
El concepto de canonicidad de un escrito religioso es relativamente tardío, y ha sido diverso, en mayor o menor grado, en el curso del tiempo y hasta hoy, según las épocas, las regiones y las confesiones. En términos muy generales podría decirse que la canonicidad consiste en las razones que se dan para justificar la inclusión de un escrito en el canon. El concepto de canonicidad va asociado con el de inspiración divina. Pero si se define sin más con referencia a éste, puede caerse en un círculo vicioso: ¿Cuáles son los libros canónicos? Los de inspiración divina. ¿Y cuáles son los libros divinamente inspirados? Los canónicos. Desde el punto de vista histórico, los conceptos de inspiración divina y de canonicidad no son estrictamente equivalentes. Parece que es el concepto de inspiración divina el que surge primero, y que posteriormente sirve de base para el concepto de canonicidad. Pero si todos los libros incluidos en el canon se consideraron como de inspiración divina, hubo libros que el consenso general tuvo un tiempo por divinamente inspirados, por lo menos en algún grado, y que finalmente no entraron en el canon. Ante este problema, se ha llegado a distinguir entre lo que se llamaría “inspiración general” e “inspiración especial”. La segunda sería la asignada a los libros canónicos. En la anterior podrían entrar muchos de los que forman la ya muy extensa literatura religiosa de todos los tiempos.
Desde el punto de vista de la historia del canon, se requiere un criterio objetivo y hasta cierto punto empírico. Y al parecer el único de esa índole es el que consiste en la intervención de un dictamen de las autoridades religiosas respectivas. Como hemos de ver en el curso de este trabajo, ese dictamen no es arbitrario. Lo ha precedido el dictamen tácito de los creyentes que forman la comunidad que ha venido usando cierto libro y que le atribuye un carácter sagrado especial. Las autoridades, por ello, puede decirse que no imponen la canonicidad: simplemente la reconocen y le ponen su sello de confirmación oficial. La canonicidad, en este sentido práctico, significa no sólo que una comunidad creyente ha considerado un libro como de inspiración y autoridad divinas, sino que se le ha incluido en un grupo de libros que, en determinado momento, ha sido fijado y cerrado por el dictamen explícito de las autoridades de esa comunidad. Este grupo es el canon. Tal es el sentido que adoptamos en este trabajo.1 No se entra, pues, a discutir en él la cuestión de la inspiración divina de los libros sagrados. Sólo se quiere, como se puntualizó antes, trazar el proceso histórico de la formación del canon.
Propiamente hablando, no hay uno sino dos cánones: el hebreo (o sea el del Antiguo Testamento, según la terminología cristiana) y el del Nuevo Testamento. Convencionalmente, sin embargo, suele hablarse de un segundo canon del Antiguo Testamento, el griego, que otros llaman alejandrino o de Alejandría, dando también el nombre de palestino o de Palestina al hebreo. No todos los autores están de acuerdo con este concepto tricanónico, pues consideran, con razón, que no puede llamarse canon, con propiedad, la lista de libros que forman parte de la llamada Septuaginta, que es sólo una versión griega del canon hebreo en formación, con la adición de libros y textos de especial interés para los judíos alejandrinos, quizá desde un punto de vista más literario que religioso, libros que eran muy leídos y apreciados entre ellos.
Algunos autores creen que si ha de hablarse de tres cánones, el otro del Antiguo Testamento es más bien el samaritano, que consta únicamente del Pentateuco. Todavía otros autores consideran que hay que considerar también como otro canon veterotestamentario el de la comunidad de Qumrán, que incluía libros que no figuran en la Septuaginta, y omitía el de Ester. La verdad es que en realidad no se sabe de ningún dictamen de las autoridades religiosas judías, ya fuera de Palestina, ya de Egipto (Alejandría), que hubiera fijado y cerrado un canon de escrituras para los judíos de este último país. Como veremos en su oportunidad, realmente no sabemos con exactitud qué libros formaban parte de la Septuaginta primitiva. Todas las copias que han llegado hasta nosotros son de mano cristiana. Faltando tal dictamen, la Septuaginta, cualquiera que haya sido su composición original, no se ajusta al concepto de canonicidad que se ha adoptado en el presente ensayo. No obstante, cuando con fines comparativos usamos la terminología convencional, empleando la designación de canon griego para referirnos a la Septuaginta o Versión de los Setenta, usamos “canon”, así, entre comillas.
FORMACIÓN DEL CANON HEBREO
Hay un largo periodo que podría llamarse precanónico, de extensión difícil de fijar siquiera aproximadamente, pero que debió de haber sido por lo menos de unos cinco siglos, en que existen, primeramente, materiales que preservan la tradición oral y de los cuales, ya en una primera selección, que podría llamarse “natural”, porque no es impuesta por ninguna autoridad, excepto la de la popularidad, se van consignando algunos por escrito. Los más antiguos son sin duda de índole folklórica: poemas épicos y cánticos que corren de boca en boca, y que cuando llegan a formar parte de relatos históricos son generalmente de más antigüedad que el contexto en que se insertan. En esta forma, o como cánticos separados, que es el caso de algunos salmos, vienen finalmente a formar parte del canon, y de este modo a llegar hasta nosotros.
La lista de éstos no es pequeña. Hela aquí, en el orden en que aparecen en la Biblia, pero que, por supuesto, no es precisamente el de su antigüedad: Cántico de la espada, Gn. 4.23, 24; Maldición de Canaán, Gn. 9.25–27; Oráculo de Yahvéh, Gn. 25.23; Bendiciones de Isaac, Gn. 27.27–29, 39, 40; Bendiciones de Jacob, Gn. 49.2–27; Epinicio de Moisés, Ex. 15.1–18; Estribillo de Míriam, Ex. 15.21, repitiendo 15.1; Cántico del Arnón, Nm. 21.14, 15; Cantar del pozo, Nm. 21.17, 18; Poema de los romanceros, Nm. 21.27–30; Seis profecías de Balán, Nm. 23.7–10, 18–24, 24.3–9, 15–19, 21–22, 23–24; Cántico de Moisés, Dt. 32.1–43; Bendición de Moisés, Dt. 33.2–29; Cántico de los astros, Jos. 10.12, 13; Epinicio de Débora, Jue. cap. 5; Enigma de Sansón, Jue. 14.14; Dicho de Sansón, Jue. 14.18; Cántico de Sansón, Jue. 15.16; Cantar de las mujeres, 1 S. 18.7; Elegía de David (por la muerte de Saúl y Jonatán), 2 S. 1.19–27; Elegía de David (por la muerte de Abner), 2 S. 3.33,34; Salmo de la liberación, 2 S. 22.2–51 (Sal. 1 ; Canto postrero de David, 2 S. 23.1–7; Salmo de David, 1 Cr. 16.8–36 (Sal. 105.1–15; 96.1–13; 106.47, 4 ; Salmo de Ezequías, Is. 38.10–20; Salmo de Jonás, Jon. 2.2–10; Salmo de Habacuc, Hab. cap. 3.
Entre esos antiguos materiales orales y escritos, son de particular importancia los que expresan las relaciones del pueblo con Dios. Son de dos clases: a) códigos o cuerpos de leyes prescritas por él para regir la vida individual y comunitaria, y b) fórmulas rituales y reglamentos del culto establecidos por mandato divino. Habiendo existido al parecer, primeramente, por separado, algunos de ellos, probablemente la mayoría, quedaron incorporados al Pentateuco, pero todavía puede advertirse que forman grupo. Algunos de ellos, que han podido discernirse en el conjunto, son leyes como las de las lesiones, Ex. 21.12, 15–17; la que prohíbe ayuntarse con bestias, Ex. 22.19; las del adulterio y las relaciones sexuales entre parientes próximos, así como contra la homosexualidad, Lv. 20.10–13; el Decálogo, que existe en dos recensiones, Ex. 20.1–17 y Dt. 5.1–21; el que se ha denominado Código del Pacto, Ex. 20.22–23.19, probablemente el Libro del Pacto mencionado en 24.7, y del que algunos autores excluyen partes que suponen incorporadas posteriormente y que formaban originalmente un Decálogo ritual (23.12, 15–17; 22.29, 30; 23.18, 19); el llamado Código ritual, Ex. cap. 34; el designado como Código deuteronómico, Dt. 12–26, el denominado Código de santidad, Lv. 18–26 y un Ritual del Arca, Nm. 10.35, 36.
Los eruditos consideran que las principales tradiciones que finalmente se consignaron por escrito son por lo menos tres: una en que se usa para Dios el nombre de Yahvéh, y a la que por eso se ha llamado yahvista; otra que prefiere el nombre Elohim, que significa simplemente “Dios”, que por tanto ha recibido la designación de elohista, y una tercera, más tardía, quizá de los últimos tiempos de la monarquía, y que por los temas en que hace hincapié y la importancia que se da en ella al culto y al sacerdocio se ha llamado sacerdotal. Los materiales de estas tres tradiciones o fuentes documentales se han combinado, según el consenso de los eruditos modernos, en la composición del Pentateuco. El Código deuteronómico, citado arriba, pertenecería probablemente a la tradición sacerdotal, y se habría redactado quizá en tiempos de Ezequías, como una nueva versión de la peregrinación por el desierto y una nueva codificación de las leyes. Se ha sugerido, con muchos visos de probabilidad, que “el libro de la Ley”, encontrado en el templo en tiempos de Yosiyahu (Josías) podría haber sido una primera redacción del mencionado Código deuteronómico o una recensión primitiva del Deuteronomio. Algunas autoridades identifican la tradición sacerdotal con un código en forma, llamado Código sacerdotal, cuya presencia, según algunos eruditos, se haría notar desde el primer capítulo del Génesis, que habría sido originalmente parte de él.
Existieron también libros y otros materiales escritos que se perdieron, algunos de los cuales se mencionan por nombre y se citan en la Biblia: Libro de las guerras de Yahvéh, Nm. 21.14, 15; Libro de Yasar (o “del Justo”), Jos. 10.13, del cual tomó el autor de los libros de Samuel la elegía de David, 2 S. 1.18; Historia del profeta Natán, Profecía de Ajiyáh el siloneo, Visiones de Yedo (o Ido) el vidente, 2 Cr. 9.29; Libro de la historia de Salomón, 1 R. 11.41; Libro de las crónicas de los reyes de Judá, 1 R. 15.7; Libro de las crónicas de los reyes de Israel, 1 R. 15.31, libros, estos dos últimos, que no son nuestros libros 1o• y 2o• de Crónicas, y Libro de Yahvéh, Is. 34.16. Seguramente hubo materiales que se perdieron también, pero no se mencionan, y que posiblemente sirvieron de consulta a los escritores sagrados y hasta acaso se incorporaron en la Biblia sin que puedan ahora distinguirse. Por ejemplo, algunas autoridades sugieren que 1 S. 8.11–17, es quizá parte de un libro que Samuel redactó con los fueros o atribuciones del rey, especie de Constitución de la monarquía, que se habría guardado en el santuario de Mispa. Se ha sugerido también que podría tratarse del pequeño código contenido en Dt. 17.14–20, que el deuteronomista, escritor muy posterior a Samuel, habría encontrado e incluido en su versión del Código del Pacto, o sea en el llamado Código deuteronómico, mencionado anteriormente. Estas sugerencias son, por supuesto, aunque plausibles, más bien conjeturales.
Sí sabemos positivamente que a fines del siglo 8, el rey Ezequías mandó formar una colección de Proverbios de Salomón (Pr. 25.1), que se incorporó al libro de Proverbios canónico (caps. 25–29), y que ordenó que en la liturgia del templo se cantaran salmos de David y de Asaf (2 Cr. 29.30). Para eso, naturalmente, hubo que formar un “himnario”, una colección. No sabemos qué salmos la formaban, pero es probable que figuren en la sección del actual libro de los Salmos comprendida del 3 al 72 (véase Sal. 72.20), así como algunos de la colección de salmos de Asaf de la porción Sal. 73–83.
Al parecer Isaías escribió algunas de sus profecías (30. . En Jer. 36 se habla de un libro dictado por el profeta, que contenía los mensajes de Dios que se le habían comunicado (36. , los cuales se llaman también “las profecías de Jeremías” (36.10). Muy probablemente contenía parte del libro canónico de Jeremías. Fue el que quemó el rey Joaquín y del que se sacó una “segunda edición”, o sea una nueva redacción ampliada (36.32). Por otra parte, Jeremías cita en 26.18 textualmente Miq. 3.12, y en 49.14–16 Abdías 1–4, casi textualmente. Esto muestra que en su tiempo (mediados del siglo 7) existían ya por escrito las profecías de ambos.
La primera alusión a un libro considerado tácitamente como “sagrada escritura”, o sea como de autoridad divina, es la que se hace al “libro de la Ley” que se halló en el templo durante las obras de reparación del tiempo de Yosiyahu (Josías), que hemos mencionado ya (2 R. 22. . En 23.2 se le llama “Libro del pacto”. Esto sucedió en 621 a.C. Al parecer fue entonces cuando tuvo su comienzo, en cierto modo, el canon hebreo, y de cierta manera también, el concepto judío de canonicidad, aunque iban a pasar muchos siglos antes de que se empleara esta palabra. Porque ese libro se leyó y oyó, y fue aceptado por el pueblo, como un libro cuyos preceptos debían ser recibidos y obedecidos como mandamientos de Yahvéh, o sea como Palabra de Dios (23.3). Se deduce que las vigorosas reformas religiosas de Yosiyahu, y la celebración de la pascua, fueron consecuencia de ese acatamiento de las palabras del libro (23.4–23) como mandatos divinos. No se consigna en el pasaje citado ninguna declaración explícita del sumo sacerdote Jilquiyahu (Hilcías) o del rey en ese sentido, pero la forma como se procedió con el libro encontrado y la manera como se pusieron inmediatamente en práctica sus preceptos muestra que tácitamente se le concedió la suficiente autoridad para ser considerado como lo que más tarde se llamaría “libro canónico”.
En el segundo libro de los Macabeos (2.13) se dice que Nehemías “fundó una biblioteca y reunió los libros referentes a los reyes, los de los profetas, los de David y las cartas de los reyes sobre las ofrendas”. Quizá “los libros referentes a los reyes” aludía a los libros de Samuel y de Reyes canónicos, que los judíos llamaron “Profetas anteriores”. Entonces “los de los profetas” aludiría a los llamados “Profetas posteriores”, los profetas propiamente dichos. “Los de David” serían los Salmos, en una primera compilación. No se puede colegir cuáles son esas “cartas de los reyes sobre las ofrendas”. Las “ofrendas” son, sin duda, las que se llevaban al templo. Por lo demás, de este pasaje pueden sacarse por lo menos dos interesantes conclusiones relativas al canon en formación. La primera es que la tradición recogida por Macabeos era que en tiempos de Nehemías existía ya formado el Pentateuco (la Ley o Toráh), de modo que no hubo necesidad de que Nehemías “reuniera” los libros que lo componen. La segunda es que las demás partes de la Biblia hebrea no estaban todavía bien determinadas. “Los (libros) de David”, que, como hemos dicho, es casi seguro que se refiere a los Salmos, es alusión que parece indicar el principio de la formación de la sección de la Biblia hebrea llamada los Escritos, de la que los Salmos es el primero, y cuya mención podría tomarse como genérica de toda la sección. Es ésta la manera como al parecer se designa esa sección en Lc. 24.44 cuando Jesús dice: “Todo lo que está escrito acerca de mí en la Ley de Moisés (la Toráh o Pentateuco), en los profetas (Anteriores y Posteriores) y en los Salmos” (los Escritos en general). Es obvio que Jesús aludía a toda la Biblia hebrea, como se conocía ya en su tiempo.
Al volver del exilio, Esdras, “competente erudito de la ley de Moisés”, traía consigo “la ley de Dios” (Esd. 7.6–14). En Neh. 8.1 se le llama “Libro de la Ley de Moisés”. A su vez, como lo había mandado hacer Yosihayu, lo leyó al pueblo como libro sagrado (hoy diríamos “canónico”), y el pueblo lo acató como tal, obedeciéndolo. Se ha sugerido que ese libro era el Código sacerdotal, al que se ha aludido antes, núcleo del actual Deuteronomio. Otras autoridades creen más probable que fuera ya este libro completo, en una primera recensión, mientras otras opinan que se trataba ya del Pentateuco mismo, en una forma primitiva que bien podría llamarse Protopentateuco. Esto último es todavía mucho más probable si se atiende el testimonio de ciertos papiros de Elefantina, según los cuales el Artajerjes de Esd. 7 sería Artajerjes II (405–308) y no Artajerjes I (466–424), como generalmente se ha creído. De ser así, Esdras habría llegado a Jerusalén a principios del siglo 4, después y no antes de Nehemías. Para entonces el Pentateuco estaba ya formado, bajo el nombre global de “la Ley” (Toráh), y este habría sido, definitivamente, el libro que Esdras traía de Babilonia.
Lo que se ha llamado el cisma samaritano, y para el cual algunos autores dan como fecha el siglo 5, en tanto que otros señalan la segunda mitad del siglo 2, parece haber sido un proceso gradual de alejamiento y separación, que tuvo una visible y dramática señal en la construcción del templo samaritano del monte Guerizim, ocurrida, según Josefo, en la época grecopersa, hacia mediados del siglo 4. Esa separación culminó en el grande y decisivo rompimiento final en 128 a.C., cuando Juan Hircano, sumo sacerdote y gobernante judío de la dinastía de los asmoneos, destruyó el templo citado y la ciudad aledaña de Siquén. Es natural pensar que para el culto samaritano en Guerizim era menester contar con un texto sagrado al que se le reconociera suma autoridad, el cual tuvo que ser el del Pentateuco, única escritura sagrada reconocida hasta hoy por los samaritanos. Por lo cual puede afirmarse casi con seguridad que por lo menos para fines del siglo 4 el Pentateuco estaba ya completado. El texto, sin embargo, no corresponde enteramente al del Pentateuco masorético que figura en nuestras Biblias, y que usualmente es más conciso que aquél, que contiene expansiones y armonizaciones de pasajes paralelos, así como alteraciones de carácter sectario.
No se ha fijado todavía con alguna seguridad la antigüedad del rollo que la comunidad samaritana de Nablús conserva celosamente, pero según el erudito español F. Pérez Castro, que tuvo el extraordinario privilegio de examinarlo detenidamente y fotografiar su contenido hacia mediados del presente siglo, sólo la última parte (Nm. 35.1- Dt. 34.12) es antigua. Cuán antigua no lo señala el citado autor, como tampoco propone fecha para el rollo en total. La época más antigua que se ha sugerido es el siglo 11 y la más reciente, el siglo 14. Como se ve, es un manuscrito relativamente reciente, lo cual no permite saber en qué estado se hallaba el libro en el siglo 4 a.C. y que muy probablemente era, como el de Esdras, un Protopentateuco. Los samaritanos admiten que fue Esdras quien reintrodujo el libro de la Ley, pero sostienen que no fue el auténtico sino una falsificación fraguada por él.
El apócrifo llamado II Esdras, y también “Apocalipsis de Esdras”, que data de fines del siglo 1 A.D., consagra su capítulo 14 a los trabajos escriturísticos de dicho personaje. En éste se relata que, en vista de que la ley de Dios había sido “destruida en el fuego”, Esdras pide al Señor que lo llene de su santo espíritu a fin de volver a redactar, bajo inspiración suya, los libros que la contenían. Dios accede y le ordena que dicte a cinco escribas lo que él pondrá en su mente. Así lo hace Esdras, y durante 40 días dicta día y noche un total de 94 libros. Dios le ordena promulgar 24 de ellos (supuestamente los del canon hebreo completo) y reservar los otros 70 para la lectura sólo de “los sabios” del pueblo. Se trata, por supuesto, de una leyenda sin suficiente base histórica, pero el hecho de haberse formado indica la existencia de una muy antigua tradición que podría significar que Esdras tuvo en verdad una importante participación en la formación del canon, de la cual no quedó en Esdras-Nehemías canónico noticia detallada.
En el libro de Daniel, escrito a principios del siglo 2 a.C., se dice que el profeta “estaba estudiando en los libros… la palabra de Yahvéh que hubo para Jeremías” en cuanto a la duración de la cautividad. El plural “los libros” parece aludir a la segunda sección del canon hebreo llamada Los Profetas, que habría quedado completada hacia el año 200 a.C. Esta referencia parece confirmarlo. (El libro de Daniel mismo no pertenece, en la Biblia hebrea, a esa sección sino a la tercera, llamada de los Escritos.)
Por su parte, el traductor del deuterocanónico Eclesiástico o Sabiduría de Jesús Ben Sira (o Sirac), que era nieto de este autor, dice en su prólogo, escrito en 132 a.C., que su abuelo “se había dado muchísimo a la lectura de la ley y de los profetas, y de los otros libros de nuestros padres”. Casi no cabe duda de que se estaba refiriendo a las dos primeras secciones de la Biblia hebrea, que estarían ya formadas en vida de su abuelo, lo cual podría fecharse por lo menos hacia el 200 a.C., dato que coincide con el de Daniel, o poco antes. “Los otros libros” serían al parecer los que llegaron a formar parte de la sección Escritos, entonces todavía en proceso de formación, y acaso algunos otros que no llegaron a quedar incorporados a ella.
Finalmente, en otro deuterocanónico, el primer libro de los Macabeos, cuya redacción se fija usualmente hacia el 100 a.C., se hace alusión a “los libros santos que están en nuestras manos”, o sea, “nuestros libros sagrados”, expresión que indica la existencia ya de un grupo o colección de libros que, aunque no hubiera todavía de por medio una declaración de las autoridades religiosas, eran considerados por la tradición y el uso general como Sagradas Escrituras (I Mac. 12.9). Durante la persecución emprendida por Antíoco IV Epífanes contra la religión judaica en la primera mitad del siglo 2 a.C., deben de haberse destruido muchas copias de los libros sagrados judíos. “Si en poder de alguno se encontraba un libro de la alianza… se le condenaba a muerte” (I Mac. 1.57). Este libro era casi seguramente la Toráh, o libro de la Ley. Judas Macabeo (167–61) “reunió… todos los (libros) que habían quedado dispersos por la guerra que sobrevino contra nosotros” (II Mac. 2.14).
Otros testimonios de que la colección de libros que constituyen el canon hebreo estaba prácticamente formado antes del fin del primer siglo de nuestra era, son de fuente cristiana. El primero es el de Lc. 24.44, que ya hemos citado. Sólo añadiremos que cuando Jesús se refirió, probablemente, a la sección Escritos simplemente como “los Salmos”, no fue solamente por ser éste el libro más extenso e importante de esa sección de las Escrituras hebreas sino por las numerosas alusiones mesiánicas que hay en él. En Mt. 23.35 se halla el segundo testimonio, consignado también como paralelo en Lc. 11.51. Las palabras de Jesús “desde Abel… hasta Zacarías” podrían equivaler a “desde el Génesis hasta 2 Crónicas”, y resultar una alusión a toda la Biblia hebrea, ya que 2 Crónicas es en ella el último de los libros.
Para que quedara formalmente constituido el canon hebreo como tal, se requería, según el concepto de canonicidad adoptado en el presente ensayo, y expuesto al principio, un dictamen explícito de las autoridades religiosas del judaísmo. Ese dictamen se produjo en Yabneh (o Jamnia), población situada en la costa del Mediterráneo, entre Yafo (Jope) y Asquelón. Se sabe que en ese lugar existía, después de la caída de Jerusalén (70 A.D.), un cuerpo de maestros de la ley, establecido, con permiso de los romanos, por el rabí Yojanán ben Zakkai. Ahora que el templo había sido destruido, no quedaba más centro de cohesión de la fe judía que las Sagradas Escrituras. Se imponía fijar, de una vez por todas, cuáles eran éstas, mediante un dictamen oficial e inapelable. Los rabinos de Yabneh procedieron a ello. Se discute todavía hoy si para tal propósito hubo una sola sesión, y en qué fecha, o hubo varias reuniones del cuerpo que formaban, llamado también por los autores que se ocupan del asunto, “concilio” o “sínodo”. Hasta se han expresado dudas de que efectivamente hubiera habido una reunión en Yabneh en que se fijó y cerró el canon hebreo. La mayoría de los autores, sin embargo, lo dan por hecho, aunque difieren en cuanto a la fecha. Lo más probable parece ser que los rabinos de Yabneh hayan tenido no una sino varias reuniones para estudiar la cuestión, hasta que en una de ellas emitieron por fin su dictamen. La fecha de esto varía, en opinión de los eruditos, y lo más seguro es decir que ocurrió entre los años 90 y 100 A.D. Hay quien todavía menciona un sínodo de Yabneh en 118 A.D., pero si lo hubo, en él bien pudo haber tenido lugar sólo una ratificación de lo resuelto anteriormente.
Josefo (Contra Apión, 1, escribiendo hacia 95 A.D., por el tiempo en que el sínodo de Yabneh ha decidido o está próximo a decidir qué libros sagrados forman el canon, y de todos modos cuando ya sin duda habría un consenso general y más o menos oficial sobre el punto, da la lista de 22 libros “que con justicia se cree que son divinos”: “cinco que pertenecen a Moisés”, 13 libros que “los profetas, que vinieron después de Moisés, escribieron” y cuatro que “contienen himnos a Dios y preceptos para la conducta de la vida humana”. No los enumera por nombre, pero los cinco atribuidos a Moisés son, por supuesto, los del Pentateuco. Cuáles eran para él los 13 de los profetas y los otros cuatro, es materia de conjetura. Su clasificación no parece coincidir con las secciones Profetas y Escritos con que vino a quedar completa la Biblia hebrea en su forma actual. Su manera de agruparlos pudo muy bien estar influida por el orden de los libros en la versión griega Septuaginta que, como escritor en griego, sin duda conocía y manejaba. Así, es probable que su grupo de los 13 haya estado constituido por Josué, Jueces-Rut, Samuel, Reyes, Crónicas (reduciendo estos pares a un solo libro), Esdras-Nehemías, Ester, Job, Isaías, Jeremías-Lamentaciones, Ezequiel, los 12 (después llamados “profetas menores”, como un solo libro) y Daniel. Y que su último grupo, el de los cuatro, lo formaron Salmos, Proverbios, Cantares y Eclesiastés.
No es seguro cuál fue la manera como Yabneh numeró y agrupó los libros canónicos judíos. Lo que se ha considerado más probable es que eran originalmente 24, pero que después algunos autores, como Josefo, los reagruparon artificialmente para que resultaran 22, como las letras del alefato o alfabeto hebreo. Entre los autores modernos unos siguen opinando así, pero otros creen que fue a la inversa, que originalmente eran 22 y que resultaron 24 cuando Rut se separó de Jueces, y Lamentaciones se desglosó de Jeremías, para colocarlos en la tercera sección, la de los Escritos. En cuanto al orden de colocación de los libros, sólo es unánime el de los más conocidos y venerados, los cinco del Pentateuco. Los de las otras dos secciones no siempre aparecen en el mismo orden.
Lo importante, sin embargo, no es la numeración adoptada ni el orden de su colocación, sino cuáles fueron, como quiera que se cuenten y ordenen, los libros declarados como constituyentes del canon hebreo por el sínodo de Yabneh. Y en esto no hay duda, aunque algunos de ellos, como indicaremos después, todavía fueron debatidos por algún tiempo tras la decisión de Yabneh. Son los siguientes, en las tres secciones en que finalmente quedaron agrupados y tal como se encuentran en las ediciones actuales de la Biblia: La Toráh (libro de la Ley, Pentateuco); los Nebiim (Profetas) subdivididos en “Anteriores” (Josué, Jueces, 1 & 2 Samuel, 1 & 2 Reyes) y “Posteriores” (Isaías, Jeremías, Ezequiel, los Doce “Menores”) y los Quetubim (Escritos), o escrituras misceláneas, que son Salmos, Job, Proverbios, los Meguilot o “rollos”: Rut, Cantares, Eclesiastés, Lamentaciones y Ester, y finalmente Daniel, Esdras-Nehemías y 1 & 2 Crónicas.
Ahora podemos reconstruir, pero tratándose de fechas siempre sólo con aproximación, el curso seguido en la formación del canon hebreo, en vista de los datos que poseemos y que han sido apuntados sucintamente en nuestra exposición anterior. Hasta antes de Yabneh el canon estuvo en un estado que podría compararse al del cemento: primero en una suspensión muy fluida, y luego “armándose” poco a poco hasta quedar en estado sólido y firme. Sólo que en el caso del canon hebreo ese poco a poco duró realmente siglos. Algunos eruditos opinan que cuando cayó Jerusalén (587 a.C.), la Toráh y los Profetas Anteriores existían ya casi en la forma en que vinieron a quedar en el canon. Otros consideran que más probablemente la Toráh “cuajó” durante la cautividad, y que, compuesta de material escrito comenzando más o menos en 1200 a.C., vendría a quedar cerrada hacia el 400. Y que también en el exilio babilónico se habrían estado reuniendo, revisando y agrupando los Profetas Anteriores, hasta quedar prácticamente formada esa sección. De ser así, puede decirse entonces que la Biblia de la cautividad consistía formalmente de esas dos secciones, con la adición muy probable de la edición temprana, relativamente nutrida, de los Salmos, que es casi seguro que existía desde la época de la monarquía, acaso desde el siglo 9, ya que los salmos se usaban en el culto del Primer Templo.
Es probable, sin embargo, que fuera también durante el exilio cuando esa primitiva edición se aumentó, y comenzó a bosquejarse un agrupamiento que apuntara ya al que tiene en nuestro Salmos actual. Este arreglo final parece bastante tardío, como parece indicarlo la estructura que presenta el manuscrito hallado en la cueva 11 de Qumrán (11Psa), que contiene salmos canónicos y otros que no lo son, y en que los primeros se presentan en un orden diferente del que llevan en el texto masorético, además de considerables variantes en la redacción. Por supuesto, no hay que descartar la posibilidad de que el citado manuscrito sea copia más bien de una antología, para uso privado, que el libro de los Salmos propiamente dicho, porque incluye otros materiales, como un pasaje de 2 Samuel, uno de Eclesiástico, un salmo 151, y algunas composiciones apócrifas, como una relativa a los trabajos literarios de David.
Hay mucha probabilidad también de que durante el exilio se haya formado una primera colección de los Profetas Posteriores, con lo que existía por escrito de Jeremías; las profecías de Isaías coleccionadas por sus discípulos, con una segunda parte escrita en el cautiverio y una tercera formada por oráculos y preceptos diversos; quizá lo de Ezequiel (aunque hay la posibilidad de que este profeta fuera editado más bien al regreso de la cautividad), y de los Doce Menores, algunos como Oseas, Amós, Miqueas, Nahum, Habacuc, Abdías y Sofonías, profetas anteriores al exilio. Vimos anteriormente que Miqueas y Abdías existían ya por escrito en tiempo de Jeremías.
Al regreso de la cautividad, durante los siglos 5 y 4, se iría completando la sección de Profetas Posteriores, al añadírsele Ageo y Zacarías, que son profetas de la época del primer retorno bajo Zorobabel, y Joel, Jonás y Malaquías, cuya fecha se ignora, sin que haya suficientes datos para siquiera conjeturarla. Así esta sección podría haber quedado completa hacia el año 300 a.C., y después, con una revisión de ambas partes, toda la sección de los Profetas hacia 200 a.C. De los Escritos, uno de los primeros en editarse pudo haber sido Job. También por este tiempo se daría otra mano al libro de los Salmos, en cuanto a su estructura, y también una mano “semifinal” a Proverbios. Iniciada con estos tres libros, la formación de los Escritos continuaría con la adición de Rut, que existía tal vez desde el siglo 9 o el 8, y separada ahora de Jueces, al que se le había añadido como apéndice quizá durante el exilio, y de Lamentaciones, que aunque data de la época inmediata a la caída de Jerusalén, estuvo, según parece, unido a Jeremías, y se aceptó por estar asociado con su nombre.
Muy debatida fue la aceptación de Ester, Eclesiastés y Cantar de Cantares. Ester corresponde al periodo persa (siglo 4). Parece evidente que la secta de Qumrán no lo aceptaba, porque hasta el momento no se ha hallado ni siquiera un fragmento de ese libro entre lo mucho encontrado en esa zona. Eclesiastés data posiblemente de principios de la etapa helénica, en ese mismo siglo, ya que en él parecen traslucirse algunas influencias de la filosofía griega. Las copias del libro, halladas en Qumrán, son aproximadamente de 150 a.C. En cuanto a Daniel, parece haber quedado en su forma final hacia 165 a.C., aunque algunos de sus relatos son más tempranos. No parece que hubiera problema para la inclusión de Esdras-Nehemías y 1 & 2 Crónicas, probablemente del mismo autor, que W. F. Albright pensaba que podría haber sido el propio Esdras. Si es así, estos libros se redactarían más o menos durante la primera mitad del siglo 4. Si el autor no fue Esdras, sus fechas de composición pueden ser otras. Se ha propuesto, por algunos eruditos, la composición de los libros de Crónicas hacia 500 a.C., no muchos años después del regreso bajo Zorobabel, y su redacción final hacia 425. Otros prefieren una fecha muy posterior, entre 350 y 250. En todo caso, Esdras-Nehemías aparecen como una continuación de Crónicas (cf. 2 Cr. 36.22, 23 con Esd. 1.1–4) y aunque no fuera Esdras mismo el autor, parece fuera de duda que el autor es uno, de modo que su fecha de composición sería igual.
Los Escritos vinieron a quedar agrupados originalmente en cuatro secciones: 1) Salmos, Job y Proverbios; 2) Los cinco rollos: Rut, Cantares, Eclesiastés, Lamentaciones y Ester; 3) Daniel, y 4) Esdras-Nehemías y 1 & 2 Crónicas. Fue el grupo de libros que más tardó en formarse. Vendría a quedar completado, por el debate sobre algunos de los libros, a que antes aludimos, prácticamente hacia 90 A.D., en vísperas casi del sínodo de Yabneh. En cuanto a la razón del debate, parece que el problema con Ester (o al menos uno de los problemas) era que el libro en hebreo, o sea, el original, no menciona ni una sola vez el nombre de Dios. Quizá por eso Qumrán lo rechazó. Hubo algunas dudas sobre Proverbios, pero no cobraron mucha fuerza, ya que lo amparaba el venerado nombre de Salomón. Fue más serio lo de Eclesiastés, porque se dudaba de su ortodoxia en algunos puntos, como 1.3. Por fin lo salvó también el ser atribuido a Salomón. Todavía más seria fue la resistencia a aceptar Cantares, por su tema amoroso. De nuevo lo protegió el prestigio de Salomón, de quien no hubo dudas de que fuera el autor. Pero fue aprobado. sobre todo por la interpretación mística y alegórica: describía el amor entre Yahvéh y su pueblo Israel. Aun después de la decisión de Yabneh en su favor, que debió poner fin al debates, se seguía discutiendo, hasta que por fin el famoso y muy respetado rabí Aquiba (hacia 125 A.D.) salió enérgicamente en su defensa, y dio su famoso fallo: “El mundo entero no es digno del día que el Cantar de los Cantares fue dado a Israel, porque todos los Quetubim son santos, pero el Cantar es el más santo de ellos”. Es interesante que hubo dudas también en cuanto a la aceptación de uno de los grandes profetas, nada menos que Ezequiel. La razón que se invocaba era que los rabinos advertían diferencias entre las ordenanzas consignadas en los caps. 40–48 y las contenidas en la Toráh.
No es seguro definir cuál haya sido el criterio aplicado a los libros para decidir cuáles de ellos entrarían a formar parte del canon y cuáles no. Como hicimos notar en la Introducción, el concepto de canonicidad vino a precisarse mucho tiempo después, y surgió en forma más definida entre los cristianos. Al lado de los libros que después entrarían en el canon, circulaban, con diverso grado de aceptación general, otros muchos libros, sobre todo en los dos o tres siglos anteriores a la era cristiana y en el primero de ésta, además de los deuterocanónicos que formarían parte de la versión griega Septuaginta. Los judíos no empleaban los términos “canónicos”, “apócrifos” y “seudoepígrafos”, terminología de origen cristiano, para distinguir entre los libros de tema religioso. El sentido original de “apócrifo” se explicará al tratar de la Septuaginta. Baste ahora decir que “seudoepígrafo” se llama el libro que se atribuye a algún personaje de importancia y prestigio en la esfera religiosa, y en cuyo título figura el nombre respectivo. Algunos apócrifos son a la vez seudoepígrafos.
Los judíos clasificaban los libros, desde el punto de vista religioso, en tres clases: 1) los “libros que contaminan las manos”, o sea los libros sagrados en grado sumo, que después de fijado el canon podemos llamar “canónicos”; 2) los guenuzim (de la raíz ganaz, “guardar” o “esconder”), o sea, literalmente, guardados, ocultados o almacenados, y 3) los sefarim jitsonim, lit. “libros de afuera” (exteriores, extraños). La curiosa expresión “libros que contaminan las manos”, que en lenguaje usual significaría todo lo contrario de libros sagrados, procede de la Mishnáh, recopilación de leyes orales preservadas por la tradición judía. Quiere decir que los libros así designados son tan santos que comunican su santidad (la contagian, por eso el uso del verbo “contaminar”) a las manos que los manejan, por lo cual se requiere la purificación ritual de ellas, después de usarlos, a fin de no transmitir esa santidad a los objetos profanos que luego se toquen o manipulen.
A veces los guenuzim parecen confundirse con los sefarim jitsonim, y ser considerados entre estos “libros de afuera”. Pero sólo esta última expresión podía entrañar desprecio o hasta repudio. No sucedía así, generalmente, con la primera. Los guenuzim eran libros no autorizados para lectura general y mucho menos para lectura en las sinagogas. Eran libros que se guardaban o reservaban para uso exclusivo de ciertas personas que podían usarlos con discernimiento, porque ofrecían algunos problemas teológicos o de concordancia con la Ley. Sólo los muy entendidos, pues, podrían utilizarlos resolviendo dichos problemas o por lo menos sin recibir daño en sus creencias. Algunos de esos libros se tenían en gran aprecio. Josefo, por ejemplo, los utilizó como fuentes para la redacción de sus obras históricas. Pero no se les consideraba como libros sagrados. Hoy les llamaríamos esotéricos. De ahí que algunos libros que finalmente fueron incorporados en el canon hubieran sido considerados en un principio como guenuzim. Por ejemplo, Proverbios, Cantares y Eclesiastés, hasta que la Gran Sinagoga (cuerpo antecesor del Sanedrín y el sínodo de Yabneh en autoridad) resolvió algunas dificultades que ofrecían. Ester fue mantenido un tiempo en esa categoría. Ezequiel estuvo a punto de ser declarado guenuzí, hasta que un rabino muy respetado, Ananías ben Ezequías, halló solución a las discrepancias que, según dijimos antes, se le encontraban con la Toráh. En las sinagogas existía un aposento o bodega llamada guenuzáh donde se guardaban, excluidas del uso público, las copias también de los libros sagrados que hubieran resultado defectuosas o ya muy gastadas por el uso. Esto ilustra bien el sentido propiamente dicho de guenuzim: libros o rollos puestos fuera del uso oficial, y guardados en lugar seguro, para no quedar expuestos al uso público.
Como “libros de afuera” propiamente dichos podrían citarse algunos libros que se hallaron en Qumrán, al parecer peculiares de la secta, como un “Libro de la Meditación”, un “Libro de Noé”, una “Oración de Nabonido”, un “Apócrifo del Génesis”, unos “Dichos de Moisés”, un “Libro de los Misterios”. En la misma categoría podrían considerarse libros todavía más particulares de la secta, como el “Documento de Damasco” (del cual se había hallado algunos decenios antes una copia en la guenuzáh de una sinagoga del Cairo), los “Himnos de Gratitud” (Hodayot) y la “Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas”. También se sabe de algunos de los que circulaban fuera de la comunidad de Qumrán, y que parece que gozaban de mucha popularidad, como los siguientes:
“Odas de Salomón”, “Vida de Adán y Eva”, “Asunción de Isaías”,1“Testamento de Abraham”, “Historia de los recabitas”, “Testamento de Salomón”, “Testamento de Adán”, “Testamento de Job”, “Libro de Enoc”, “Libro de Adán”, “Libro de Lamec”, “Visión de Isaías”, “Salmos de Salomón”, “Martirio de Isaías”, “Vidas de los profetas”, “Crónicas de Jeremías”, III y IV Esdras, “Libro de los Jubileos”, “Testamento de los Doce Patriarcas”, II y III Baruc, “Asunción de Moisés”, “Testamento de Moisés”, III y IV Macabeos, “Prólogo de Lamentaciones”, y los pertenecientes al género apocalíptico, de los cuales sólo Daniel entró en el canon: “Apocalipsis de Sofonías”, “Apocalipsis de Ezequiel” y todavía otros. Es interesante que casi todos los guenuzim, una vez definido el canon en Yabneh, fueron preservados y usados por los cristianos primitivos, por lo cual el texto que de ellos se conoce es el de copias de origen cristiano. También es interesante notar que una de las decisiones de Yabneh fue que “el evangelio (es decir, los escritos cristianos) y los libros de los herejes no son Sagrada Escritura”.
Volviendo al probable criterio adoptado por los rabinos para declarar un libro como sagrado, a diferencia de otros, parece que los requisitos eran 1) estar escrito en hebreo o arameo; 2) haber sido escrito en el periodo comprendido entre Moisés y Esdras, periodo exclusivo de la inspiración profética, según el concepto rabínico, y 3) estar asociado con algún personaje notable de la historia judía (Moisés, Salomón y David, especialmente, así como los profetas). Por supuesto, el requisito principal era haber sido aceptado generalmente como de autoridad divina. Cerrado el canon en Yabneh, el número de libros sagrados quedaba fijado para siempre; no podía ya haber sustracción ni adición alguna. Y su texto debía permanecer inalterado, de modo que desde entonces se ejerció una escrupulosa vigilancia sobre las copias que se sacaban, para evitar aun la mínima alteración. En cuanto al requisito de antigüedad, se hizo una excepción con Daniel, escrito dos siglos después de Esdras. Muy probablemente se debió a que se consideraba como profeta, pero más bien porque sus profecías se interpretaron como enderezadas contra el gran perseguidor del judaísmo, Antíoco Epífanes, y los seléucidas en general. Pudo también influir mucho su índole apocalíptica, ya que los “apocalipsis” se estaban popularizando en aquella época de crisis nacional. No obstante, no se colocó ese libro entre los Nebiim (Profetas), cuya lista estaba ya cerrada, sino entre los Quetubim (Escritos), en que figuraban libros de redacción tardía. En lo demás, Yabneh mantuvo el criterio de antigüedad. Así, por ejemplo, decretó que “los libros de Ben Sira (el Eclesiástico) y cualesquiera libros que hayan sido escritos desde sus tiempos, no son escritura sagrada”.
En los escritos rabínicos se encuentran alusiones a rollos, por decirlo así, modelo, que se guardaban en el Segundo Templo (el de Herodes). La colección de ellos vendría a ser un protocanon, un arquetipo de la Biblia hebrea, como lo considera Robert Gordis, que servía de base para las copias autorizadas para lectura en las sinagogas. No sabemos qué libros figuraban en esa colección. Pero seguramente sirvieron como pauta a los rabinos del sínodo de Yabneh en sus decisiones, y siendo así, con toda probabilidad eran los del canon fijado por ellos más tarde. Una vieja leyenda judía habla de un “Rollo del templo”, que sería muy probablemente sólo de la Toráh, salvado por los sacerdotes cuando los romanos destruyeron el santuario en 70 A.D., y llevado primero a Bether y más tarde a Bagdad. Según la leyenda, fue de éste del que se sacaron copias para distribuirlas a los judíos de la Diáspora.
Yabneh, como hemos visto, no hizo más que poner su sello de autorización oficial al canon que, sin llevar este nombre, se había venido formando en el curso de varios siglos por el consenso general de quienes, generación tras generación, habían experimentado en su propia vida el efecto saludable que el estudio y acatamiento de los preceptos de unos libros producían, a diferencia de los otros muchos que circulaban y se leían. O sea que la autoridad divina de ellos se percibía y sentía práctica y profundamente en una experiencia vital, o sea, como hoy se acostumbra decir, vivencialmente. Sobre esa base sin duda, se habían seleccionado y preservado los rollos que formaban la colección del templo, y esto era ya un principio de canonización, propiamente dicha, de los escritos contenidos en ellos. Pero, como dijimos en la Introducción, tanto esto corno la posterior declaración formal de Yabneh, era más bien tan sólo una ratificación a posteriori de lo que la experiencia de la comunidad creyente había establecido de sí misma.
FORMACIÓN DEL “CANON” GRIEGO (SEPTUAGINTA)
La primera colección propiamente dicha que se formó de los libros sagrados hebreos fue al prepararse una versión griega de ellos, la que recibió el nombre de Versión de los Setenta o Septuaginta. En el relato de cómo se llevó a cabo se mezclan pintorescamente la historia y la leyenda.
Desde muy antiguo se había establecido en Egipto una numerosa colonia judía, especialmente con la emigración en masa tras la caída de Jerusalén en manos de los babilonios (587 a.C.). Los centros más importantes de inmigrados judíos eran Elefantina y Alejandría, sobre todo esta última. Dedicados principalmente al comercio, pero también al desarrollo de la cultura, ejercían una gran influencia. Entre los más grandes filósofos de la época figura Filón, judío alejandrino. Los monarcas, de origen griego, eran grandes impulsores de las ciencias y las letras. La Biblioteca de Alejandría era un verdadero emporio de la sabiduría y la literatura. Los judíos, al cabo de varias generaciones, conocían el hebreo sólo como una lengua litúrgica, y más y más sentían la necesidad de poseer en su lengua cotidiana, el griego, los tesoros de la literatura judaica, entrañablemente religiosa, comenzando con la Toráh y siguiendo con los demás libros que la tradición tenía por sagrados, en que la historia y la religión de su pueblo estaban tan indisolublemente vinculados. Este anhelo fue el origen y la motivación para la versión Septuaginta.
Y ahora entra la leyenda. Se consigna particularmente en la llamada Carta de Aristeas, probablemente de fines del siglo 2 a.C. Según ella, Ptolomeo II Filadelfo, que reinó en Egipto de 285 a 246 a.C., ordenó, por sugerencia de su bibliotecario Demetrio Falereo, que se hiciera la traducción. Por instrucciones del rey, uno de sus funcionarios, llamado Aristeas, viajó de Alejandría a Jerusalén para pedir al sumo sacerdote Eleazar que enviara un equipo de traductores. El dignatario judío habría mandado entonces 72 ancianos, los cuales en 72 días, trabajando por separado, habrían producido una versión unánime. Pero la Carta de Aristeas se refiere sólo a la traducción del Pentateuco. Josefo, al consignar el relato, dice que lo traducido fue “la ley”, o “las leyes”, lo cual parece confirmarlo (Ant., XI, 2, 13). La traducción recibió el nombre de Septuaginta o de los Setenta (LXX), tomando esta cifra redonda en vez de los legendarios 72. Después se hizo extensivo a toda la versión, que se completó hacia 150 a.C., como se deduce del prólogo al Eclesiástico (132 a.C.) que hace alusión indirecta a ella. No sabemos quiénes fueron los traductores que hicieron el trabajo, pero habiendo tardado éste unos 100 años, es claro que la labor se fue haciendo gradualmente y por diversos individuos o grupos, trabajando al parecer cada uno por su lado. Esto se echa de ver por las diferencias de estilo y de calidad que se advierten en el griego usado y en la manera de traducir.
¿Qué libros fueron los traducidos al griego para formar la Septuaginta? Desde luego, no hay motivos para dudar de la ortodoxia de los judíos alejandrinos, y por consiguiente de que se tradujeron los libros que ya para entonces se consideraban en Palestina como libros sagrados, si bien no debe olvidarse que todavía no había un dictamen de las autoridades religiosas judías que fijaran con precisión su número. Es del todo probable que en la formación de la colección vertida al griego intervinieran, además de las consideraciones específicamente religiosas, también las de orden histórico y literario. Lejos de la patria, era natural que los judíos quisieran tener en su lengua de uso cotidiano, el griego, no sólo aquellos libros normativos de su vida moral y religiosa, sino también algunas muestras, que para ellos serían muy apreciadas, de la literatura y la historia judías en general. Esto permite pensar que los judíos de Alejandría tenían un concepto más amplio que el de los de Palestina en cuanto a los que consideraban como libros sagrados. Por ello también parece natural esperar que en la LXX incluyeran otros libros, además de los que más de dos siglos después iban a formar el canon hebreo oficial. Pero la cuestión es otra vez: ¿Cuáles eran estos libros adicionales?
El hecho es que no lo sabemos con certeza, porque, excepto algunos fragmentos de papiros hallados en Egipto, las copias de la LXX que se conocen hasta hoy son todas de manos de copistas cristianos, incluyendo los manuscritos completos más antiguos: el Sinaítico y el Vaticano, ambos del siglo 4, y el Alejandrino, del siglo 5 A.D. En esas copias figuran escritos no incluidos en el canon hebreo. Pero aun así, hay dos hechos que dificultan el problema de cuáles eran los contenidos en la Septuaginta alejandrina original. El primero es que cuando se hizo la versión griega, no se conocía la forma llamada códice, o sea la de hojas encuadernadas para formar un solo volumen, invento griego empleado primeramente por los cristianos para coleccionar sus libros sagrados. La versión griega original se escribió, por tanto, en rollos sueltos, que podían circular juntos o separados. Seguramente que una colección de ellos se conservó en la sinagoga de Alejandría, pero no subsiste ninguna lista de los que la formaban. El segundo hecho es que no todas las copias que existen contienen exactamente los mismos libros no pertenecientes al canon hebreo. Por ejemplo, II Esdras no se halla en ninguno de los códices griegos que han llegado hasta nosotros. Algunas copias incluyen III y IV Macabeos y un Salmo 151 que faltan en otras. Y no en todas se encuentra la “Oración de Manasés”. La presencia de escritos adicionales, aun tenida cuenta de estas diferencias, en las copias de la LXX que conocemos, deja la fuerte impresión de que en la selección de los libros que formarían parte de ella, los judíos alejandrinos ejercieron bastante libertad y latitud. No sabemos con certeza, en fin de cuentas, cómo era la Septuaginta original, salvo la conjetura de que, por las razones antes expuestas, seguramente contenía todos los libros del canon hebreo. En lo que hay inseguridad es en cuáles eran en ella los adicionales, aunque tampoco hay motivo para dudar de que, en términos generales, contenía la mayoría de los que, unas con otras, aparecen en las copias cristianas, si no es que todos ellos.
El problema es tal que un erudito de tanto relieve como G. W. Anderson, de la Universidad de Edimburgo, insiste en que no hay indicación de que el concepto alejandrino del canon fuera más extenso que el palestino, y que si había diferencia entre ambos, el alejandrino sería más limitado y no más amplio. En consecuencia afirma que no hay prueba definida de que en Alejandría se asociaran otros libros con los del canon hebreo. Pero es interesante que a su afirmación le añade una reserva. Eso fue “durante el periodo antes de ser la LXX adoptada por la Iglesia Cristiana”.1 Casi insinúa que los escritos adicionales, que según él no figuraban en la LXX alejandrina judía original, fueron incorporados por los cristianos, lo cual no sabemos que ninguna otra autoridad en la materia haya siquiera sugerido. Pero el hallazgo en Qumrán de fragmentos de algunos de esos escritos, como Eclesiástico, la Carta de Jeremías y Tobit, indica claramente que por lo menos algunos de ellos se conocían y gozaban de cierta popularidad en la propia Palestina desde el siglo 2 ó 1 a.C. Los alejandrinos, que consideraban Palestina como su centro espiritual y cultural, los habrían conocido también, y no habrían encontrado grave inconveniente en incorporarlos a su colección.
Por supuesto, dada la época en que se produjo la LXX, no es posible saber si los judíos de Alejandría consideraban esos escritos adicionales como de autoridad en el mismo sentido e igual grado que los que más tarde formaron el canon hebreo. Hay pruebas de que, por encima de todos los libros de su colección, consideraban, fuera de toda duda, la Toráh (Pentateuco o la Ley) como de suprema autoridad divina. Siguiendo la pauta de Palestina, que nunca dejaron de tener por normativa, pondrían como siguientes en valor y autoridad los Profetas y seguidamente los Escritos, entre los cuales seguramente el más apreciado sería el libro de los Salmos. Después de los Escritos, como en último lugar, y como de menor valor y autoridad, pondrían los escritos adicionales, entre los cuales habría sin duda también una gradación en estima, con Eclesiástico, Sabiduría y quizá I Macabeos como los más apreciados.
Los escritos que no aparecen en el canon hebreo y que figuran en la LXX, según las copias cristianas que han llegado hasta nosotros, recibieron en un principio y conservaron hasta nuestros días el designado de apócrifos. El término les fue aplicado primeramente por Cirilo de Jerusalén (siglo 4 A.D.) y San Jerónimo (siglo 5 A.D.). Lo usaron, sin embargo, no en el sentido que la palabra tiene hoy en el lenguaje común y corriente, o sea, el de “falso” o “espurio”, sino en su sentido propio original de “oculto” o “secreto” (del verbo griego apocripto, “ocultar”). Es pues, sinónimo, o más bien equivalente, del hebreo guenuzí, y tiene la misma aplicación, que ya hemos explicado anteriormente. Debido a que el vocablo fue adquiriendo en el uso general un sentido diferente del que tuvo en el uso técnico que se le había venido dando tradicionalmente en materia bíblica, desde el siglo 16 empezó a emplearse para designarlos la palabra “deuterocanónicos”, es decir, pertenecientes a un segundo canon o a un canon secundario, o sea el “canon” griego (la LXX). Esta segunda designación ha sido favorecida por los católicos romanos, en tanto que “apócrifos” es de uso corriente entre los protestantes. Los católicos llaman “apócrifos” a los libros que los protestantes designan como “seudoepígrafos”.2 Sin embargo, por razón de la indicada alteración que ha sufrido el vocablo en el curso del tiempo y en el habla ordinaria, en la actualidad van siendo más los biblistas protestantes que prefieren usar el término deuterocanónicos.
¿Cuáles son los libros antiguamente llamados “apócrifos” y ahora “deuterocanónicos”? También aquí se presenta el problema de la diferencia entre los códices griegos y entre las varias ediciones de la LXX y de las versiones que la siguen. Tomemos como tipo el Códice Alejandrino, ya mencionado. Contiene I Esdras, Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit, Baruc, Epístola de Jeremías, I, II, III, y IV Macabeos, las adiciones a Ester, las adiciones a Daniel, las Odas, como adición a los Salmos, compuestas por Ex. 15.1–19, Dt. 32.1–43, 1 S. 2.1–10, Jon. 2.3–10, Hab. 3, Is. 38.10–20, la Oración de Manasés, las adiciones a Daniel, y (demostrando que es un códice cristiano) Lc. 1.46–55, Lc. 2.29–32, Lc. 1.68–79 y Lc. 2.14. Tiene además una colección de escritos que forman un “Himno matutino” y los Salmos de Salomón. El Códice Vaticano contiene lo mismo, excepto I y II Macabeos.
De fines del siglo 4, prácticamente contemporánea de los tres grandes códices griegos antes mencionados, es la versión latina que vino a llamarse la Vulgata, preparada por San Jerónimo (¿347?-420) según instrucciones del papa Dámaso. Siendo un erudito hebraísta, y además hebreófilo reconocido, San Jerónimo quiso en un principio limitar su versión al canon de Yabneh. Pero dos circunstancias hicieron que al fin incluyera en ella los deuterocanónicos. La primera fue el precedente establecido por las versiones latinas antiguas que, basándose más bien en la Septuaginta, los incluían. Las instrucciones, recibidas del papa Dámaso eran que revisara las varias versiones latinas existentes y produjera una sola que viniera a ser la autorizada por la Iglesia occidental. La segunda circunstancia era tal vez de más peso, y era el hecho de que la Iglesia había venido usando la LXX como su Biblia, y los creyentes estaban acostumbrados a considerar los deuterocanónicos como parte de ella. Hubo, pues, fuertes presiones de cristianos influyentes, muy especialmente de San Agustín, para que esos libros no se excluyeran de la nueva versión latina. En vista de todo ello, San Jerónimo transigió. En un tiempo se había referido a los apócrifos en general diciendo que son “como el loco vagar de un hombre cuyos sentidos lo han abandonado” (Ep. 57, 9). Y tal vez porque su lectura requiere maduro discernimiento, aconseja que a una jovencita llamada Paula se la eduque para “evitar todos los libros apócrifos, y si alguna vez desea leerlos, no por la verdad de sus doctrinas sino por respeto a sus maravillosos relatos, que se dé cuenta de que no fueron escritos realmente por aquellos a quienes se atribuyen, que hay en ellos muchos elementos defectuosos, y que se requiere mucha pericia para buscar el oro entre el fango”(Ep. 107, 12).3
Pero tratándose concretamente de los deuterocanónicos, y en su trabajo como traductor y redactor de la Vulgata, compartía el criterio de sus contemporáneos Rufino y Atanasio, llamándolos libri ecclesiastici (en el sentido de libros aceptados por la Iglesia), para distinguirlos de los libri canonici (libros canónicos) o hebraica veritas (verdad hebraica), es decir, los del canon hebreo. A los ecclesiastici les llamaba también hagiographi (lit. “libros santos”). En su Prologus galeatus dice que los libros canónicos del Antiguo Testamento son 22, como las letras hebreas, pero que algunos incluyen Rut y Lamentaciones entre los Escritos, lo cual da 24. Añade que cinco de los libros —Samuel, Reyes, Jeremías-Lamentaciones, Crónicas y Esdras-Nehemías— pueden dividirse en dos, con lo cual los 22 resultan 27. En ese mismo escrito designa Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit, I & II Macabeos y Pastor de Hermas (este último, un libro cristiano que de seguro figuraba en algunas copias) como apócrifos. Como hizo su traducción de Ester del texto hebreo y no del griego, no incluyó las adiciones. Y antecedió su versión latina de Judit, Tobit, Macabeos, Eclesiástico y Sabiduría no sólo con la nota de no hallarse en hebreo, sino con la advertencia de que pueden leerse ad edificationem plebis, non ad auctoritatem ecclesiasticorum dogmatum confírmandam (“para edificación del pueblo, mas no para confirmar la autoridad de las doctrinas de la Iglesia”).4 No parece que haya incluido Baruc en su versión, porque ningún manuscrito antiguo de la Vulgata contiene este libro. Se supone que fue incorporado como por el año 800 por Teodulfo de Orleans.
En forma muy parecida al caso de la LXX original, no sabemos con toda seguridad qué deuterocanónicos contenía la versión de San Jerónimo, que no recibió el nombre de Vulgata hasta el siglo 13, al parecer primeramente por Rogerio Bacón, el franciscano inglés. Inventada la imprenta, fue, como se sabe, el primer libro impreso por Gutenberg, en Maguncia. En 1590 se publicó, por orden de Sixto V, una edición que por ello se denominó Sixtina, y que, muerto este papa, fue reemplazada en 1592, bajo Clemente VIII, por otra, llamada por idéntica razón Clementina (o “sixto-clementina”). La Sixtina no contenía I & II Esdras. La Clementina colocó estos libros al final, añadiendo la Oración de Manasés, todos con un tipo de letra más pequeño. La Clementina fue declarada como definitiva y es la que se usa en latín hasta hoy. La edición Weber, publicada por la Sociedad Bíblica de Stuttgart, contiene los siguientes escritos deuterocanónicos:
Tobit (Tobías), Judit, adiciones a Ester agrupadas al final del libro protocanónico,5 Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, con la Carta de Jeremías al final, adiciones a Daniel 6 y I & II Macabeos. Después del Nuevo Testamento, como Apéndice, aparecen la Oración de Manasés, III & I _________________ SALLATAB SIM AELEP AVOHEJ... |
|