CarlosR26† Veterano
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Publicado:
Lun Oct 10, 2005 5:12 pm Asunto:
La Conversión de San Francisco
Tema: La Conversión de San Francisco |
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LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO A CRISTO
Génesis de un encuentro
por Pierre B. Beguin, o.f.m.
. Francisco de Asís «se convirtió a Cristo». ¿Qué significaba para él esta expresión, «convertirse a Cristo»? ¿Y qué puede significar para nosotros? Pero, en primer lugar, ¿de qué «conversión» se trata? Siendo así que el «hombre nuevo» depende siempre del hombre a secas, ¿quién era el joven Francisco? Siguiéndole paso a paso en el largo camino de su «conversión», llegaremos a descubrir con él el rostro de «su Señor», de Aquel que se le reveló en la capilla de San Damián. Sus rasgos se irán precisando y configurarán para nosotros, como lo hicieron para él, la imagen de un Cristo «vivo y verdadero», siempre presente entre nosotros en la Eucaristía, que nos interpela sin cesar en su Evangelio, y cuya encarnación se prolongará hasta el fin de los tiempos por el ministerio de la Iglesia que Él fundó para eso.
No se trata de rehacer, en el marco de este artículo, la historia de la conversión de san Francisco que, por lo demás, puede encontrarse en todas sus biografías. Nos proponemos sencillamente extraer sus líneas directrices y determinar su desenlace concreto. Éste fue, en efecto, el punto de arranque de la nueva «forma de vida» legada por Francisco a los que quisieran beneficiarse de su propia experiencia espiritual.
Como base de nuestro estudio tomaremos, por supuesto, las fuentes franciscanas contemporáneas de Francisco. Él mismo, en su Testamento, nos habla de su conversión: si bien es muy discreto al referirse a los acontecimientos que la ocasionaron, nos habla de buen grado de su evolución espiritual y de la «forma de vida» que de ella se derivó.
A su testimonio añadiremos el de los hermanos que lo conocieron más de cerca y cuyas informaciones se recogieron en la compilación llamada Leyenda de los tres compañeros (TC). Redactada en 1246-1247, veinte años después de la muerte de Francisco, su autor tuvo en las manos los escritos recogidos por orden del Capítulo General de Génova (1244), entre otros, las «Memorias» de los hermanos Bernardo y Gil, que conservamos todavía (el Anónimo de Perusa), los de los hermanos León, Rufino y Ángel, desgraciadamente perdidos después, y otros testimonios autenticados por estos tres hermanos. Además, en la primera parte de su obra, la intención del compilador es manifiestamente completar y, a veces, corregir la biografía oficial de Francisco, la Primera Vida de Celano, demasiado poco documentada y bastante poco realista respecto a los veinticinco primeros años de la vida de su héroe. Por otra parte, una comparación atenta de las relaciones entre la Leyenda y las fuentes que de ella conocemos viene a garantizarnos la escrupulosa fidelidad de su autor a las informaciones que posee. Celano mismo utilizará esta obra cuando se le pida una nueva elaboración, corregida y aumentada, de su biografía.
Tomando como punto de partida la personalidad del joven Francisco, expondremos brevemente la dinámica de su conversión, para esclarecer finalmente el desenlace de la misma. Veremos así que esta «conversión a Cristo», como la llamaba Francisco mismo (LP 106), fijó para él y para nosotros los rasgos destacados del Cristo «vivo y verdadero», sobre los cuales quiso modelar la «forma de vida» que nos ha dejado. ¡Que esta «génesis de un encuentro» pueda contribuir a una fructuosa revitalización de nuestros propios encuentros con el Señor!
I. LA PERSONALIDAD DE FRANCISCO
Tampoco aquí se trata de presentar un estudio exhaustivo de la personalidad de Francisco. Nos contentaremos con señalar ciertas características fundamentales que reagrupan los elementos suministrados por las fuentes sobre lo que fue Francisco en su juventud. No sería difícil, por otra parte, probar que él siguió siendo el mismo después de cumplir sus veinticinco años, y esto incluso en los defectos de sus cualidades. Pero esto sería el objeto de otro estudio, y muy atractivo por cierto.
1. Una personalidad muy fuerte
Esto llama la atención desde un principio. En cualquier circunstancia, Francisco está siempre seguro de sí mismo. La primera «palabra» suya que nos ha conservado la Leyenda (TC 4) es su réplica a un compañero de cautividad en los calabozos de Perusa. Intérprete de la opinión general, éste le reprochaba su jovialidad y le trataba de cabeza de chorlito. «¿Por quién me tomáis? -replicó Francisco de inmediato-. Día llegará en que seré honrado en el mundo entero». Su segunda palabra también testimonia la misma jactancia: «Sé que he de llegar a ser un gran príncipe» (TC 5). Y para llegar a este alto rango, él, simple hijo de burgués, no duda en pretender el título de caballero.
Francisco es resueltamente no-conformista. No sigue la moda ni la opinión ajena, sino que las crea, tanto por sus extravagancias en el vestir (TC 2) como por su negativa a plegarse al parecer de otros: en la prisión de Perusa, una vez más, Francisco fue el único, contra todos los demás, que se negó a hacerle el vacío a uno de los caballeros, y siguió tratándolo como a un amigo e invitó a los otros a que hicieran como él (TC 4).
Sin duda, lo consiguió, pues siempre se le ve imponerse. Se impone al grupo de compañeros que lo rodean y lo imitan (TC 2), y forman su cortejo cuando, altivo y dominador, marcha por las plazas de Asís (1 Cel 2). Y se impone también a sus padres, que «le tenían mucho cariño, no querían disgustarlo y le consentían tales demasías» (TC 2). Más tarde, con su insistencia y su obsesión, conseguirá que el capellán de San Damián acceda a hospedarlo (TC 16).
Durante el largo proceso de su conversión (1203-1208), «a nadie manifestaba su secreto, ni se valía en todo esto de otro consejo que el de sólo Dios... y, a veces, del que pudiera darle el obispo de Asís» (TC 10). Cuando luego tenga la responsabilidad de dirigir a los hermanos, Francisco mismo nos dirá: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14).
«Tenaz en el propósito, firme en la virtud, perseverante en la gracia, el mismo en todo» (1 Cel 83). La oposición no hace más que reforzarlo en su resolución (TC 11): ni las persecuciones de su padre ni los cariñosos reproches de su madre consiguen «hacerle mudar de propósito» (TC 18), como tampoco consiguen hacerle «claudicar ni titubear» los malos tratos que recibe de parte de sus antiguos amigos o de sus conciudadanos (TC 17).
Así, tal cual, permanecerá durante toda su vida. Es evidente que hay que responder afirmativamente a la pregunta y sospecha de F. De Beer: «¿Tendría, pues, Francisco un carácter autoritario, incluso dictatorial? No está descartado, porque no sólo aparece como un ser de acusada personalidad, sino también como quien impone a los otros sus propios caprichos».
2. Un extrovertido
En el sentido etimológico de la palabra, Francisco es un hombre «vuelto hacia el exterior». Todo al contrario de aquel que permanece «encerrado en sí mismo», Francisco está abierto a los otros y al mundo. Tiene naturalmente necesidad de compartir, de estar en comunión con el otro y con todo. Tiene el don de la «simpatía», de «sentir-con» el otro y, consiguientemente, de ir hacia él. Hacia aquellos caballeros de los que quiere ser émulo: por ejemplo, hacia aquel a quien sus iguales hacen el vacío en los calabozos de Perusa (TC 4), o hacia aquel que tan triste figura hacía con su indumentaria, en vísperas de partir para la Pulla (TC 6). Esta «simpatía», como es manifiesto, muy de buen grado se dirige hacia aquellos que sufren. Se hace «conmiseración», muy especialmente para con los pobres: ella lleva a Francisco a «ponerse en su lugar», literalmente, hasta el punto de hacerse mendigo con ellos en el atrio de San Pedro (TC 10).
Pero su simpatía es universal: «Era como naturalmente cortés en modales y palabras» (TC 3). Ama la vida, la vida a lo grande, y se complace en ella. «Alegre», «generoso, incluso pródigo», «dado a juegos y cantares», «locamente vanidoso», son algunos de los calificativos repetidos con frecuencia por nuestro compilador, que nos presenta a Francisco «de ronda noche y día por las calles de Asís escoltado por un grupo de compañeros» (TC 2).
En una palabra, Francisco es un hombre que necesita prodigarse, o mejor, darse. Darse a las grandes causas, como la de su ciudad en guerra contra Perusa. A un ideal, como el de la caballería, en la que pretendía ser admitido para hacer en ella una carrera de príncipe. Pronto lo veremos a la búsqueda de «su Señor», y toda su vida no será más que el don de sí mismo a ese Señor, una vez que lo haya encontrado.
3. Un hombre de acción
Francisco es ciertamente un idealista, pero no un soñador. El atractivo del ideal pone de inmediato en acción todas sus energías. Se lanza a la acción para conseguir cuanto antes el objetivo que se propone, trátese de la gloria de la caballería o del vasallaje respecto de Cristo.
«Se levanta», «se pone a...», «inmediatamente», «al momento», «sin tardanza», son también expresiones repetidas con frecuencia para caracterizarlo. En su diálogo con el desconocido que le habla en sueños en Espoleto, espontáneamente Francisco desciende a lo concreto: «Señor, ¿qué quieres que haga?» Y, «apenas amaneció», obedeció y «se volvió a Asís a toda prisa» (TC 6). A la orden que le da Cristo de «reparar su casa», contesta inmediatamente: «De muy buena gana lo haré, Señor» (TC 13). Y al instante «se levanta» y toma sus disposiciones para emprender la restauración de la capilla (TC 16). Durante su comparecencia ante el tribunal episcopal, no se para en barras ni se contenta con devolver el dinero a su padre: le devuelve incluso sus vestidos (TC 20). Apenas escuchado y entendido el evangelio de la misa de san Matías, «al momento» pone en práctica lo que acaba de aprender y comienza «sin demora» su misión apostólica (TC 25-26). La noche en que Bernardo le consulta sobre el proyecto que tiene para seguirle, Francisco resuelve sin titubear: «Mañana muy temprano iremos a la iglesia y conoceremos por el libro de los evangelios lo que el Señor enseñó a sus discípulos» (TC 28). Y, hallado el texto, ordena inmediatamente a Bernardo y a Pedro: «Hermanos... Id, pues, y obrad como habéis escuchado» (TC 29).
Esa será siempre su pedagogía para con sus hermanos, y él mismo la plasmará en dos fórmulas impresionantes: Mortal es el saber al que no sigue el bien obrar (cf. Adm 7); y: «Tanto sabe el hombre, cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica» (LP 105).
4. Un hombre de reflexión
Francisco era «enérgico y eficaz en la acción», pero también «prudente en la reflexión» (cf. 1 Cel 83). «De sutil ingenio», su fogosidad natural no le impedía la deliberación. «Entra en sí mismo», «se pone a pensar», son igualmente expresiones frecuentes del recopilador. Sigue en esto al Anónimo de Perusa, el cual se complace en corregir respecto a este punto el retrato de juventud de un Francisco impulsivo y desordenado que nos había dejado Celano (cf. 1 Cel 4-5; AP 5 y TC 5).
Por haber rechazado a un pobre que le pedía limosna «por amor de Dios», Francisco se sintió movido a entrar dentro de sí mismo y a reconvenirse por su acción, tras de lo cual tomó la decisión de extender a los desgraciados la liberalidad y cortesía que solía tener con los grandes (TC 3). Después del sueño de las armas, Francisco «vuelve y revuelve el asunto en su mente» buscando el sentido que debe darle (AP 5); el sueño de Espoleto, por su parte, lo sumergió en una reflexión tan profunda «que aquella noche no pudo reconciliar el sueño» (TC 6).
En el tiempo en que trabajaba como albañil en la reparación de San Damián, «se detuvo a reflexionar» sobre el trato privilegiado que le dispensaba el sacerdote, y se dirigió a sí mismo todo un sermón: la consecuencia fue mendigar en adelante él mismo su comida (TC 22). Poco familiarizado todavía con la Escritura, se hizo explicar por el mismo sacerdote el evangelio escuchado en la misa, para «comprenderlo mejor» antes de conformar a él su vida (TC 25). Consultado él mismo, a su vez, por Bernardo «sobre el mejor modo de disponer de sus bienes», Francisco le contestó que era al Señor a quien había que consultar, y que irían juntos a buscar su respuesta en el Evangelio (TC 28).
Todo esto nos prueba bien que el acero de su voluntad estaba templado en la reflexión. Impulsivo por temperamento, Francisco aprendió, a lo largo del duro noviciado de su conversión, a desconfiar de su primer impulso (cf. TC 17) y a buscar la inspiración divina en la oración y en la reflexión (TC 10, 12, 13, 16).
Estos rasgos fundamentales de la personalidad de Francisco están ya presentes en el retrato con el que el autor de la Leyenda de los tres compañeros abre su relato (TC 2-3). Vamos a ver que Dios hace «de estas virtudes naturales» como «peldaños» para elevar al joven hasta Él (TC 3).
II. LA DINÁMICA DE LA CONVERSIÓN
Como siempre, Dios es quien toma la iniciativa (TC 4-7). Copiando de Celano su retórica y sus citas escriturísticas diremos que fue Él quien «puso freno en la boca» de Francisco, quien «cerró de zarzas su camino y alzó un muro» (1 Cel 2-3; cf. Os 2,8).
Comienza entonces un largo cambio total (TC 8-13) que llevará al joven a descubrir a su verdadero Maestro (TC 13-15), sus exigencias progresivas y liberadoras (TC 16-24), y, finalmente, la propia vocación (TC 25-26). Se convertirá así en el promotor de una nueva «forma de vida» religiosa «según la forma del santo Evangelio» (TC 28-29).
1. El camino cortado (TC 4-8)
El joven Francisco estaba «ansioso de gloria», y Dios se sirvió de esa inclinación natural suya para atraerlo y hacerlo pasar de la sed de vanagloria a la ambición de la verdadera gloria (TC 5). Sin duda alguna, Francisco tomó parte en las luchas de Asís por conquistar sus libertades comunales (1198), y, más tarde, en las de la burguesía por asegurar su preponderancia en la ciudad (1200). En los dos casos Francisco compartió sus triunfos. Pero su primer alistamiento militar, en la guerra entre Asís y Perusa, se saldó con un fracaso estrepitoso y un año de prisión en manos del enemigo (TC 4).
Si bien salió de ello mortificado en su orgullo patriótico, aquella prolongada camaradería con los caballeros, cuya prisión compartía, no pudo sino halagar su amor propio y exacerbar su sed de grandezas. Vuelto a su casa, el sueño de un castillo lleno de armas, prometido «a él y a sus caballeros», lo confirma en su ambición de hacerse admitir en la nobleza. Lleno de entusiasmo y de confianza en «un porvenir principesco», cuya pompa adopta por adelantado, emprende viaje hacia la Pulla. Pero, en Espoleto, a unos veinte kilómetros de Asís, un segundo sueño echa por tierra todo su proyecto: el «señor», a cuyo servicio quería entrar para convertirse en caballero, no era quien él pensaba, pues había interpretado mal su primer sueño. Trastornado pero dócil, Francisco da marcha atrás en dirección a la casa paterna (TC 5-6).
«Señor, ¿qué quieres que haga?» Es sin duda la primera vez que Francisco cuenta con alguien otro. Hay en ello un notable cambio interior que hace nacer en él el «deseo de conformarse a la voluntad divina» (TC 6).
No por ello deja de volver a su vida alegre de antes. Hará falta una tercera intervención divina para arrancarlo de ella: después de una opípara merienda, de la que él había sido el anfitrión y rey, pero de la que no había sacado sino melancolía, Francisco sintió súbitamente la visita de Dios bajo la forma de una dulzura enajenadora (TC 7).
La novedad e intensidad de esta experiencia de Dios provoca en Francisco una profunda necesidad de interiorización. «Sus amigos, atemorizados, lo contemplan como hombre cambiado en otro» (TC 7). Progresivamente va retirándose Francisco del bullicio del mundo y trata de reencontrar en el fondo de sí mismo al Señor que se la ha manifestado de manera tan inefable. A su búsqueda, Dios responde con visitas cada vez más frecuentes, cuya dulzura da a Francisco el gusto por esos encuentros y, literalmente, «lo arrastra» a una vida de oración (TC 8).
Entonces se abre para él el camino de la «conversión», que lo llevará a descubrir «la verdadera vida religiosa que abrazó» más tarde (TC 7).
2. El progresivo cambio total (TC 8-13)
A partir de ese momento, «Francisco comienza a...». Ocho veces se repite esta expresión en la pluma de nuestro recopilador, siempre a propósito de la conversión del joven Francisco, para no aparecer más a continuación (1).
De nuevo aquí la generosidad natural de Francisco le abre el camino hacia Dios. Se acrecienta su liberalidad para con los pobres y su conmiseración por ellos: la frecuentación de éstos sustituye la de los amigos frívolos de ayer (TC 9). Y, poco a poco, su amor a los pobres se transforma en amor a la pobreza misma. Es una especie de llamada, como un camino que se abre ante él, y su oración toma un rumbo más preciso: «Comenzó a pedir al Señor que se dignara dirigir sus pasos» (TC 10).
La respuesta del Señor no se hace esperar. Invita a Francisco a una inversión total de su escala de valores: «Francisco, si quieres conocer mi voluntad, es necesario que todo lo que, como hombre carnal, has amado y has deseado tener, lo desprecies y aborrezcas. Y después que empieces a probar esto, aquello que hasta el presente te parecía suave y deleitable, se convertirá para ti en insoportable y amargo, y en aquello que antes te causaba horror, experimentarás gran dulzura y suavidad inmensa» (TC 11).
Algunos días más tarde, el Señor lo pone entre la espada y la pared: es el encuentro inesperado con un leproso, en que Francisco, por primera vez, supera la aversión que él creía invencible. «Desde entonces empezó a despreciar más y más» al joven presumido que había sido: llegó a ser tan familiar y amigo de los leprosos, que moraba entre ellos y los servía humildemente, y aquí experimentó la veracidad de la promesa del Señor (TC 11).
Esta experiencia concreta de la intervención divina que lo «llevó entre los leprosos» (Test 2), tuvo como resultado intensificar aún más su vida de oración y su necesidad de soledad para dialogar con Dios. En las luchas que tuvo que sostener para perseverar en el camino emprendido, su súplica se hizo más insistente «para que Dios se dignara encaminar sus pasos» y él pudiera seguir la ruta que Él le marcara (TC 12). Luchando entre un pasado que llora y un futuro incierto, Francisco, sin embargo, «siente arder en su interior el fuego divino»: esta vez está realmente «transformado en otro hombre» (TC 12).
A su oración angustiada, de nuevo el Señor le responde dándole serenidad y alegría: muy pronto sabrá Francisco lo que tiene que hacer (TC 13) para realizar finalmente su «deseo de conformarse a la voluntad divina» (TC 6).
El rizo queda rizado, el cambio total consumado. El autor de la Leyenda se cuida de advertírnoslo, remitiéndonos a los preliminares de la conversión: al sueño de Espoleto, que provocó esta aspiración del joven Francisco, y a la última velada festiva, que vino a confirmársela (TC 13).
3. Francisco descubre a «su Señor» (TC 13-15)
Hasta aquí, tanto en los sueños como en la oración, ha sido un desconocido, una voz, una inspiración interior, el que ha guiado a Francisco. Éste ha hecho la experiencia de la presencia de Dios, pero no lo ha visto. ¿Cómo, por otra parte, lo podría? Sin embargo, Dios se le va a «revelar» bajo los rasgos humanos que tomó al encarnarse en Jesucristo. Ese Dios que le hablaba, que «dirigía ya sus pasos» (TC 10), tendrá en adelante un rostro: el del Crucifijo de San Damián, que se anima y habla a Francisco. El «Señor» de quien Francisco aspiraba a ser vasallo y leal, será en adelante Cristo, y Cristo crucificado (2). Esta revelación fue para él una iluminación que lo llenó de gozo: tuvo la íntima convicción de «que había sido Cristo crucificado el que le había hablado» y le había confiado, por fin, una tarea concreta que cumplir en su servicio (TC 13).
Pero el joven descubre todavía más. Ese ideal que quiere alcanzar, ese «deseo de conformarse a la voluntad divina», ese «otro hombre» que debe llegar a ser, toman también un rostro, y es el de «su Señor» (TC 14), el de Jesús crucificado (3).
Esto también es capital, y el autor de la Leyenda insiste en ello: rompiendo, por una vez, el orden cronológico al que se atiene, introduce aquí una larga digresión sobre las consecuencias prácticas que este descubrimiento de Cristo crucificado tendrá en la óptica y en la vida de san Francisco (TC 14-15). Y la concluye, además, excusándose de ello, por la importancia del tema tratado: «Hemos dicho incidentalmente estas cosas... para demostrar que, desde la visión y alocución de la imagen del crucifijo, Francisco fue, hasta su muerte, imitador de la pasión de Cristo» (TC 15).
4. La ruptura con el mundo (TC 16-18)
Al mandato de Cristo, Francisco responde inmediatamente: se procura en Foligno el dinero necesario para la reparación de la capilla y se pone a residir en San Damián, sin ni siquiera advertir de ello a su familia. Este doble paso provoca la ira de su padre, deseoso de recuperar a la vez su hijo y su dinero. Es el comienzo para Francisco de una larga crisis interior.
No armado todavía solemnemente, «el novel caballero de Cristo» no se arriesga a reaparecer ante sus parientes ni ante sus conciudadanos: se refugia en una cueva oculta durante todo un mes, y allí vela sus armas en oración y ayuno. Pide al Señor que le dé fuerzas para «cumplir sus piadosos designios» (TC 16), y se anima a sí mismo recordando «la inefable alegría y la maravillosa claridad» recibidas del Crucificado (TC 17).
Finalmente, Francisco pasa del miedo a la seguridad y vuelve en plena luz a Asís. Allí afronta las burlas y los malos tratos de sus conocidos, la ira y las represalias de su padre, los cariñosos reproches de su madre. Liberado por ella tras muchos días de reclusión en la casa paterna, vuelve inmediatamente a San Damián liberior et magnanimior, «con más independencia y magnanimidad» por la prueba de la que acaba de triunfar (TC 17-18).
5. La total libertad «al servicio de Cristo» (TC 19-20)
Francisco va a dar muy pronto pruebas de esta nueva libertad. Emplazado, a requerimiento de su padre, ante el tribunal del común, rechaza su competencia: «Se ha puesto al servicio de Dios y ha quedado emancipado de la jurisdicción civil» (TC 19). Citado entonces ante el tribunal episcopal, Francisco renuncia a toda prerrogativa o derecho de familia y reivindica en cambio su emancipación de la tutela paterna: «De ahora en adelante diré "Padre nuestro, que estás en los cielos", y ya no "padre mío Pedro Bernardone"» (TC 20).
La crisis está resuelta, la ruptura consumada. El obispo de Asís no puede menos que admirar «el fervor y constancia» del joven Francisco (TC 20).
6. «El compromiso incondicional» (TC 21-24)
De este fervor y constancia, la Leyenda nos da ahora varios ejemplos. La vida del nuevo convertido estará toda entera «consagrada incondicionalmente al servicio de Dios» (TC 21).
Francisco pregona su ruptura con el mundo adoptando «un hábito a manera de ermitaño». Luego, gozoso y ferviente y como ebrio de espíritu, se pone a reparar la casa de su Señor. Sin tener una gorda, canta las alabanzas del Señor y pide en recompensa piedras que él «transporta sobre sus hombros» a San Damián (TC 21). Convertido en pedigüeño por fuerza de las circunstancias, está resuelto, además, a vivir auténticamente la condición de los miserables: rechaza la mesa del capellán y va a mendigar de puerta en puerta una comida que no tiene nombre (TC 22). Puede decirse que oficialmente se hace adoptar por la familia de los pordioseros al tomar como padre a un viejo mendigo, quien, con sus bendiciones, conjurará las maldiciones paternas (TC 23).
Nada consigue minar su constancia. Tiritando de frío bajo su pobre hábito, vende, sin embargo, «muy caro este sudor a su Señor» (TC 23). Por el honor de su servicio, se obliga a triunfar de las inevitables manifestaciones del amor propio (TC 24). Y en esta condición de pobreza, en la práctica de la mendicidad, en ese total «desprecio de sí mismo» (TC 21), es como finalmente Francisco, «con la gracia de Dios, consigue la victoria total sobre sí mismo» (TC 11). El largo trabajo de su conversión ha llegado a su término: el Señor puede ahora confiarle la verdadera tarea a que lo había destinado.
7. La revelación de su verdadera vocación (TC 25-26)
Cristo habla de nuevo a Francisco. Ya no necesita mostrarle su rostro, sino hacerle escuchar su Palabra por el Evangelio.
Asistiendo a la misa de san Matías, Francisco se siente interpelado por el evangelio del día, el de la misión de los discípulos (Mt 10,5-15). Hace que el capellán se lo explique, y descubre en él una llamada personal de Cristo que le revela su verdadera vocación y misión.
Inmediatamente pone en práctica las consignas dadas por Jesús: se hace un nuevo hábito, reducido a una sola túnica más pobre todavía, se ciñe con una cuerda, desecha el calzado y bastón de ermitaño, y, sin alforja, bolsa ni dinero, marcha a anunciar a todos la llegada del Reino por la conversión de los corazones (TC 25). A todo el que encuentra le dirige «el saludo que le reveló el Señor» (Test 23) en este evangelio del 24 de febrero de 1208. Por todas partes «anuncia la paz, predica la salvación» y lleva a Cristo a aquellos que estaban alejados de Él (TC 26). Así es como «empezó, por impulso divino, a anunciar la perfección del Evangelio y a predicar en público con sencillez la penitencia» (TC 25).
8. La fundación de la Fraternidad (TC 27-29)
Estos tres últimos párrafos (27, 28 y 29) son como el epílogo y corolario de la conversión de Francisco. La irradiación de su predicación y de su vida le atrae pronto los dos primeros compañeros (TC 27-28). Y Francisco los lleva a Cristo, vivo y que habla en el Evangelio, yendo con ellos a una iglesia para pedirle «que les manifieste lo que deben hacer». Piden a un sacerdote (AP 10) que les enseñe los textos evangélicos sobre «la renuncia al mundo», e inmediatamente los adoptan como «forma de vida y regla para ellos y para todos los que quieran unirse a ellos» (TC 28-29). Como advierte con agudeza el autor de la Leyenda, esto no fue más que el resultado del largo trabajo de conversión operado por Dios en Francisco y «la confirmación ahora manifestada y comprobada divinamente de un proyecto y deseo concebido hacía tiempo» (TC 29).
Para obedecer a las consignas de Jesús, Bernardo y Pedro vendieron todos sus bienes y distribuyeron su producto a los pobres, tomaron un hábito parecido al de Francisco y «desde entonces vivieron unidos según la forma del santo Evangelio que el Señor les había manifestado». «Por eso -concluye la Leyenda-, el bienaventurado Francisco escribió en su Testamento: El Señor mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (TC 29).
* * *
Adviértanse, en esta larga evolución interior que lleva a Francisco a su «conversión a Cristo» y al descubrimiento de su verdadera vocación, los dos polos hacia los que convergen los diferentes elementos de la narración.
Antes de la ruptura definitiva de Francisco con el mundo (TC 19-20), el autor insiste principalmente en el esfuerzo de interiorización exigido por la conversión, y muy especialmente en la intensificación creciente de la vida de oración (TC 10-13, 16-17). Anticipándose a la revelación en que Francisco descubrirá a «su Señor» (TC 13), desde el principio nos ofrece la llave que nos abre la inteligencia de su relato: en esta primera fase de su conversión, el joven Francisco «se afanaba por encontrar a Jesucristo en el fondo de sí mismo» (cf. TC 8).
Después de su «salida del mundo» (Test 3), todos los rasgos relatados vienen a ilustrar la voluntad de pobreza y de minoridad del nuevo convertido (TC 21-25) y de sus primeros compañeros (TC 28-29). En esta segunda parte, el autor subraya igualmente el carácter apostólico de la vocación de Francisco (TC 25-26) y de los hermanos (TC 29), y su propósito muy firme de vivir juntos en fraternidad (TC 27-29).
De este modo, reúne y presenta, desde el principio de su obra, las características fundamentales de la nueva «forma de vida evangélica» revelada por Cristo a Francisco, a cuya descripción va a consagrarse en adelante el autor, recordando la historia de la Fraternidad recién fundada (TC 30-67).
III. «CONVERTIRSE A CRISTO»
Según el hermano León, esta expresión sería del mismo san Francisco. Se la encuentra, en todo caso, en el Testamento de santa Clara (TestCl 9), y otras fuentes franciscanas la utilizan aquí y allá. Es de señalar que, salvo en san Buenaventura, se aplica siempre o bien a Francisco o bien a aquellos o aquellas que han abrazado su «forma de vida evangélica». Parece, pues, que caracteriza bien la andadura de quienes reconocen en Francisco a su «fundador» e inspirador «en el servicio de Cristo» (TestCl 7).
Francisco, en efecto, se convirtió a una Persona, y no a una idea o a un sistema. Literal y decididamente, Francisco «se vuelve hacia» la Persona de Cristo cuando éste se le manifiesta en la capilla de San Damián: desde ese momento, Cristo se convierte realmente para él en «el camino, la verdad y la vida» (Adm 1,1; 1 R 22,40). Y esta orientación va a determinar toda su andadura espiritual, tal como él mismo la evoca al comienzo de su Testamento.
Francisco, por supuesto, no escribe en él una autobiografía. Pero, en los trece primeros versículos de este documento, nos deja entrever su evolución espiritual, precisamente durante el período de su «conversión», en el que lo hemos acompañado siguiendo la Leyenda de los tres compañeros. ¿Qué nos dice de sí mismo en el Testamento?
En cuanto a acontecimientos concretos, no mucho. Él sitúa el corte entre su «vida de pecados» y su «vida de penitencia» en el momento en que «el Señor lo condujo entre los leprosos» y en que se puso a su servicio (Test 1-2). En efecto, fue entonces, como lo señala la Leyenda refiriéndose explícitamente a este texto, cuando invirtió su escala de valores y cuando la amargura de antes se convirtió para él en «dulzura de alma e incluso de cuerpo» (Test 3; TC 11).
«Poco después -añade Francisco-, salí del siglo». Sabemos que fue a continuación de su encuentro y diálogo con el Cristo de San Damián. Pero Francisco no dice nada de ello: celosamente «guarda en su corazón los secretos del Señor» (Adm 28,3). Este episodio se relatará, por primera vez, sólo en 1246, en la Leyenda de los tres compañeros, probablemente en base al testimonio del hermano León, confesor e íntimo del Santo, que podía entonces sentirse desligado de toda obligación de guardar discreción, puesto que el Capítulo General de Génova (1244) había ordenado a todos los que habían conocido a Francisco que revelaran lo que sabían de él.
Francisco no nos habla más de su nueva vida «fuera del siglo». Pero, en compensación, descorre un velo sobre las implicaciones prácticas de este descubrimiento de «su Señor» en su andadura espiritual.
No se vuelve hacia un personaje histórico del pasado, sino hacia el Cristo vivo, presente y que le habla, a él, Francisco, en esa mañana de otoño de 1205, en la capilla de San Damián.
Más allá de la imagen del Crucificado, ante la que quiere que en adelante «luzca continuamente una lámpara» (TC 13), se encariña con la capilla misma, en la que desea que «luzca de continuo una lámpara» y para la que pide de limosna aceite (TC 24). ¿No la había llamado su Señor «su casa» y no se le había manifestado en ella?
Naturalmente, esta fe de Francisco en el Cristo vivo y presente va más allá de la imagen que le ha hablado, y se centra en la presencia real y permanente de Jesús-Eucaristía en esta capilla atendida por un capellán residente. ¿Cristo, en efecto, no ha hecho de la Eucaristía «la manera de estar siempre con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo»? (Adm 1,22). En adelante, para Francisco, el «contacto» con Cristo vivo y verdadero pasará, de manera privilegiada, por la Eucaristía: «En este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre» (Test 10).
Desde entonces, y muy naturalmente también, su fe en la Presencia eucarística desborda el humilde recinto de la capilla de la aparición: «El Señor me dio una tal fe en las iglesias, que oraba y decía sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5) (4).
Pero, en el amanecer del 24 de febrero de 1208, Francisco hace una nueva experiencia de la presencia del «Señor vivo y verdadero» (Adm 16). Esta vez, Cristo lo interpela por medio de su Evangelio. Francisco descubre en él otro modo de presencia de «su Señor», un nuevo medio de «contacto» con Él, tan «directo» como su Presencia eucarística: «Nada, en efecto, tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del Altísimo mismo, sino el cuerpo y la sangre, los nombres y las palabras, por los que hemos sido hechos y redimidos de la muerte a la vida» (CtaCle 3). Por eso, los Nombres y las Palabras del Señor, escritos en el libro de los Evangelios, deben ser objeto de la misma veneración y del mismo diligente cuidado que la Eucaristía misma (2CtaF 11-13; Test 11-12). Para Francisco, Cristo, la Eucaristía, el Evangelio, es todo uno: es una misma y única Persona, siempre presente a mi lado, que sin cesar me habla y, de ese modo, me «crea» y me «redime» hoy.
Esta fe en la Presencia «tangible» de su Señor en la Eucaristía y en el Evangelio suscita en Francisco la fe en su Presencia por la Iglesia, única depositaria de lo uno y de lo otro, guardiana y garante de esa Presencia tangible de Cristo en cada uno de nosotros.
Como advierte Francisco, su fe en la Iglesia es la consecuencia lógica de su «fe en las iglesias» y en el Evangelio: «Después de esto, el Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la norma de la santa Iglesia romana, por su ordenación...; porque miro en ellos al Hijo de Dios y son (por tanto) mis señores. Y lo hago por este motivo: porque en este mundo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben (en el altar) y solos ellos administran a otros... Y también a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas Palabras divinas, debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test 6-13).
La Iglesia visible se convierte así para Francisco en el lugar y en el intermediario obligados de su encuentro con Cristo vivo y verdadero.
IV. CONCLUSIÓN
Tales son los elementos que, en su «retorno al pasado» (Test 34), Francisco mismo nos suministra sobre el proceso y las implicaciones de su «conversión a Cristo». Su apego a la Persona de «su Señor» se expresó espontáneamente en su tierna y profunda devoción a la Eucaristía, en su voluntad inquebrantable de conformarse siempre al Evangelio y en su «fidelidad y sumisión a los prelados y a todos los clérigos de la santa Madre Iglesia» (TestS 5).
Francisco menciona igualmente estos elementos a propósito de la vida de la Fraternidad primitiva, que él propone como ejemplo a la de 1226, «para que mejor guardemos católicamente la Regla que prometimos al Señor» (Test 34). «Cuando el Señor le dio hermanos», el Fundador les comunicó su propia fe y devoción a la Presencia «tangible» de Jesús en la Eucaristía: «Quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos» (Test 11) (5). Les recuerda también que, como consecuencia de «la revelación del Altísimo mismo», deben «vivir según la forma del santo Evangelio», y que la Regla que les ha dado no es más que un «sencillo compendio» sancionado por la autoridad de la Iglesia romana (Test 14-15), a la que deben permanecer estrictamente sumisos (Test 31-34).
Francisco, por lo demás, no hace aquí más que repetir abreviadamente lo que nunca ha dejado de inculcar a sus hermanos acerca de la fe de su propia experiencia. La vida de ellos debe ser una continua «conversión a Cristo», puesto que ella consiste esencialmente en «seguir su doctrina y sus huellas» (1 R 1,1), o dicho de otro modo, en «observar su santo Evangelio» (2 R 1,1). En efecto, «dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí» (Adm 1,1).
En conclusión, como declara Francisco en su Testamento de 1219, «hemos de recurrir a Él como al pastor y guardián de nuestras almas, y atenernos firmemente a sus palabras, vida y doctrina, y a su santo Evangelio» (1 R 22,32 y 41). Y lo repetirá una vez más al poner el punto final a la Regla definitiva, subrayando que esta adhesión total al Cristo del Evangelio pasa necesariamente por la adhesión total a su Iglesia: sólo estando «siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia» podremos mantenernos «firmes en la fe católica» y en el afecto a la Persona de Cristo Jesús, es decir, podremos vivir auténticamente «la forma de vida evangélica» que Francisco nos ha legado y que él ha concretizado en «la práctica de la pobreza, de la humildad y del santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,4).
Sí, Francisco se «convirtió a Cristo», y su conversión sigue siendo el modelo de la nuestra.
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Notas:
1) Cf. los títulos de los capítulos III, IV y VII, y los nn. 8, 10, 11, 21 y 25. El último pasaje (TC 25) nos muestra a Francisco cuando «empezó» a predicar, y ya sólo se encuentra el término coepit (comenzó), referido a Francisco, en una ampliación del pasaje antes citado: después de la aprobación de la Fraternidad por Inocencio III, Francisco «comenzó a predicar más y mejor» (TC 54).
2) No carece de interés el señalar que una versión más arcaica de la Leyenda, atestiguada por los manuscritos de Barcelona y de Sarnano, en lugar de «Cristo crucificado», menciona aquí «al Señor (o: Dios) estigmatizado», Dominum cum stigmatibus.
3) Como bien advierte J. de Schampheleer, esta devoción de Francisco a Cristo crucificado no es en modo alguno exclusiva ni supone «dolorismo» alguno ni masoquismo. Sin embargo, el amor loco que él concibe por «su Señor», lo llevará siempre a «la compasión de la Pasión de Cristo, el pobre y crucificado» (2 Cel 127 y 105), es decir, a «compartir con Él sus sufrimientos». Y la vida le procurará con frecuencia la ocasión de ello al «pobre Francisco»...
4) Adviértase, en esta oración, la conexión entre «las iglesias» y «la cruz». Ella atestigua que la fe de Francisco en las iglesias tiene realmente su origen en la capilla donde Cristo se le reveló. Y esta misma fe es la que él comunicará a sus primeros hermanos: «Cuando encontraban alguna iglesia o alguna cruz a la vera del camino», recitaban la oración de san Francisco, porque «creían y pensaban que allí habían dado con un lugar del Señor, y allí sentían su presencia» (AP 19). Estas últimas palabras traducen bien, a mi parecer, los sentimientos que experimentó Francisco por la capilla del Crucificado y que extendió luego a «todas las iglesias que hay en el mundo entero».
5) Francisco menciona igualmente que él y sus hermanos «muy gustosamente permanecían en las iglesias» e incluso «hacían de ellas su residencia» (manebamus: Test 18). Si estas menciones de la Eucaristía en el Testamento le parecen al lector bastante pobres, le remito a las amplias exhortaciones de Francisco a sus hermanos sobre la fe que deben tener en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía (Adm 1) y sobre la devoción que deben manifestarle a este sacramento (CtaO 11-37).
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Pierre B. Beguin, O.F.M., La conversión de Francisco a Cristo. Génesis de un encuentro, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, n. 42 (1985) 355-371. _________________ Amar es decir al otro: "Tu no moriras"
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