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Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

 
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Autor Mensaje
Guadalupe Gómez
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Mensajes: 2115
Ubicación: Argentina

MensajePublicado: Lun Sep 17, 2007 6:27 pm    Asunto: Domingo XXIV del Tiempo Ordinario
Tema: Domingo XXIV del Tiempo Ordinario
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Reflexiones para la Santa Misa del Dies Domini
www.ducinaltum.info



Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

“¡Hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida!”


I. LA PALABRA DE DIOS
II. APUNTES
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
IV. PADRES DE LA IGLESIA
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO


I. LA PALABRA DE DIOS

Éx 32,7-11.13-14: “El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado”

«Entonces habló Yahveh a Moisés, y dijo: “¡Anda, baja! Porque tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado. Bien pronto se han apartado del camino que yo les había prescrito. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han dicho: ‘Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto.’” Y dijo Yahveh a Moisés: “Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore; de ti, en cambio, haré un gran pueblo”.

Pero Moisés trató de aplacar a Yahveh su Dios, diciendo: “¿Por qué, oh Yahveh, ha de encenderse tu ira contra tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y mano fuerte? Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel, siervos tuyos, a los cuales juraste por ti mismo: Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; toda esta tierra que os tengo prometida, la daré a vuestros descendientes, y ellos la poseerán como herencia para siempre”. Y Yahveh renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo.»

Sal 50, 3-4.12-13.17.19: “Misericordia, mi Dios, por tu bondad. ¡He pecado contra ti!”

1Tim 1,12-17: “Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”

«Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna. Al Rey de los siglos, al Dios inmortal, invisible y único, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.»

Lc 15, 1-32: “Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta”

«Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Entonces les dijo esta parábola.

“¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido.’ Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión.

O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido.’ Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”.

Dijo: “Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.’ Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino.

Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.’ Y, levantándose, partió hacia su padre.

‘Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo.’ Pero el padre dijo a sus siervos: ‘Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.’ Y comenzaron la fiesta.

Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: ‘Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.’ El se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: ‘Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!’

Pero él le dijo: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado.’”»

II. APUNTES

Los fariseos y escribas a los que se refiere el evangelio del Domingo tenían una visión equivocada de Dios, una “teología errada”. Estaban convencidos de que Dios rechazaba a los pecadores, que sólo cumpliendo estrictamente la Ley podían obtener la justificación divina. Por ello los fariseos y escribas nunca se juntaban, y menos aún comían con “los pecadores”, aquellos que no vivían de acuerdo a la Ley divina y a los cientos de preceptos elaborados por ellos. El mismo modo de proceder habría de mostrar el Mesías prometido por Dios, por ello descartan al Señor Jesús con este argumento: «este acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,1).

El Señor Jesús busca hacer entender una vez más a aquellos fariseos y escribas de duro corazón que Dios es un Padre misericordioso que se preocupa por la vida y el destino de todos sus hijos, un Padre clemente que está siempre dispuesto al perdón, un Padre tierno que abraza y acoge al más pecador de los pecadores, porque en su inmenso amor anhela recobrar con vida al hijo que se halla perdido. Lejos del corazón de Dios está tratar al pecador como merecen sus culpas, con un castigo proporcionado a sus pecados, con el rechazo, con el desprecio, despojándolo de su dignidad de hijo. El amor misericordioso del Padre es tan grande que envía a su propio Hijo para «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). En efecto, «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (2ª. lectura).

Las tres parábolas presentadas por San Lucas quieren expresar cómo busca Dios a su criatura humana, sin escatimar nada hasta hallarla. La alegría que experimenta el pastor al encontrar su oveja extraviada o la mujer al hallar la moneda perdida es análoga a la alegría que Dios experimenta por un pecador que se convierte. El proceso de ruptura, conversión y reconciliación de un pecador es descrito magníficamente con la parábola llamada del “hijo pródigo”, aunque más propiamente debería llamarse la parábola del Padre misericordioso.

En la parábola del padre misericordioso y de los dos hijos los fariseos están representados por el hijo mayor que no comprende la actitud del padre, que reclama para sí un trato mejor y para su hermano el desprecio. Aquel hijo, aunque siempre había permanecido en la casa del padre, se hallaba lejos de él porque su corazón no sintonizaba con el corazón misericordioso del padre. Cegado por la ira, por el enojo, reclamaba un trato duro, el castigo, el desprecio, cerrando su corazón a la misericordia mostrada por el padre, haciéndose incapaz de alegrarse con el gozo del padre que había recuperado a su hijo. Así eran aquellos escribas y fariseos, que pensaban que estaban cerca de Dios porque cumplían la Ley, cuando en realidad se encontraban muy lejos del corazón de Dios por su mezquindad y falta de misericordia, algo que continuamente les reclama el Señor: «Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,13; Ver también: Mt 12,7; 23,23; Lc 10,37).

La salvación y reconciliación que el Señor Jesús vino a traer no sería exclusiva para los judíos, sino para todos los hombres de todos los pueblos y de todas las generaciones, especialmente para quienes menos lo merecen pero más lo necesitan. El Hijo de Dios ha venido a buscar y salvar a los gentiles (Lc 7,1ss), a los samaritanos (Lc 10,33ss; 17,16ss), a los publicanos y a los pecadores rechazados por todos (Lc 5,32; 15,1ss), a los enfermos (Lc 4,40; 7,21; 9,2; 10,9), a los pobres y despreciados por la sociedad (Lc 4,18; 6,20; 7,22; 14,13; 18,22; etc.). Para Dios nadie está excluido, absolutamente todo ser humano es sujeto de redención porque es sujeto de su amor y misericordia.

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Las lecturas de este Domingo hablan de una realidad presente en la historia de la humanidad, presente en nuestra propia historia personal: el pecado. Insistimos en que es una realidad, aunque en nuestra sociedad cada vez más olvidada de Dios se busca negar, ignorar, dejar atrás, diluir, sustituir con otros nombres o explicaciones: «un defecto de crecimiento, una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387).

¿Qué es el pecado? No se puede comprender lo que es el pecado sin reconocer en primer lugar que existe un vínculo profundo del hombre con Dios. El pecado «es rechazo y oposición a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 386), «es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387). Es un querer ser dios pero sin Dios, es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto queda retratado en la actitud de aquél hijo que reclama su herencia: quiere liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su herencia sin límites ni condicionamientos.

El pecado o ruptura con Dios tiene graves repercusiones. Quien peca, aunque crea que está recorriendo un camino que lo conduce a su propia plenitud y felicidad, entra por una senda de autodestrucción y de dimisión de lo humano: «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19,4). Al romper con Dios, fuente de su vida y amor, sufre inmediatamente una profunda ruptura consigo mismo, con los demás seres humanos y con la creación toda.

¿Qué hace Dios ante el rechazo de su criatura humana? Dios, por su inmenso amor y misericordia, no abandona al ser humano, no se resigna a que se pierda, a que se hunda en la miseria y en la muerte sino que Él mismo sale en su busca: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (1Tim 1,15). Dios en su inmenso amor ofrece a su criatura humana el don de la Reconciliación por medio de su Hijo. Es el Señor Jesús quien en la Cruz nos reconcilia con el Padre (ver 2Cor 5,19), es Él quien desde la Cruz ofrece el abrazo reconciliador del Padre misericordioso a todo “hijo pródigo” que arrepentido quiere volver a la casa paterna.

Por el Sacramento del Bautismo esta reconciliación alcanza al ser humano concreto. «El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 405; ver 1263-1265). De este modo hemos sido reconciliados con Dios, con nosotros mismos, con los demás y con toda la creación.

Pero además de este sacramento «Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1446). En el sacramento también llamado de la reconciliación se da verdaderamente el encuentro de nuestra miseria con la misericordia del Padre, el abrazo entre el hijo pródigo y el Padre misericordioso. Allí todos nuestros pecados, incluso los más vergonzosos o graves, los que ni otros ni nosotros mismos nos perdonamos, encuentran verdaderamente el perdón de Dios. ¡El amor de Dios es siempre más grande que nuestros pecados!

Y yo, ¿hace cuánto tiempo que no me confieso? Si es hace mucho, ¿no es tiempo de volver al Padre, humilde y arrepentido, a buscar el perdón y la paz del corazón? ¿Me retiene de confesarme el miedo o la vergüenza? ¡Vence tu vergüenza, tu miedo o tu inercia! ¡Busca humilde y arrepentido el perdón de Dios en este Sacramento! Y una vez perdonados y reconciliados, fortalecidos por la gracia divina, luchemos contra todo pecado (ver Heb 12,1) para vivir día a día de acuerdo a nuestra condición de hijos. Y con la fuerza que nos viene de lo Alto esforcémonos en hacer brillar en nosotros, mediante una conducta santa, la Imagen de quien es el Hijo por excelencia, la Imagen de Cristo mismo.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Ambrosio: «No carece de significado que Lucas nos haya presentado tres parábolas seguidas: La oveja perdida se había descarriado y fue recobrada, la dracma perdida fue hallada; el hijo pródigo que daban por muerto lo recobraron con vida, para que, solicitados por este triple remedio, nosotros curásemos nuestras heridas. ¿Quién es este padre, este pastor, esta mujer? ¿No es Dios Padre, Cristo, la Iglesia? Cristo que ha cargado con tus pecados te lleva en su cuerpo; la Iglesia te busca; el Padre te acoge. Como un pastor, te conduce; como una madre, te busca; como un padre te viste de gala. Primero la misericordia, después la solicitud, luego la reconciliación.»

San Ambrosio: «Alegrémonos, pues, que esta oveja que había perecido en Adán sea recogida en Cristo. Los hombros de Cristo son los brazos de la cruz; aquí he clavado mis pecados, aquí, en el abrazo de este patíbulo he descansado.»

San Pedro Crisólogo: «El que pronuncia estas palabras estaba tirado por el suelo. Toma conciencia de su caída, se da cuenta de su ruina, se ve sumido en el pecado y exclama: “Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre.” ¿De dónde le viene esta esperanza, esta seguridad, esta confianza? Le viene por el hecho mismo que se trata de su padre. “He perdido mi condición de hijo; pero el padre no ha perdido su condición de padre. No hace falta que ningún extraño interceda cerca de un padre; el mismo amor del padre intercede y suplica en lo más profundo de su corazón a favor del hijo. Sus entrañas de padre se conmueven para engendrar de nuevo a su hijo por el perdón. “Aunque culpable, yo iré donde mi padre.”»

San Pedro Crisólogo: «“Lo abrazó y lo cubrió de besos.” (Lc 15,20) Así es como el padre juzga y corrige al hijo. Lo besa en lugar de castigarlo. La fuerza del amor no tiene en cuenta el pecado, por esto con un beso perdona el padre la culpa del hijo. Lo cubre con sus abrazos. El padre no publica el pecado de su hijo, no lo abochorna, cura sus heridas de manera que no dejan ninguna cicatriz, ninguna deshonra. “Dichoso el que ve olvidada su culpa y perdonado su pecado.” (Sal 31,1)»

San Gregorio Niceno: «No volvió a la primera felicidad, hasta que volviendo en sí conoció perfectamente su desgracia y meditó las palabras de arrepentimiento que sigue: “Me levantaré”».

San Ambrosio: «Levántate, ven corriendo a la Iglesia: aquí está el Padre, aquí está el Hijo, aquí está el Espíritu Santo. Te sale al encuentro, pues te escucha mientras estás reflexionando dentro de ti, en el secreto del corazón. Y, cuando todavía estás lejos, te ve y se pone a correr. Ve en tu corazón, corre para que nadie te detenga, y por si fuera poco, te abraza... Se echa a tu cuello para levantarte a ti, que yacías en el suelo, y para hacer que, quien estaba oprimido por el peso de los pecados y postrado por lo terreno, vuelva a dirigir su mirada al cielo, donde debía buscar al propio Creador. Cristo se echa al cuello, pues quiere quitarte de la nuca el yugo de la esclavitud e ponerte en el cuello su dulce yugo».

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

604: Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal; Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10) (Cf Jn 4, 19). «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8 ).

605: Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: «De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños» (Mt 18, 14). Afirma «dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28 ); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (Cf Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (Cf 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: «no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo» (Cc. Quiercy, año 853: DS 624).

1439: El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada «del hijo pródigo», cuyo centro es «el padre misericordioso» (Lc 15, 11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos éstos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

1465: Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

2839: Perdona nuestras ofensas... Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a El, como el hijo pródigo (Cf Lc 15, 11-32), y nos reconocemos pecadores ante El como el publicano (Cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una «confesión» en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, «tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados» (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (Cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).

VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO (transcritas de textos publicados)

«El conjunto del mensaje de Jesús es claro: se hace necesario morir a uno mismo, sin medias tintas ni mediocridades, para vivir en plenitud. Esa vida que surge una vez que el “hombre viejo” ha dejado de existir es la vida misma de Dios: es el Amor. Reducir esto sólo para algunos es no sólo limitar el mensaje evangélico, sino mutilarlo atrozmente. La entrega del cristiano debe ser ilimitada, sin condiciones. Quien no gira un cheque en blanco a Dios no ha logrado dar el paso mediante el cual deja actuar a la gracia; se sigue oponiendo a su liberación. El pasaje que nos ocupa parecería indicar esto. Se hace indispensable que el joven rico tome conciencia de su falsa entrega, de que no se ha rendido totalmente, de que permanece aferrado a su egoísmo. De la misma manera que en el trágico, pero no por ello hermoso, relato del hijo pródigo, éste debe “entrar en sí mismo” para poder convertirse. En ambos casos, como en toda situación límite en la vida del hombre, se debe enfrentar la verdad. No se trata de proclamar que el Señor es Dios, ni tampoco de cumplir una serie de preceptos, solamente. Se trata de creer, de cumplir, pero fundamentalmente de entregarse a Jesús para con Él y en Él cumplir la voluntad del Padre.»

«Para poder acercarnos a las realidades de Dios, ubicados en la situación del hombre en el mundo, la Divina Providencia ha considerado más conveniente que el ser humano sea conducido por el tierno afecto; y la Guía que Dios ha escogido es María, por su Maternidad Espiritual y el ejercicio del amor Filial. Y en virtud de la forjación de este primer amor filial configurante, conducidos por él, vamos a descubrir la plenitud del amor filial, que es el que dispensa el Verbo, el Hijo, al Padre Eterno. Es el amor filial, entonces, éste, la meta mediata a la cual estamos invitados para lograr la plena comunión y participación en el Señor. El recobrar la semejanza perdida queda corto como proyecto frente al enorme regalo que Dios hace. Porque recobrar la semejanza nos pondría en la misma situación que Adán y Eva. Mas ahora, Dios en su infinita misericordia nos recibe como es, como el Padre del hijo pródigo, dando infinidad de bienes mayores que los bienes a los cuales podríamos tener esperanza de acceder en un estado de gracia original. Nos invita a ser hijos en su Hijo. Nos llama a la filiación plena por el amor filial configurante. ¡A exclamar Abba Padre! Ése es el misterio de la participación divina; ése es el misterio de la piedad filial que nos pone como horizonte final, prácticamente, de nuestra vida, de nuestra espiritualidad, la participación y comunión vivificante en el Estado del Señor Jesús, Hijo de Santa María. De ahí surge toda la proyección social, apostólica, de nuestra vida y acción.»


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¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entran ustedes, ni dejan entrar a los que quisieran... Lc. 11, 13-15

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