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Domingo III de Adviento

 
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Autor Mensaje
Guadalupe Gómez
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Registrado: 08 Sep 2006
Mensajes: 2115
Ubicación: Argentina

MensajePublicado: Lun Dic 17, 2007 4:33 am    Asunto: Domingo III de Adviento
Tema: Domingo III de Adviento
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Reflexiones para la Santa Misa del Dies Domini
www.ducinaltum.info



Domingo III de Adviento


“Alegraos siempre en el Señor; os lo repito: alegraos. El Señor está cerca.”

I. LA PALABRA DE DIOS
II. APUNTES
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
IV. PADRES DE LA IGLESIA
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO


I. LA PALABRA DE DIOS

Is 35,1-6a.10: “Dios vendrá y os salvará”

«Que el desierto y el sequedal se alegren,
regocíjese la estepa y la florezca como flor;
estalle en flor y se regocije
hasta lanzar gritos de júbilo.
La gloria del Líbano le ha sido dada,
el esplendor del Carmelo y del Sarón.
Se verá la gloria del Señor,
el esplendor de nuestro Dios.

Fortaleced las manos débiles,
afianzad las rodillas vacilantes.
Decid a los de corazón intranquilo:
¡Animo, no temáis!
Mirad que vuestro Dios
viene vengador;
es la recompensa de Dios,
él vendrá y os salvará.

Entonces se despegarán los ojos de los ciegos,
y las orejas de los sordos se abrirán.
Entonces saltará el cojo como ciervo,
y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo.

Los redimidos del Señor volverán,
entrarán en Sión entre aclamaciones,
y habrá alegría eterna sobre sus cabezas.
¡Regocijo y alegría les acompañarán!
¡Adiós, penar y suspiros!»

Sal 145,6-10: “Ven, Señor, a salvarnos”

Stgo 5,7-10: “Tened paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca”

«Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor. Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca.

No os quejéis, hermanos, unos de otros para no ser juzgados; mirad que el Juez está ya a las puertas. Tomad, hermanos, como modelo de sufrimiento y de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor.»

Mt 11,2-11: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”

«Juan, que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a sus discípulos a decirle: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” Jesús les respondió: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!”

Cuando éstos se marchaban, se puso Jesús a hablar de Juan a la gente: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten con elegancia están en los palacios de los reyes. Entonces ¿a qué salisteis? ¿A ver un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito:

He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti,
que preparará por delante tu camino.

En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él.”»

II. APUNTES

Juan el Bautista proclamaba en el desierto de Judea: «ha llegado el Reino de los Cielos» (Mt 3,2). Había que prepararse mediante la conversión, enderezando las sendas torcidas, arrepintiéndose del mal, enmendando toda conducta injusta. Juan invitaba a quienes acogían su mensaje a recibir un bautismo, que comportaba un reconocimiento de la propia culpa y pecado y una petición de perdón para poder empezar una vida nueva. El bautismo de Juan era signo visible de una purificación, de una liberación del pecado y de un nuevo comienzo, de un renacimiento. Muchos, con este deseo de conversión, acudían a Juan a bautizarse, mientras Juan no tenía reparo en denunciar abiertamente el pecado y el mal que veía a su alrededor.

De esta denuncia no se libró ni siquiera Herodes Antipas. Herodes era hijo de Herodes I “el Grande”, aquél que mandó construir el fastuoso templo de Jerusalén cuyas piedras y exvotos admirarán los discípulos de Jesús, aquél mismo que mandó degollar a multitud de niños inocentes por temor al rey que había nacido. Tenía por hermano a Arquelao, y por medio hermano a Herodes Filipo. Al morir su padre, el emperador Augusto le otorgó la tetrarquía de Galilea y Perea.

Herodes, para escándalo público, había repudiado a su esposa legítima para tomar por mujer a Herodías, la mujer de su medio hermano Herodes Filipo. Y Juan no dudó en enfrentar al tetrarca diciéndole: «No te es lícito tenerla» (Mt 14,4; ver Mc 6,18, Lc 3,19). El Evangelista afirma que Herodes había mandado prender a Juan por instigación de Herodías (ver Mt 14,3), y aunque -según Mateo- él quería matarlo, no lo hacía por temor a la sublevación de la gente que lo tenía por profeta (ver Mt 14,15). Difiere la versión de San Marcos, quien precisa que quien quería matar a Juan era Herodías, sin duda por el odio, resentimiento y cólera que le tenía, más no podía cumplir su inicuo deseo puesto que Herodes protegía a Juan «sabiendo que era hombre justo y santo» (Mc 6,20).

Es durante este encarcelamiento que Juan, al oír hablar «de las obras del Cristo», «envió a sus discípulos a decirle: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?”» (Evangelio).

Podría llamar la atención que quien hace esta pregunta es el mismo que poco antes, a las orillas del Jordán, se había resistido a bautizarlo diciéndole: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?» (Mt 3,14). ¿Y no es Él de quien había dicho: «Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo. Y yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel»? Y no es Él de quien había dado testimonio diciendo: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre Él»? (Jn 1,30-32; Mt 3,16-17; Mc 1,9-11) Sí, Juan es el que ya antes de ser encarcelado decía: «Yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios» (Jn 1,34). Quien recoge este testimonio del Bautista había sido uno de sus discípulos y luego discípulo de Jesús, Juan el Evangelista.

¿Por qué entonces manda a preguntar a Jesús: ¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?»

Para el momento en que Juan estaba en la cárcel, tenía muchos discípulos y ejercía una fuerte influencia sobre multitudes, y «como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo» (Lc 3,15). Juan sin duda era un personaje muy influyente e importante. El, por su parte, sabía perfectamente que Jesús era el Mesías, pero ¿cómo hacer para que sus discípulos dejasen de fijarse en él para dar el paso de la fe en Cristo? ¿Cómo disminuir él para que Él creciese? (ver Jn 3,30)

Coinciden los Padres de la Iglesia en afirmar que si Juan envía a sus discípulos con esta pregunta no es porque él dude, sino para que sus discípulos crean. ¿Y qué mejor que el testimonio de las mismas obras, que manifiestan que en Jesús se cumple la Escritura? Por ello el Señor Jesús se presta a este “juego” del Bautista, diciéndoles a sus discípulos: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva». ¿No es una manera “sutil” de decirles a ellos: si ven y oyen que en las obras que yo realizo se cumple la antigua profecía de Isaías (1a. lectura), no será que YO SOY el Cristo, el Esperado, el Mesías prometido por Dios desde antiguo? ¿No será que YO SOY más que Juan, Aquél a quien él invitaba a preparar el camino?

El Señor Jesús realiza las obras del Cristo. En Él se cumplen las antiguas profecías, Él es Dios que viene y salva a su pueblo, con Él ha llegado el Reino de Dios. No habrá que esperar ya a otro. La espera ha culminado. Ha llegado el tiempo anunciado por Isaías, el tiempo de una nueva creación caracterizada por el reflorecimiento profuso de realidades muertas, secas y estériles.

Dichoso el que no se escandalice de Él, dichoso el que acepte que Jesús es verdaderamente el Cristo y que Juan, aunque sea el mayor de los nacidos de mujer, no es sino aquél que ha de preparar el camino al Señor. En eso consiste su grandeza, y por ello es profeta y «más que un profeta», puesto que su misión es única en el Plan divino de Reconciliación.

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

En el tercer Domingo de Adviento la Iglesia, tomando las palabras del Apóstol Pablo, nos invita a llenarnos de gozo, por la presencia cercana del Señor: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres... El Señor está cerca» (Flp 4,4-5). ¿No es propia la alegría en el corazón de aquellos que experimentan esa cercanía y presencia del Señor?

Un cristiano que por lo común anda triste o incluso amargado, le falta Cristo. Está terriblemente vacío, porque el Señor está ausente de su corazón. Sin Él, todo se va marchitando poco a poco (ver Jn 15,4-5) y la tristeza, el vacío, la desolación e incluso la desesperanza tarde o temprano se apoderan del corazón. En realidad, quien así anda no ha logrado aún abrirse a la presencia del Señor Jesús, dado que esta presencia en el corazón humano es siempre fuente de vida, de reconciliación, de paz, de amor auténtico y por tanto de una alegría profunda, serena, desbordante. En efecto, la alegría que los creyentes estamos llamados a experimentar, la alegría de saber que el Señor está cerca, de tenerlo con nosotros y en nosotros, es una alegría que no se puede contener, una alegría que por sí misma se difunde e irradia a los demás.

Y aunque el cristiano en algunos momentos experimente también la natural tristeza por los problemas, las pruebas o sufrimientos que son parte de la vida, la confianza en el Señor, la serena alegría de saber que está cumpliendo el Plan de Dios y la paz interior no lo abandonan (ver 2Cor 7,4).

Ahora bien, habría que preguntarnos y cuestionarnos si al vernos sin la alegría que brota de andar en la Presencia del Señor que muchos se hacen la idea de que la vida del cristiano es una vida triste, aburrida, y que el cristianismo produce personas amargadas porque las lleva a privarse de ciertos goces mundanos. No son pocos los que por otro lado se sorprenden tanto cuando se encuentran con un cristiano feliz. Se impresionan profundamente ante tanta alegría que una persona o una comunidad de creyentes irradia y se cuestionan profundamente al no encontrar en otro lado una alegría tan pura y profunda. Al ver esta alegría se dicen a sí mismos: “¡yo también quiero esa alegría para mí!” El encuentro con un cristiano que irradia la alegría que encuentra en el Señor es no pocas veces el inicio de una conversión, pues es una alegría que cuestiona a quienes en el mundo buscan tanto y no hallan esa verdadera alegría que colme sus anhelos más profundos. ¡Sí! ¡La alegría cristiana es la manera más convincente de atraer a otros al encuentro con el Señor, es el anuncio más eficaz de la buena Nueva que el Señor Jesús nos ha traído!

Consciente de esta verdad, procura mostrarte siempre alegre (ver 1Tes 5,16, 2Cor 6,10). Cuanto hagas, hazlo por el Señor y por amor a Él (ver Col 3,23), hazlo con alegría y no con disgusto, a regañadientes, o quejándote y murmurando de todo. ¡Aparta todo eso de ti! A veces tendrás que hacerte un poco de violencia, porque no estás con el mejor de los ánimos. Pero si haces ese esfuerzo y se lo pides al Señor, tu disposición interior irá cambiando y verás que incluso lo que te molesta e impacienta, lo que se te hace pesado, se te hará más ligero y llevadero. Claro que no se trata de fingir la alegría. Pero tampoco podemos consentir estados de ánimo que se reflejen en actitudes cansinas, tristes, desesperanzadas, amargadas. Así, pues, el empeño será doble, tanto externo como interno: mientras procuro mostrarme siempre alegre he de procurar también que el Señor esté en mí para que esa alegría brote de mi corazón con naturalidad. Para ello una vida espiritual intensa, por la que aspiramos a estar en continua presencia de Dios, se hace necesaria para quien de verdad quiere experimentar e irradiar ininterrumpidamente la alegría y el gozo de tener al Señor muy dentro.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Jerónimo: «No pregunta, pues, [“¿Eres Tú el que has de venir o esperamos a otro?”] como si no lo supiera, sino de la manera con que preguntaba Jesús: “En dónde está Lázaro” (Jn 11), para que le indicaran el lugar del sepulcro, a fin de prepararlos a la fe y a que vieran la resurrección de un muerto; así Juan, en el momento en que había de perecer en manos de Herodes, envía a sus discípulos a Cristo, con el objeto de que, teniendo ocasión de ver los milagros y las virtudes de Cristo, creyesen en Él y aprendiesen por las preguntas que le hiciesen».

San Juan Crisóstomo: «Mientras Juan estuvo con los suyos les hablaba continuamente de todo lo relativo a Cristo, esto es, les recomendaba la fe en Cristo y cuando estuvo próximo a la muerte aumentaba su celo, porque no quería dejar a sus discípulos ni el más insignificante error y ni que estuvieran separados de Cristo, a quien procuró desde el principio llevar a los suyos».

San Hilario: «Miró, pues, en esto Juan, no a su propia ignorancia, sino a la de sus discípulos y los envía a ver sus obras y sus milagros, a fin de que comprendan que no era distinto de Aquel a quien él les había predicado y para que la autoridad de sus palabras fuese revelada con las obras de Cristo y para que no esperasen otro Cristo distinto de Aquel de quien dan testimonio sus propias obras.»

San Juan Crisóstomo: «Pero Cristo, conociendo las intenciones de Juan no dijo: “Yo soy”, porque esto hubiera sido oponer una nueva dificultad a los que le oían; hubieran pensado, aun cuando no lo hubieran dicho, lo que dijeron los judíos de Él mismo: “Tú das testimonio de Ti mismo por Ti mismo” (Jn 8,13). Por esa razón los instruye con los milagros y con una doctrina incontestable y muy clara, porque el testimonio de las realidades tiene más fuerza que el de las palabras; por eso Él curó enseguida a los ciegos, a los cojos y a otros muchos, no para enseñar a Juan, que no lo ignoraba, sino a aquellos que le ponían en duda. Respondiendo Jesús, les dice: “Id y decid a Juan lo que habéis oído y lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados”».

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

«¿Eres tú el que ha de venir?»

711: «He aquí que yo lo renuevo» (Is 43, 19): dos líneas proféticas se van a perfilar, una se refiere a la espera del Mesías, la otra al anuncio de un Espíritu nuevo, y las dos convergen en el pequeño Resto, el pueblo de los Pobres (ver Sof 2, 3), que aguardan en la esperanza la «consolación de Israel» y «la redención de Jerusalén» (Lc 2, 25. 38).

Ya se ha dicho cómo Jesús cumple las profecías que a él se refieren. A continuación se describen aquéllas en que aparece sobre todo la relación del Mesías y de su Espíritu.

712: Los rasgos del rostro del Mesías esperado comienzan a aparecer en el Libro del Emmanuel (ver Is 6, 12), en particular en Is 11, 1-2:

Saldrá un vástago del tronco de Jesé,
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el Espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y de fortaleza,
espíritu de ciencia y temor del Señor.

713: Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (ver Is 42, 1-9; ver Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; ver Mt 3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra «condición de esclavos» (ver Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.

714: Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19):

El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,
a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.

715: Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del «amor y de la fidelidad». Según estas promesas, en los «últimos tiempos», el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.

744: En la plenitud de los tiempos, el Espíritu Santo realiza en María todas las preparaciones para la venida de Cristo al Pueblo de Dios. Mediante la acción del Espíritu Santo en ella, el Padre da al mundo el Emmanuel, «Dios con nosotros» (Mt 1, 23).

VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO (transcritas de textos publicados)

«El ser humano se percibe ansiando una alegría ilimitada desde lo más profundo de sí. Precisamente, la profundidad del ser humano habla de su estructura interna que desde el fondo se abre hacia el infinito. Está en su naturaleza la disposición a anhelar la alegría y buscar la verdad. La alegría que puede satisfacer el anhelo del hombre no es aquella transitoria y efímera de lo perecedero. Ciertamente la alegría propiamente tal no es el jolgorio ni la exaltación de un momento, cuya finitud reclama una constante sucesión de esos momentos de bienestar. Ellos son tan sólo apariencias de alegría. Su fugacidad les arrebata la máscara y muestra lo crudo de la decepción. La verdadera alegría es una realidad de armonía y gozo que cual río subterráneo va aflorando cuando la persona se encuentra con un bien lícito, que conoce y ama como conducente a su meta temporal y eterna. La auténtica alegría, la que podemos llamar alegría profunda, es aquella que permanece y no es aniquilada por tribulaciones ni desventuras. (...)

»La alegría plena es aquella que se complace en su fuente. Dios, que es Amor, Bien, Belleza, Verdad, es la fuente de la alegría. Esas realidades se manifiestan en Jesús, “totalmente Dios aunque hombre, y totalmente hombre aunque Dios” (San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, III, 18). Podríamos decir que Jesús es el rostro de Dios para la humanidad, haciéndonos eco del Apóstol, quien lo llama “Imagen de Dios invisible” (Col 1,15).(...)

»¡Jesús, el Señor, es nuestra alegría! Y desde el corazón que se abre al encuentro con el Señor, la alegría permanece e irradia, pues a semejanza del amor, ella es difusiva. La Revelación de Dios, que alcanza su plenitud en el Señor Jesús, es, pues, la senda que conduce a la meta que ansía el corazón humano, la plenitud de la felicidad, que permanece y lo hace desplegarse.»



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