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Conferencia Cuaresmal sobre Escatología, por Esther García

 
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Autor Mensaje
Luis Fernando
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Mensajes: 1072

MensajePublicado: Sab Mar 01, 2008 4:38 pm    Asunto: Conferencia Cuaresmal sobre Escatología, por Esther García
Tema: Conferencia Cuaresmal sobre Escatología, por Esther García
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Conferencia Cuaresmal sobre Escatología, por Esther García
1 de Marzo, 2008

Los muchachos del IES “Domingo Miral” Jaca que han elegido dar la asignatura de religión católica tienen este año la suerte de contar como profesora a la toledana Esther García Rodríguez, licenciada en teología. Los que conocemos a Esther sabemos que cualquier obispo haría bien en retenerla a su lado no sólo como profesora de instituto sino como formadora de otros profesores.

La parroquia jacetana del Inmaculado Corazón ha invitado a la teóloga manchega a dar una serie de charlas cuaresmales, que sin duda están sirviendo como material de reflexión a los fieles que, en gran número, están asistiendo a las mismas. He acá la tercera de esas conferencias:

3ª Conferencia Cuaresmal: Escatología.

Desde el siglo XVII se empieza a llamar Escatología a aquella parte de la teología que se ocupa de las ultimidades, es decir, a aquellas realidades que tienen que ver con el desenlace último de la vida humana, aunque hay que señalar que estos contenidos han estado presentes en toda la literatura cristiana desde la mismísima época apostólica.

Nos llamamos cristianos precisamente por nuestra esperanza en la vida eterna y en la resurrección de los muertos. Resurrección y vida eterna no son apéndices opcionales del Credo sin los cuales uno podría seguir llamándose y ser cristiano, sino el pilar donde se apoya todo el edificio de la fe. Lo recuerda con vigor San Pablo: “ Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también nuestra fe”. (1 Cor 15, 13 – 14). Como dije ayer, no se puede anunciar la salvación si no hay nada de qué salvarse.

Siguiendo a Julián Marías, se puede decir que la felicidad es un “necesario imposible”. Necesario porque pertenece a la condición humana buscar incesantemente la felicidad. A diferencia del placer que se puede alcanzar temporalmente, la felicidad constituye el anhelo de toda vida humana. La pretensión de felicidad es irrenunciable, porque coincide con la pretensión que constituye nuestra vida. La felicidad se descubre así como la realización de esta pretensión y tiene un coeficiente de logro o de fracaso que varía en cada momento. Decía también imposible porque cuando analizamos “como funciona” la felicidad en la vida humana descubrimos una situación paradójica: el hombre es el ser que necesita ser feliz y no puede serlo.

-¿En qué medida afecta la certeza de la muerte a la propia felicidad?

La muerte nos recuerda que es imposible la felicidad plena en esta vida. La necesidad de ser feliz revela que en nuestra vida hay cosas que queremos y deseamos para siempre. Frente a esto, la muerte ya no es una objeción, sino la puerta a la realización de la pretensión última.

El Credo cristiano culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna.

El término “carne” designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La “resurrección de la carne” significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros “cuerpos mortales” (Rm 8, 11) volverán a tener vida.

Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él. (Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11)

La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también par hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida:

I El juicio particular
La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno con consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.

Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (Cc de Lyon: DS 857-858; Cc de Florencia: DS 1304-1306; Cc de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (Benedicto XII: DS 1000-1001; Juan XXII: DS 990), bien para condenarse inmediatamente para siempre en el infierno. (Benedicto XII: DS 1002).

II El cielo
Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3, 2), cara a cara (1 Co 13, 12; Ap 22, 4):
Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos… y de todos los demás fieles muertos después de recibir el bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron;… o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte…, aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo de Jesucristo, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura (Benedicto XII: DS 1000; LG 49).

Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo” . El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.

Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha “abierto” el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a El.

Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: “Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1 Co 2, 9).

A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando El mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica”:

III La purificación final o Purgatorio
Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.

La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (DS 1304) y de Trento (DS 1820: 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador:

Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura. Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:

IV El infierno
Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra El, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de El si no omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”.

Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se apaga” (Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-4Cool reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (Mt 10, 2Cool

La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno” (DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.

Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 13-14):
Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde `habrá llanto y rechinar de dientes’ (LG 4Cool.

Dios no predestina a nadie a ir al infierno (DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 P 3, 9):
“Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos” (MR Canon Romano 8Cool.

• Juan Pablo II (audiencia general, 28/VII/1999) en su catequesis sobre el Credo dice: “la condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella”.

• Además Juan Pablo II ha recordado: “ que la condenación eterna no se debe atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso Él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La condenación consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.”

• La libertad del hombre es tal que su voluntad en una decisión hecha libremente permanece eternamente fija. El hombre después de la muerte, queda fijado en la posición a favor o en contra de Dios que tenía en el momento de la muerte.

• La fe cristiana cree en la libertad del y responsabilidad del hombre porque cree en su condición de persona. Cree por ende en la posibilidad del mal uso de la libertad, lo que llamamos culpa o pecado. Por tanto, si existe el pecado, debe existir el infierno. De la facticidad de aquel se sigue la real posibilidad de éste. El pecado es sobre todo el NO a Dios; luego el infierno será la existencia sin Dios. El que había optado por sí mismo y por nadie más, se tiene finalmente a sí mismo y a nadie más.


Fuente: http://www.coradcor.com/blog/
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