gaude Nuevo
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Jue Sep 18, 2008 6:38 am Asunto:
LA NIÑA DEL CARACOL (Dios existe)
Tema: LA NIÑA DEL CARACOL (Dios existe) |
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LA NIÑA DEL CARACOL
Por: Oscar Méndez Casanueva
Ahí frente a un mar que robaba al cielo su infinita gama de tonalidades crepusculares, se encontraba la niña sentada en la virginal playa. Desde los albores de su adolescencia observaba extasiada el ocaso. Ahí ante la puesta del sol, su mirada se perdía en el horizonte y ella se sentía testigo y parte del cósmico espectáculo. Sus pies desnudos eran ocasionalmente bañados por el roce de las olas, mientras que, por efecto de la brisa, su cabello y su amplio vestido daban la impresión de ser parte del viento.
La niña estaba extasiada. Intuía lo que de eternidad existe en todo ocaso. Estaba absorta. Conforme el tiempo pasaba, aumentaba su comunión con lo creado, viendo el dinámico cuadro de luces, sombras y tonalidades que segundo a segundo adquiría nuevos matices sin permitirle distinguir en que momento era más bello.
De un momento a otro, pasó del más profundo hechizo estético a sensaciones superiores: una genuina y clara vivencia de que un Dios-Creador existe. Una vivencia contrastante por lo dulce y por lo enérgica, por la fuerza interna jamás experimentada, que sacudía toda su naturaleza y desbordaba su capacidad de azoro. "¡Dios existe!" , le decía en su lenguaje el océano que estrellaba sus agitadas aguas contra las rocas del cercano acantilado. "¡Dios es creador!", le gritaba la naturaleza entera. Esas leyes impresas con tanta perfección en el cosmos, que le habían brindado ese embrujo estético, le hablaban de ese Ser necesario que no sólo las había creado, sino que las mantenía operantes y vigentes. De pronto, la niña advirtió en lo alto a una gaviota y pensó que en su noble vuelo se escribía la necesidad de una amorosa y paternal providencia.
Todo le hablaba de Dios. Aún más: era la percepción clara de Dios mismo. Sin incurrir en el elemental yerro de confundir la creación con su Hacedor, supo que Dios estaba ahí y en todas partes. Pero más que saberlo, lo vivió. Percibió claramente al Omnipotente Creador, al Alfa y Omega, al Principio y Fin, a la Verdad y el Amor. Era la evidencia de una realidad hecha presencia.
Y así, envuelta en esa Divina Dulzura operante, embriagada por la más viva exultación de sentirse amada, perdió el sentido del tiempo y su dimensión, mientras brotaban en el firmamento miles de astros y estrellas que concurrían como elementos dinámicos en las vivencias y pensamientos de la extasiada niña. Eran ecos de eternidad que irrumpían en la temporalidad del mundo.
Poco a poco, toda esa carga de sensaciones indescriptibles se fue diluyendo, suave y dulcemente, hasta que al fin, la niña recobró conciencia de sí misma. Se sentía feliz, inmensamente feliz. Advirtió que estaba llorando. Ese llanto era el reflejo de una gran dicha. Todavía, en el último roce de la brisa con su rostro, alcanzó a adivinar la suave caricia de Dios.
Al día siguiente, la niña no olvidaba lo ocurrido en ese momento único. Sólo la aquejaba la inquietud de atesorarlo para siempre. Quería perpetuar de algún modo esa experiencia plena de enseñanzas teológicas. Caminando en el lindero del océano con la playa, el mar le dio la respuesta. Rodando, envuelto en la espuma, se depositó ante sus pies un gran caracol. Era un regalo. Fue un hallazgo inesperado. En él se encerraba el embrujo, el hechizo de lo eterno. No requería de modernas tecnologías ni de complejos sistemas.
Ahí, aprisionados se encontraban los sonidos de las olas, de la brisa sobre las palmas y de las imponentes aguas que se agitan.
Pasó el tiempo, y la niña, ya en su hogar, lejos de aquella playa, tenía un recurso tan antiguo como bello. Ahí, la distancia no hacía mengua a sus recuerdos. Ahí, con el caracol al oído, escuchaba, embelesada, el mar en comunión con lo eterno.
Las arenillas del reloj cruzaron las viejas bombillas, de un extremo hacia el otro, de un día al siguiente, año tras año, lustro tras lustro. ¡Ocho décadas ha de aquella inolvidable experiencia! Las manos se han vuelto torpes, sobre su frente han nacido profundos surcos, el cabello se ha platinado quizá tanto como su alma, la mirada noble y dulce, el espíritu -viejo amigo del confesionario- ya preparado se encuentra en silenciosa espera, el pulso es tembloroso y débil, pero los dedos son ágiles al desgranar las cuentas de su rosario.
Y a pesar del tiempo, la hermosa anciana conserva aquel caracol de cuando niña. Ahora, rodeada de nietos les muestra su aprisionada acústica y les explica su teologal sabiduría.
Luego, al llegar la hora crepuscular toma su caracol y a la terraza se aleja. Ahí, en su viejo sillón, bajo el umbral de la eternidad, escucha complacida el mar en un éxtasis divino.
Oscar _________________ Gaude |
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