UnCatolico Asiduo
Registrado: 26 Sep 2008 Mensajes: 465 Ubicación: Venezuela
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Publicado:
Jue Oct 30, 2008 5:33 am Asunto:
Tema: mi firma ajhAHJajhAHJaj |
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Estan mal poner esas imagenes de beavis and buthead ...ya veras por que tienes que leer completo el siguiente texto del concilio vaticano y quizas te de luz del porque....
30. El Sagrado Concilio, una vez declaradas las funciones de la Jerarquía, gozoso vuelve su atención hacia el estado de los fieles cristianos llamados laicos. Todo lo ya dicho sobre el Pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos; sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, por su propia condición y misión, les corresponden ciertas peculiaridades cuyos fundamentos, por las especiales circunstancias de nuestro tiempo, merecen considerarse con mayor amplitud. Porque los sagrados Pastores conocen muy bien la importancia de la cooperación de los laicos al bien de toda la Iglesia y saben que no han sido constituidos por Cristo para asumir, por sí solos, toda la misión salvadora de la Iglesia cerca del mundo, sino que su excelsa función es apacentar de tal modo a los fieles y reconocer de tal manera sus ministerios y carismas que todos, a su modo, cooperen unánimemente al bien común. Es necesario, por lo tanto, que todos abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, va creciendo y se va edificando en la caridad (Eph. 4, 15-16).
31. Por laicos se entienden aquí todos los fieles cristianos, que no son miembros de un orden sagrado ni se hallan en un estado religioso reconocido por la Iglesia; es decir, son los fieles cristianos que, luego de estar incorporados a Cristo por el bautismo y constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su manera, de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, cumplen, por su parte, en la Iglesia y en el mundo, la misión propia de todo el pueblo cristiano.
El carácter secular es el propio y peculiar de los laicos. Los que recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al sagrado ministerio, por razón de su vocación particular; los religiosos, por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede transfigurarse ni ofrecerse a Dios fuera del espíritu de las bienaventuranzas. La propia vocación de los laicos consiste en buscar el reino de Dios, al tratar y ordenar, según Dios, las cosas temporales. Viven en medio del siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones del mundo, en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, como una levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo, y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, por la fe, esperanza y caridad. En forma especial, por lo tanto les corresponde de tal suerte iluminar y ordenar todas las realidades temporales -a las que se hallan tan estrechamente unidos- que según Cristo continuamente se hagan, crezcan y sean para alabanza del Creador y Redentor.
32. La Iglesia santa, por voluntad divina, está ordenada y dirigida con admirable variedad. Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miem-bros (Rom. 12, 4-5).
El Pueblo elegido de Dios es, por lo tanto, sólo uno: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Eph. 4, 5); común es la dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, común la gracia de hijos, vocación común a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa caridad. Ante Cristo, pues, y ante la Iglesia no existe desigualdad alguna por razón de estirpe o nación, condición social o sexo; porque no hay Judío ni Griego; no hay siervo o libre; no hay varón o hembra. Porque todos sois "uno" en Cristo Jesús (Gal. 3, 28 gr.; cf. Col. 3, 11).
Aunque en la Iglesia no todos marchan por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado la misma fe por la justicia de Dios (cf. 2 Pet. 1, 1). Y si es cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los demás como doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo, se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción, común a todos los fieles, para la edificación del Cuerpo de Cristo. La diferencia que puso el Señor entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios, lleva consigo la unión, puesto que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por muy estrecha relación común: los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo, pónganse al servicio los unos de los otros, y al de los demás fieles; y estos, a su vez, asocien gozosos su trabajo con el de los Pastores y doctores. De este modo, aun en la misma diversidad, todos darán testimonio de la admirable unidad del Cuerpo de Cristo; pues la misma diversidad de gracias, servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque todas estas cosas son obras del único e idéntico Espíritu (1 Cor. 12, 11).
Si, pues, los seglares, por dignación divina, tienen como hermano a Jesucristo que, aun siendo Señor de todas las cosas, vino sin embargo, no a ser servido, sino a servir (cf. Mat. 20, 2 , también tienen por hermanos a quienes, constituidos en el sagrado ministerio, enseñando, y santificando y gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan la familia de Dios de tal modo que por todos sea cumplido el nuevo mandato de la caridad. A este respecto, dice hermosamente San Agustín: Si me aterra lo que soy para vosotros, también me consuela, que estoy con vosotros. Porque para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquél es el nombre de un oficio, éste el de la gracia; aquél, el del peligro; y éste, el de la salvación 112 .
33. Los laicos, congregados en el Pueblo de Dios y constituyendo un solo Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de miembros vivos, a cooperar con todas sus fuerzas, recibidas por beneficio del Creador y por la gracia del Redentor, al crecimiento de la Iglesia y a su perenne santificación.
El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia. A este apostolado todos están llamados por el mismo Señor en virtud del bautismo y de la confirmación. Los Sacramentos, especialmente la Sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo apostolado. Los laicos, sin embargo, están llamados, particularmente, a hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y en las circunstancias donde ella no puede ser sal de la tierra sino por medio de ellos 113 . Así, pues, todo laico, en virtud de los mismos dones que le han sido conferidos, se convierte en testigo, a la vez que en instrumento vivo, de la misión de la Iglesia misma, según la medida del don de Cristo (Eph. 4, 7).
Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los fieles, los laicos pueden también ser llamados de diversos modos a cooperar más de cerca con el apostolado de la Jerarquía 114 , imitando a aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor (cf. Phil. 4, 3: Rom. 16, 3 ss.). Por lo demás, tienen capacidad para que la Jerarquía les confíe el ejercicio, con una finalidad espiritual, de determinadas funciones eclesiásticas.
Así, pues, a todos los laicos les incumbre la hermosa empresa de colaborar en que el plan divino de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y de toda la tierra. Por lo tanto, se les abra algún camino por doquier para que, en la medida de sus fuerzas y según las necesidades de los tiempos, también ellos participen activamente en la salvadora misión de la Iglesia.
34. Cristo Jesús, Supremo y eterno Sacerdote, porque desea continuar también su testimonio y su servicio por medio de los laicos, vivifica a éstos con su Espíritu y sin cesar los impulsa a toda obra buena y perfecta.
Y así, a quienes él asocia íntimamente a su vida y misión, les hace también participantes de su oficio sacerdotal, en orden al ejercicio del culto espiritual, para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por ello, los laicos, como consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, en modo admirable están llamados y preparados para que en ellos siempre se produzcan cada vez más abundantes los frutos del Espíritu, pues todas sus obras, oraciones y empresas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, e incluso las molestias de la vida conllevadas pacientemente, se convierten -cuando están vivificadas en el Espíritu de Dios- en hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (1 Pet. 2, 5), que, en la celebración de la Eucaristía, junto con la oblación del Cuerpo del Señor, son ofrecidas con plena piedad al Padre. Así es como también los laicos, como adoradores que en todo lugar obran santamente, consagran a Dios el mundo mismo.
35. Cristo, el Profeta grande, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo por medio de la Jerarquía, que enseña en su nombre y con su potestad, sino también por medio de los laicos a quienes, por ello, constituye en testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Act. 2, 17-18; Apoc. 19, 10), para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana, familiar y social. Ellos se muestran como hijos de la promesa cuando, firmes en la fe y en la esperanza, aprovechan el tiempo presente (cf. Eph. 5, 16; Col. 4, 5) y con paciencia esperan la gloria futura (cf. Rom. 8, 25). Mas no escondan esta esperanza en lo interior del alma, antes bien con la continuada conversión y lucha contra los dominadores de este mundo tenebroso y contra los espíritus malignos (Eph. 6, 12) la manifiesten aun a través de las estructuras de la vida terrenal.
Así como los sacramentos de la Nueva Ley, alimento de la vida y del apostolado de los fieles, prefiguran un cielo nuevo y una tierra nueva (cf. Apoc. 21, 1), así los laicos llegan a ser eficaces heraldos de la fe y de las cosas que esperamos (cf. Hebr. 11, 1), cuando, muy firmes, asocian a una vida según la fe la profesión de esta misma. Esta evangelización, o mensaje de Cristo manifestado con el testimonio de la vida y por la palabra, adquiere un carácter específico y una singular eficacia por el mismo hecho de que se realiza dentro del ordinario modo de ser del mundo.
Ordenamiento, en que aparece el gran valor de aquel estado de vida que se santifica por un especial sacramento: la vida matrimonial y familiar. Aquí existe un ejercicio y una excelente escuela para el apostolado de los laicos, cuando la religión cristiana penetra toda la institución de la vida y la transforma más cada día. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación para ser, mutuamente entre sí y ante sus hijos, testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama muy alto así las presentes virtudes del Reino de Dios como esperanza de la futura vida bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad.
Por lo tanto, los laicos, aun cuando estén ocupados en asuntos temporales, pueden y deben realizar una acción preciosa para la evangelización del mundo. Porque si bien algunos de entre ellos, al faltar los sagrados ministros o hallarse impedidos éstos en caso de persecución, les suplen en determinados oficios sagrados en la medida de sus facultades, y aunque muchos de ellos consumen todas sus energías en el trabajo apostólico, conviene, sin embargo, que todos cooperen a la dilatación e incremento del Reino de Cristo en el mundo. Por ello, trabajen los laicos con mucho celo para conocer más la verdad revelada e incesantemente pidan a Dios el don de la sabiduría.
36. Cristo, obediente hasta la muerte y por ello, exaltado por el Padre (cf. Phil. 2, 8-9), entró en la gloria de su reino; a El están sometidas todas las cosas hasta que El se someta a sí mismo y todo lo creado al Padre, para que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Cor. 15, 27-2 . Esta potestad El la ha comunicado a sus discípulos para que también ellos queden constituidos en una regia libertad y por su abnegación y santa vida venzan en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom. 6, 12); más aún, que, sirviendo a Cristo también en los demás, con humildad y paciencia conduzcan a sus hermanos hasta aquel Rey, a quien servir es reinar. Porque el Señor desea dilatar su Reino también por medio de los fieles laicos; esto es, el reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia de amor y de paz 115 ; reino, en el que las mismas criaturas quedarán liberadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Rom. 8, 21). Grande, en verdad, es la promesa y grande el mandato que se ha dado a los discípulos: Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (1 Cor. 3, 23).
Deben, pues, los fieles reconocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios; y, además, deben ayudarse mutuamente, hasta con las actividades propiamente seculares, para así lograr una vida más santa, para que el mundo se impregne con el espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de esta misión universal, a los laicos les corresponde el primer lugar. Procuren, pues, seriamente, que por su competencia y por su actividad en los asuntos profanos, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes creados se multipliquen en beneficio de todos y cada uno de los hombres y se distribuyan mejor entre ellos, según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil; y que, a su manera, estos seglares conduzcan a los hombres al progreso universal mediante la libertad cristiana y humana. Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará cada vez más con su luz de salvación a toda la sociedad humana.
Además los seglares, uniendo también sus fuerzas, sanen de tal modo las estructuras y condiciones del mundo, cuando éstas incitan al pecado, que todas se ajusten a las normas de la justicia y favorezcan al desarrollo de la virtud, en vez de ser obstáculo para ella. Si actúan así, impregnarán de un sentido moral la cultura y obras humanas. Así es como el campo del mundo se prepara, al mismo tiempo y mejor, para recibir la semilla de la palabra divina, mientras a la Iglesia se le abren de par en par las puertas por las que el mensaje de la paz penetre en el mundo.
En virtud de la economía misma de la salvación, los fieles aprendan a distinguir diligentemente entre los derechos y obligaciones que les corresponden por pertenecer a la Iglesia y los que les vienen por ser miembros de la sociedad humana. Procuren acoplarlos armónicamente entre sí, recordando que, en todo asunto temporal, deben guiarse por la conciencia cristiana, puesto que ninguna actividad humana, ni siquiera en las cosas temporales, puede sustraerse al mandato de Dios. En nuestro tiempo es de la mayor importancia que esta distinción y esta armonía brillen con suma claridad en la conducta misma de los fieles, de modo que la misión de la Iglesia pueda responder más plenamente a las circunstancias particulares del mundo moderno. Porque, así como se debe reconocer que la ciudad terrena, justamente vinculada a las preocupaciones temporales, se rige por sus propios principios, con la misma razón se debe rechazar la infausta doctrina que se esfuerza por edificar la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión, mientras ataca y destruye la libertad religiosa de los ciudadanos 116 .
37. Los seglares, como todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir abundantemente, de los sagrados Pastores, los bienes espirituales de la Iglesia, y, sobre todo, los auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos 117 ; y, por lo tanto, les hagan saber, con aquella libertad y confianza que corresponden a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo, sus necesidades y sus deseos. En la medida de sus conocimientos, de su competencia y de su prestigio, tienen el derecho y, en algún caso, la obligación de manifestar su parecer sobre las cosas tocantes al bien de la Iglesia 118 . Hágase esto, si las circunstancias lo requieren, mediante instituciones establecidas al efecto por la Iglesia, y siempre con veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia quienes, por razón de su sagrado oficio, representan a Cristo.
Los seglares, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que, con su obediencia hasta la muerte, abrió a todos los hombres el gozoso camino de la libertad de los hijos de Dios, procuren aceptar con prontitud y cristiana obediencia todo cuanto los sagrados Pastores, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia actuando como maestros y como gobernantes. En sus oraciones a Dios no dejen de encomendarle sus Prelados, para que, puesto que vigilan, obligados a dar cuenta de nuestras almas, cumplan su misión con gozo y sin gemidos (cf. Hebr. 13, 17).
Los sagrados Pastores, por su parte, reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia. De buen grado hagan uso de sus prudentes consejos y con confianza les encarguen oficios en servicio de la Iglesia, y les dejen libertad y espacio para actuar e incluso les den ánimo para que espontáneamente asuman tareas propias. Consideren atentamente en Cristo, con amor de padres 119 , las iniciativas, peticiones y deseos propuestos por los laicos. Y los Pastores respeten y reconozcan la justa libertad propia de todos en la ciudad terrenal.
De esta relación familiar entre laicos y Pastores cabe esperar muchos bienes para la Iglesia; porque así se robustece en los seglares el sentido de su propia responsabilidad, se fomenta su entusiasmo y con mayor facilidad se asocian sus fuerzas a la obra de los Pastores. Y éstos, ayudados por la experiencia de los laicos, pueden juzgar con mayor precisión y aptitud lo mismo los asuntos espirituales que los temporales; y así la Iglesia entera, fortalecida por todos sus miembros, cumpla con mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo.
38. Cada seglar debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y una señal del Dios vivo. Todos juntos, y cada uno en particular, deben alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Gal. 5, 22) e infundirle aquel espíritu que anima a aquellos pobres, mansos y pacíficos, proclamados bienaventurados por el Señor, en su Evangelio (cf. Mat. 5, 3-9). En una palabra, lo que el alma es en el cuerpo, esto deben ser los cristianos en el mundo 120 .
CAPITULO V
UNIVERSAL VOCACION A LA SANTIDAD EN LA IGLESIA
39. Objeto de fe es que la Iglesia, cuyo misterio está proponiendo este Sagrado Concilio, es indefectiblemente santa. Porque Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos "el solo Santo" 121 amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf. Eph. 5, 25-26), y la unió a Sí como su propio cuerpo y la llenó con la plenitud del Espíritu Santo, para gloria de Dios. Por eso todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la Jerarquía, ya sean dirigidos por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Thes. 4, 3; cf. Eph. 1, 4). Mas esta santidad de la Iglesia incesantemente se manifiesta y se debe manifestar por los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de múltiples modos en todos aquellos que, con edificación para los demás, se acercan en su propia vida hasta la caridad perfecta; pero se manifiesta de modo particular en la práctica de los consejos comúnmente llamados evangélicos. Esta práctica de los consejos, que por impulso del Espíritu Santo abrazan muchos cristianos, tanto en forma privada como en una condición o estado admitidos por la Iglesia, da en el mundo, y conviene que lo dé, un espléndido testimonio y un magnífico ejemplo de esa misma santidad.
40. Nuestro Señor Jesucristo, divino Maestro y Modelo de toda perfección, predicó la santidad de vida, de la que El mismo es autor y perfeccionador, a todos y a cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen: Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mat. 5, 4 122 . Envió, en efecto, a todos el Espíritu Santo, que los mueva interiormente, para que amen a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente y con todas sus fuerzas (cf. Marc. 12, 30), y para que se amen unos a otros como Cristo los amó (cf. Io. 13, 34; 15, 12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no según sus obras, sino según el designio y la gracia de El, por el bautismo de la fe han sido hechos hijos de Dios y participantes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos. Ellos, por lo tanto, mediante la ayuda de Dios, deben mantener y perfeccionar, en su vida, la santidad que han recibido. Les amonesta el Apóstol a que vivan como conviene a los santos (Eph. 5, 3) y que como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia (Col. 3, 12) y tengan los frutos del Espíritu, para su santificación (cf. Gal. 5, 22; Rom. 6, 22). Mas, como todos ofendemos en muchas cosas (cf. Iac. 3, 2), sin cesar necesitamos la misericordia de Dios y debemos orar todos los días así: Perdónanos nuestras deudas (Mat. 6, 12) 123 .
Luego para todos es claro, que todos los fieles, de cualquier estado o condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad 124 ; forma de santidad, gracias a la cual, aun en la misma sociedad terrena, se promueve un modo de vida más humano. A fin de alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversa medida de los dones recibidos de Cristo, deberán esforzarse para que, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen y obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios crecerá en frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos Santos.
41. Una misma es la santidad que en cualquier clase de vida y de profesión cultivan los que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedientes a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer la participación de su gloria. Mas cada uno, según los propios dones y oficios, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que enciende la esperanza y obra por la caridad.
En primer lugar, es menester que los Pastores del rebaño de Cristo cumplan con su deber ministerial, santamente y con entusiasmo, con humildad y fortaleza, según la imagen del sumo y eterno Sacerdote, Pastor y Obispo de nuestras almas; su deber así cumplido será aun para ellos excelente medio de santificación. Elegidos para la plenitud del sacerdocio reciben la gracia sacramental, para que con la oración, el sacrificio y la predicación, mediante todas las actuaciones de su preocupación y servicio episcopal, ejerzan el perfecto oficio de la caridad pastoral 125 no rehuyan dar su propia vida por las ovejas, y siendo modelos de su rebaño (cf. 1 Pet. 5, 3) aun con su propio ejemplo exciten aun a la Iglesia a una santidad cada día mayor.
Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona espiritual forman 126 , al participar de la gracia del oficio de aquéllos por medio de Cristo, eterno y único Mediador, por el ejercicio cotidiano de su deber, crezcan en el amor de Dios y del prójimo, conserven el vínculo de la comunión sacerdotal, abunden en toda clase de bienes espirituales y den a todos un vivo testimonio de Dios 127 , emulando a aquellos sacerdotes que en el transcurso de los siglos por un servicio humilde y escondido nos dejaron muchas veces un preclaro ejemplo de santidad. Su alabanza resuena en la Iglesia de Dios. Ofrezcan, como es su deber, sus oraciones y sacrificios por su plebe y por todo el Pueblo de Dios, conscientes de lo que hacen e imitando lo que tratan 128 . Así, en vez de encontrar un obstáculo en sus preocupaciones apostólicas, en los peligros y contratiempos, sírvanse más bien de todo para elevarse a más alta santidad, y con la frecuente meditación alimenten y mantengan su actividad para consuelo de toda la Iglesia de Dios. Todos los presbíteros, y en particular los que por el título peculiar de su ordenación son llamados sacerdotes diocesanos, recuerden cuánto contribuirá a su santificación estar fielmente unidos y cooperar generosamente con su propio Obispo.
Son también participantes de la misión y de la gracia del supremo Sacerdote, de una manera particular, los ministros de orden inferior, en primer lugar los diáconos, los cuales, por administrar los misterios de Cristo y de la Iglesia 129 , han de conservarse inmunes de todo vicio, agradando a Dios y procurando todo lo bueno ante los hombres (cf. 1 Tim. 3, 8-10. 12-13). Los clérigos [seminaristas] que, llamados por Dios y escogidos para ser su parte, se preparan para los deberes de sagrados ministros bajo la vigilancia de los Pastores, están obligados a adaptar su manera de pensar y sentir a tan preclara vocación: asiduos en la oración, fervorosos en la caridad, atentos siempre a la verdad, a la justicia y al decoro, lo realicen todo para gloria y honor de Dios. A los cuales se han de añadir aquellos seglares escogidos por Dios, que, para entregarse totalmente a tareas apostólicas, son llamados por el Obispo y trabajan con mucho fruto en el campo del Señor 130 .
Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se auxilien mutuamente en la gracia, con la fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a los hijos, con amor recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, construyen la fraternidad por la caridad y se presentan como testigos y cooperadores de la fecundidad de la Madre Iglesia, como símbolo al mismo tiempo que participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a Sí mismo por ella 131 . Ejemplo análogo de otro modo dan los que, en viudez o en celibato, pueden contribuir no poco a la santidad y actividad en la Iglesia. Y los que viven entregados a duras labores, en ese mismo trabajo humano busquen su perfección, ayuden a sus conciudadanos, traten de mejorar la sociedad entera y la creación, pero traten también de imitar con su laboriosa caridad a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en el trabajo, y que siempre trabaja en unión con el Padre por la salvación de todos: gozosos en la esperanza, ayudándose unos a otros en llevar sus cargas, y sirviéndose aun de su mismo trabajo cotidiano para subir a una más alta santidad, incluso apostólica.
Sepan también que están unidos de una manera especial con Cristo en sus dolores por la salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros sufrimientos, o los que padecen persecución por la justicia. A los cuales el Señor, en el Evangelio, los proclamó bienaventurados; y a los cuales El Señor... de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Cristo Jesús, después de un breve padecer, El mismo perfeccionará, fortalecerá y consolidará (1 Pet. 5, 10).
Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, en sus deberes y demás circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se santificarán más cada día, si todo lo reciben con fe de la mano del Padre celestial y si cooperan con la voluntad divina, manifestando a todos, aun en el mismo trabajo temporal, la caridad con que Dios amó al mundo.
42. Dios es caridad y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él (1 Io. 4, 16). Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado (cf. Rom. 5, 5). Por consiguiente, el don principal y más necesario es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor de El. Pero a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, cada uno de los fieles debe oír de buen grado la palabra de Dios y mediante su gracia cumplir con las obras su voluntad, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas; entregarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque la caridad como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (cf. Col. 3, 14; Rom. 13, 10) regula todos los medios de santificación, les da forma y los conduce a su fin 132 . Por ello el amor hacia Dios y hacia el prójimo es la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo.
Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por El y por sus hermanos (cf. 1 Io. 3, 16; Io. 15, 13). Pues bien; ya desde los primeros tiempos algunos cristianos se vieron llamados, y otros se encontrarán llamados siempre, a dar este máximo testimonio de amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores. El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo llega a hacerse semejante al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a El en el derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un muy excelente don y como suprema prueba de la caridad. Aunque es concedido a pocos vivan todos preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.
La santidad de la Iglesia se fomenta también de una manera especial en los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos 133 , Entre ellos descuella el precioso don de la gracia divina, que el Padre da a algunos (cf. Mat. 19, 11; 1 Cor. 7, 7), de entregarse más fácilmente sólo a Dios en la virginidad o en el celibato, sin dividir con otro su corazón (cf. 1 Cor. 7, 32-34) 134 . Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida por la Iglesia en grandísima estima, como señal y estímulo de la caridad y como manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.
La Iglesia considera también el aviso del Apóstol, quien, animando a los fieles a la práctica de la caridad, les exhorta a que sientan en sí lo que se debe sentir en Cristo Jesús, que se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo... hecho obediente hasta la muerte (Phil. 2, 7- y por nosotros se hizo pobre, siendo rico (2 Cor. 8, 9). Y como los discípulos siempre deberán estar dispuestos a dar esta imitación y testimonio de la caridad y humildad de Cristo, se alegra la Madre Iglesia de encontrar en su seno a muchos, hombres y mujeres, que siguen más de cerca el anonadamiento del Salvador y lo ponen en más clara evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su propia voluntad: ellos se someten al hombre por Dios en materia de perfección, más allá de lo que están obligados por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente 135 .
Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus sentimientos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de seguir la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: Los que usan de este mundo no se detengan en eso: porque la apariencia de este mundo pasa (cf. 1 Cor. 7, 31 gr.) 136 .
CAPITULO VI
LOS RELIGIOSOS
43. Los consejos evangélicos -castidad ofrecida a Dios, pobreza y obediencia- como fundados en las palabras y ejemplos del Señor y recomendados por los Apóstoles, por los Padres, doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió del Señor, y que con su gracia conserva fielmente. La autoridad misma de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar esos consejos, de regular su práctica y de determinar también las formas estables de vivirlos. A la manera de un árbol que se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor a partir de una semilla puesta por Dios, han ido creciendo formas diversísimas de vida monacal o cenobítica [vida solitaria o vida en común] en una gran variedad de familias que aumentan los auxilios tanto en ventaja de sus propios miembros, como en bien de todo el Cuerpo de Cristo 137 . Esas familias ofrecen a sus miembros todas las condiciones para una mayor estabilidad en su modo de vida, una doctrina experimentada para conseguir la perfección, una comunión fraternal en la milicia de Cristo y una libertad corroborada por la obediencia, de modo que puedan guardar fielmente y cumplir con seguridad su profesión religiosa, avanzando con alegría espiritual por el camino de la caridad 138 .
Un estado así, en la divina y jerárquica constitución de la Iglesia, no es un estado intermedio entre la condición del clero y la condición seglar; de ésta y de aquélla Dios llama a algunos fieles para gozar un don particular en la vida de la Iglesia, con el que contribuir, cada uno según su modo, a la misión salvadora de ésta 139 .
44. Por los votos, o por otros sagrados vínculos de suyo semejantes a aquéllos, el fiel cristiano se obliga a la práctica de los tres consejos evangélicos antes citados, entregándose totalmente al servicio y honra de Dios, amado sobre todo lo demás, mediante un nuevo y singular título. Ya por el bautismo había muerto al pecado y se había consagrado a Dios; ahora, para conseguir un fruto más abundante de la gracia bautismal, trata de liberarse -por la profesión de los consejos evangélicos, en la Iglesia- de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino, y se consagra más íntimamente al divino servicio 140 . Esta consagración será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y más estables, mejor se represente a Cristo, unido por un vínculo indisoluble a su Esposa, la Iglesia.
Y como los consejos evangélicos tienen la virtud de unir con la Iglesia y con su misterio de una manera especial a quienes los practican, por la caridad a la que conducen 141 , su vida espiritual debe también estar consagrada al bien de toda la Iglesia. De ahí nace el deber de trabajar según las fuerzas y según la forma de la propia vocación, ya con la oración, ya con la actividad laboriosa, por implantar o robustecer en las almas el Reino de Cristo y dilatarlo por todo el mundo. Por todo ello la Iglesia protege y promueve la índole propia de los diversos Institutos religiosos.
La profesión de los consejos evangélicos aparece, por lo tanto, como un distintivo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vocación cristiana. Porque, al no tener el Pueblo de Dios una ciudad permanente aquí, en este mundo, puesto que busca la futura, el estado religioso, que deja más libres a sus seguidores frente a los cuidados terrenales, manifiesta mejor a todos los fieles la presencia de los bienes celestiales ya en esta vida, a la vez que da un testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo y preanuncia la futura resurrección y la gloria del Reino celestial. Y ese mismo estado imita más de cerca y representa perpetuamente en la Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que dejó propuesta a los discípulos que quisieran seguirle. Finalmente, pone a la vista de todos, de una manera peculiar, la elevación del Reino de Dios sobre todo lo terreno y sus mayores exigencias; demuestra también todos los hombres la maravillosa grandeza de la virtud del reinado de Cristo y el infinito poder del Espíritu Santo que obra maravillas en su Iglesia.
Por consiguiente, el estado, cuya esencia está en la profesión de los consejos evangélicos, no pertenece ciertamente a la estructura jerárquica de la Iglesia, pero se integra indudablemente en su vida y en su santidad.
45. Siendo deber de la Jerarquía eclesiástica apacentar al Pueblo de Dios y conducirlo a los mejores pastos (cf. Ezech. 34, 14), a ella le pertenece dirigir con la sabiduría de sus leyes la práctica de los consejos evangélicos, instrumento singular para lograr la perfección de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo 142 . La misma Jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, y las aprueba auténticamente después de una más completa ordenación, y además se hace presente con su autoridad vigilante y protegiendo el desarrollo de los Institutos doquier erigidos para la edificación del Cuerpo de Cristo, a fin de que crezcan y florezcan, fieles al espíritu de sus fundadores.
El Sumo Pontífice que, por razón de su primado sobre toda la Iglesia, atiende providente a las necesidades de toda la grey del Señor, puede exigir de la jurisdicción de los Ordinarios, sometiendo a sola su autoridad, a cualquier Instituto de perfección, y a cada uno de sus miembros 143 . Por la misma razón pueden ser éstos dejados o confiados a las propias autoridades patriarcales. Los miembros de estos Institutos, en el cumplimiento de sus deberes para con la Iglesia, según la forma peculiar de su Instituto, deben prestar a los Obispos la debida reverencia y obediencia según las leyes canónicas, a causa de su autoridad pastoral en las Iglesias particulares y por la necesidad de unidad y concordia en el trabajo apostólico 144 .
La Iglesia no sólo eleva con su sanción la profesión religiosa a la dignidad de un estado canónico, sino que también la presenta con su acción litúrgica como un estado consagrado a Dios. Y porque la misma Iglesia, con la autoridad recibida de Dios, recibe los votos de los profesos, con la oración pública pide por ellos al Señor los auxilios y la gracia divina, les encomienda a Dios, y les imparte una bendición espiritual, asociando su oblación con el sacrificio eucarístico.
46. Pongan, pues, especial solicitud los religiosos en que, por ellos, la Iglesia muestre en forma mejor cada día -a fieles e infieles- a Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el monte, ya sea anunciando el Reino de Dios a las turbas, sanando enfermos y débiles, convirtiendo a los pecadores a una vida mejor, bendiciendo a los niños, haciendo el bien a todos, pero siempre obediente a la voluntad del Padre que le envió 145 .
Tengan, por fin, todos bien entendido que la profesión de los consejos evangélicos, aunque lleva consigo la renuncia de bienes que indudablemente son dignos de gran estimación, sin embargo, no sólo no se opone al verdadero progreso de la persona humana, sino que, por su misma naturaleza, le favorece grandemente. Porque los consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según la vocación personal de cada uno, contribuyen no poco a la purificación del corazón y a la libertad de espíritu, excitan continuamente el fervor de la caridad y, sobre todo, como se demuestra con el ejemplo de tantos santos fundadores, son capaces de asemejar más la vida del hombre cristiano con la vida virginal y pobre que para sí escogió Cristo Nuestro Señor y abrazó su Madre, la Virgen. Ni piense nadie que los religiosos, por su consagración, se hacen extraños a la Humanidad o inútiles para la ciudad terrenal. Porque, si en algunos casos no están directamente presentes junto a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes, de modo más profundo, en el corazón de Cristo, y cooperan con ellos espiritualmente para que la edificación de la ciudad terrenal se funde siempre en el Señor y se dirija a El, no sea que trabajen en vano los que la edifican 146 .
Por esto, el Sagrado Concilio confirma y alaba a los hombres y mujeres, Hermanos y Hermanas, que, en los monasterios, en las escuelas y hospitales o en las misiones, son honor de la Esposa de Cristo con la constante y humilde fidelidad en su consagración y ofrecen a todos los hombres generosamente los más variados servicios.
47. Esmérese, por consiguiente, todo el que haya sido llamado a la profesión de estos consejos, por perseverar y brillar en la vocación a la que ha sido llamado por Dios, para una mayor santificación de la Iglesia y para una mayor gloria de la Trinidad, una e indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de toda santidad.
CAPITULO VII
INDOLE ESCATOLOGICA DE LA IGLESIA PEREGRINANTE Y SU UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL
48. La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Act. 3, 21) cuando, con el género humano, también el Universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado en Cristo (cf. Eph. 1, 10; Col. 1, 20; 2 Pet. 3, 10-13).
Porque cuando Cristo fue levantado en alto desde la tierra atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf. Io. 12, 32 gr.); resucitado de entre los muertos (cf. Rom. 6, 9), envió a su Espíritu vivificaor sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación; sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella unirlos a Sí más estrechamente, y, alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre, hacerlos participar de su vida gloriosa. Así que la restauración, que esperamos como prometida, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y por El continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Phil. 2, 12).
La plenitud de los tiempos ya ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor. 10, 11) y la renovación del mundo está irrevocablemente instaurada y comienza a realizarse aun en el mundo presente, porque la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera aunque imperfecta santidad. Y mientras no lleguen los nuevos cielos y la nueva tierra, donde la justicia tiene su morada (cf. 2 Pet. 3, 13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que gimen y sufren en el tiempo presente, mientras esperan la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom. 8, 19-22).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo, que es prenda de nuestra herencia (Eph. 1, 14), somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (cf. 1 Io. 3, 1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria (cf. Col. 3, 4), en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Io. 3, 2). Por lo tanto, mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el destierro lejos del Señor (2 Cor. 5, 6) y, aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom. 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Phil. 1, 23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquél que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Cor. 5, 15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al Señor en todo (cf. 2 Cor. 5, 9), y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo (cf. Eph. 6, 11-13). Y como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrenal (cf. Hebr. 9, 27), merezcamos entrar con El a las nupcias y ser contados en el número de los escogidos (cf. Mat. 25, 32-46); no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mat. 25, 26), seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mat. 25, 41), a las tinieblas exteriores, en donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mat. 22, 13 y 25, 30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal (2 Cor. 5, 10); y, al fin del mundo, saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación (Io. 5, 29; cf. Mat. 25, 46). Teniendo, pues, por cierto, que los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros (Rom. 8, 18; cf. 2 Tim. 2, 11-12), con fe firme aguardamos de la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo (Tit. 2, 13), quien transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al Suyo (Phil. 3, 21) y vendrá para ser glorificado en sus santos y para ser admirado en todos los que han tenido fe (2 Thes. 1, 10).
49. Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado por todos sus ángeles (cf. Mat. 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Cor. 15, 26-27), algunos de sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es 147 ; mas todos, aunque en grado y modos distintos, estamos unidos en la misma caridad de Dios y del prójimo, y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo, teniendo su espíritu, crecen juntos y en El se unen entre sí, formando una sola Iglesia (cf. Eph. 4, 16). Así que la unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece por la comunicación de los bienes espirituales 148 . Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que Ella misma ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1 Cor. 12, 12-27) 149 . Porque ellos llegaron ya a la patria y gozan de la presencia del Señor (cf. 2 Cor. 5, ; por El, con El y en El no cesan de interceder 150 por nosotros ante el Padre, presentándole los méritos que en la tierra alcanzaron, gracias al único Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús (cf. 1 Tim. 2, 5), al servir al Señor en todas las cosas y completar en su propia carne, en favor del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, lo que falta a las tribulaciones de Cristo (cf. Col. 1, 24) 151 . Su fraternal solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.
50. La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos 152 y ofreció sufragios por ellos, porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados (2 Mach. 12, 46). Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están más íntimamente unidos: a ellos, junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, profesó peculiar veneración 153 e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos luego se unieron también aquellos otros que habían imitado 154 más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo, y en fin, otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas 155 y cuyos divinos carismas les hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles 156 .
Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la Ciudad futura (cf. Hebr. 13, 14 y 11, 10) y al mismo tiempo aprendemos cuál sea, entre las mundanas vicisitudes, el camino más seguro, según el estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la perfecta unión con Cristo, o sea, a la santidad 157 . Dios manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su faz en la vida de aquellos, hombres como nosotros, que con mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo (cf. 2 Cor. 3, 1 . En ellos El mismo nos habla y nos ofrece un signo de ese Reino suyo 158 hacia el cual tan poderosamente somos atraídos por la gran nube de testigos que nos envuelve (cf. Hebr. 12, 1) y con el gran testimonio de la verdad del Evangelio.
Pero no sólo veneramos la memoria de los Santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino aún más, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se corrobore por el ejercicio de la caridad fraterna (cf. Eph. 4, 1-6). Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio con los Santos nos une con Cristo, de quien dimana, como de su Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios 159 . Conviene, pues, en grado sumo, que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y eximios bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias por ellos 160 , invoquémoslos humildemente y, para impetrar de Dios sus gracias por medio de su Hijo Jesucristo, único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilios 161 . En verdad, todo genuino testimonio de amor ofrecido por nosotros a los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y termina en Cristo, que es la corona de todos los Santos 162 y por El a Dios, que es admirable en sus Santos y en ellos es glorificado 163 .
Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza en forma nobilísima, especialmente cuando en la sagrada Liturgia, en la cual la virtud del Espíritu Santo obra en nosotros por los signos sacramentales, celebramos juntos con fraterna alegría la alabanza de la Divina Majestad 164 , y todos los redimidos por la Sangre de Cristo, de toda tribu, lengua, pueblo y nación (cf. Apoc. 5, 9), congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza al Dios uno y trino. Al celebrar, pues, el Sacrificio Eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial en una misma comunión, y venerando la memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, del bienaventurado José, de los bienaventurados Apóstoles y Mártires, y de los Santos todos 165 .
51. Este Sagrado Concilio recibe con gran piedad tan venerable fe de nuestros mayores acerca de la comunión vital con nuestros hermanos que están en la gloria celestial o aún se purifican después de la muerte; y de nuevo propone los decretos de los Sagrados Concilios: el segundo de Nicea 166 , el de Florencia 167 y el de Trento 168 . Junto con esto, llevado por su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde, para que traten de apartar o corregir cualesquiera abusos, excesos o defectos que tal vez se hubieran introducido, y restauren todo para mayor alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que el auténtico culto a los Santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores cuanto en la intensidad de nuestro amor activo, por el cual, para mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los Santos el "ejemplo de su vida, la participación de su comunión y la ayuda de su intercesión" 169 . Y por otro lado expliquen a los fieles que nuestro trato con los bienaventurados, si se considera bajo la plena luz de la fe, lejos de atenuar el culto latréutico debido a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu, más bien lo enriquece ampliamente 170 .
Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una familia en Cristo (cf. Hebr. 3, 6), al unirnos por mutua caridad y en la misma alabanza de la Trinidad, correspondemos a la íntima vocación de la Iglesia y participamos 171 , con gusto anticipado, en la liturgia de la gloria consumada. Porque, cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios iluminará la ciudad celestial y su lumbrera será el Cordero (cf. Apoc. 21, 23). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suma felicidad de la caridad, adorará a Dios y al Cordero que fue inmolado (Apoc. 5, 12), proclamando a una voz: Al que está sentado en el Trono y al Cordero: la alabanza, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos (Apoc. 5, 13).
CAPITULO VIII
LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA, MADRE DE DIOS EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA
I. Proemio
52. Dios, que con su benigna sabiduría quiso llevar a término la redención del mundo, cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer..., para que recibiésemos la adopción de hijos (Gal. 4, 4-5). El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y se encarnó, por obra del Espíritu Santo, de María Virgen 172 . Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo; y en ella los fieles, que están unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos Sus santos, deben también venerar la memoria en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Dios y nuestro Señor Jesucristo 173 .
53. La Virgen María, que, en la Anunciación del ángel, recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y así entregó la Vida al mundo, es reconocida y honrada como verdadera Madre de Dios y del Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los méritos de su Hijo y unida a El con estrecho e indisoluble vínculo, se halla enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por lo tanto, hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, se halla muy por encima de las criaturas todas del cielo y de la tierra. Pero al mismo tiempo está unida, en la estirpe de Adán, con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros [de Cristo]..., por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son los miembros de aquella Cabeza 174 . Por ello también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, como su ejemplar y modelo admirable en la fe y en la caridad; y la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, la honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.
54. Por eso, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el Divino Redentor realiza la salvación, el Sagrado Concilio quiere aclarar cuidadosamente tanto la misión de la Bienaventurada Virgen en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo Místico, como los deberes de los hombres redimidos hacia la madre de Dios, madre de Cristo y madre de los hombres, en especial de los creyentes; mas no tiene intención de proponer una completa doctrina sobre María, ni tampoco dirimir las cuestiones todavía no llevadas a plena luz por el trabajo de los teólogos. Conservan, pues, su legítimo derecho las opiniones que se proponen libremente en las Escuelas católicas sobre Aquella que en la Santa Iglesia ocupa, después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros 175 .
II. Oficio de la Bienaventurada Virgen en la economía de la salvación
55. La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la salvación, en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y plena revelación, cada vez con mayor claridad, iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor. Ella misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa, dada a nuestros primeros padres, caídos en pecado, de la victoria sobre la serpiente (cf. Gen. 3, 15). Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo, cuyo nombre será Emmanuel (Is. 7, 14; coll. Mich. 5, 2-3; Mat. I, 22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación. En fin, con Ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura una nueva Economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para, con los misterios de su carne, liberar al hombre del pecado.
56. El Padre de las misericordias quiso que a la Encarnación precediera la aceptación por parte de la Madre predestinada, para que como la mujer contribuyó a la muerte, así también la mujer contribuyera a la vida. Ello vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que difundió en el mundo la Vida misma que renueva todas las cosas, y que fue enriquecida por Dios con dones apropiados a tal dignidad. Por eso no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura 176 . Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen de Nazaret es saludada por el Angel, por mandato de Dios, como llena de gracia (cf. Luc. 1, 2 , y ella responde al enviado celestial: He aquí la Esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Luc. 1, 3 . Así María, hija de Adán, al aceptar la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús y, al abrazar con generoso corazón y sin impedimento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María, no como mero instrumento pasivo, en manos de Dios, sino como cooperadora de la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero 177 . Por eso no pocos Padres antiguos en su predicación de buen grado afirman, con él, que el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe 178 ; y comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes 179 , y afirman muy frecuentemente: la muerte vino por Eva, por María la vida 180 .
57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta Su muerte; en primer término, cuando María se dirige, con presteza, a visitar a Isabel, ésta la proclama dichosa por su fe en la salvación prometida, y el precursor saltó de gozo en el seno de su Madre (cf. Luc. 1, 41-45); y en la natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que no disminuyó su integridad virginal, más bien la consagró 181 . Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, en el templo lo presentó al Señor, oyó al mismo tiempo cómo Simeón anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre, para que se descubrieran los pensamientos de muchos corazones (cf. Luc. 2, 34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre; y no entendían la palabra del Hijo. Pero su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. Luc. 2, 41-51).
58. En la vida pública de Jesús aparece muy expresamente su Madre ya desde el principio cuando, en las bodas de Caná, en Galilea, movida por misericordia, con su intercesión logró de Jesús, el Mesías, que iniciara sus milagros (cf. Io. 2, I-II). En el curso de la predicación de Jesús, acogió ella las palabras con que (cf. Luc. 2, 19. 51) su Hijo, al sobreponer el Reino de Dios por encima de los vínculos y relaciones de carne y sangre, proclamaba bienaventurados a los que oyen y guardan la palabra de Dios (cf. Marc. 3, 35; Luc. 11, 27-2 , como ella misma lo hacía fielmente (cf. Luc. 2, 19-51). Así es como también la B. Virgen avanzó en la peregrinación de la fe, guardando fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Io. 19, 25), sufriendo vehementemente con su Unigénito y con corazón maternal se asoció a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada de Sí misma; y, finalmente, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús, moribundo en la Cruz, con estas palabras: ¡Mujer, he ahí a tu hijo! (Io. 19, 26-27) 182 .
59. Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los Apóstoles antes del día de Pentecostés perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y los hermanos de Este (Act. 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu, que a ella misma ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación. Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original 183 , al terminar el curso de la vida terrena, en alma y en cuerpo fue asunta a la gloria celestial 184 y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Apoc. 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte 185 .
III. La B. Virgen y la Iglesia
60. Unico es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate para todos (1 Tim. 2, 5-6). Pero la misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, antes bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen, en favor de los hombres, no es exigido por ninguna ley, sino que nace del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y, lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.
61. La Bienaventurada Virgen, predestinada desde toda la eternidad, dentro del plan de la encarnación del Verbo, para ser Madre de Dios, fue en la tierra, gracias a disposición de la divina Providencia, la amable Madre del divino Redentor, asociada generosamente a su obra con título absolutamente singular, y humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, dándolo al mundo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo que moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular -por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad- a restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por ello ha sido nuestra Madre en el orden de la gracia.
62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilar al pie de la Cruz, hasta la consumación eterna de todos los elegidos. Porque, una vez asunta a los cielos, no ha dejado su oficio salvador, sino que con su múltiple intercesión continúa alcanzándonos los dones de la eterna salvación 186 . Con su materno amor cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se hallan todavía, entre peligros y angustias, hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora 187 . Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador 188 . Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo encarnado y Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado en varias maneras, tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente, en formas distintas, en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una múltiple cooperación, participa de una fuente única.
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