P. Fernando Constante
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Publicado:
Sab Nov 08, 2008 10:43 am Asunto:
Cardenal Marcelo González Martín
Tema: Cardenal Marcelo González Martín |
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Un saludo en el Señor.
Si no recuerdo mal, antes había un tema dedicado al Cardenal Marcelo González Martín (1918-2004), pero no pude encontrarlo o no supe buscarlo bien.
Quería ofrecer este bellísimo discurso pronunciado en un momento muy difícil de la historia de la Iglesia de España, cuando el entonces obispo Marcelo González se presentó como coadjutor (con derecho a sucesión) en la archidiócesis de Barcelona.
Por desgracia, hubo muchos entre el clero que lo rechazaron por no ser catalán... Esto lo comento porque se entiende la fuerza y la belleza de este discurso. Lo tengo también grabado, y causa una impresión muy fuerte escuchar los aplausos en los momentos claves de las palabras del entonces obispo Marcelo González Martín.
Espero pueda servir.
Cita: | Monseñor Marcelo González Martín
Barcelona, 19 de mayo de 1966 (Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, junio de 1966, con retoques desde la grabación directa de la Alocución).
Alocución a todos los fieles
Circunstancias ajenas a mi humilde persona han hecho que mi presentación ante vosotros se vea rodeada de una expectación que yo no hubiera deseado en ningún momento.
Es muy clara y sencilla la significación de mi presencia aquí. Ministro de Dios y de su Iglesia, y, por lo mismo, acostumbrado a obedecer y a servir, vengo aquí, como tantos otros prelados que me han precedido, para trabajar, en unión con vosotros, sacerdotes y fieles del Pueblo de Dios, al servicio del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.
Saludo con amor y reverencia al venerable Arzobispo de quien voy a ser coadjutor y a su clero y religiosos. Ofrezco el testimonio de mi respeto agradecido a las autoridades de Barcelona, Astorga, León, Valladolid y Villanubla. Y abro mi corazón, más que mis labios, para deciros a todos cuantos estáis aquí y a los demás a quienes llegue mi voz: paz, paz, ¡la paz del Señor sea con vosotros!
Cumplido este deber, que en mi caso está dictado por algo mucho más profundo que la simple cortesía, permitidme ahora que os abra mi alma un poco más, tanto por el deseo de no defraudaros demasiado en lo que esperáis oír de mí, como por la necesidad que ya desde ahora experimento de establecer con vosotros una comunicación de intimidad que no quisiera se interrumpiese nunca.
Vengo aquí por obediencia a quien puede confiarme esta misión e incluso mandarme que la acepte, el Santo Padre.
La Iglesia es un misterio de obediencia, como lo es Jesucristo, enviado por el Padre, hecho obediente por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz. Prolongación de Jesús en el tiempo, siglo tras siglo, la Iglesia obedece también a un designio de salvación que Dios tiene respecto a la humanidad y que realiza a través de ella. Tanto si se la considera en su aspecto jerárquico y visible, como si se atiende a su condición global de Pueblo de Dios, la Iglesia nace porque es llamada a nacer (No me elegisteis a Mí, sino Yo a vosotros). Se pone en marcha a La voz de un mandato (Id y enseñad); gobierna, santifica y adoctrina, porque su Divino Fundador le ordena que lo haga así, para bien de los hombres. Estos, los fieles, juntamente con sus Pastores, forman el Pueblo de Dios, al responder a quien convoca y llama. Reunidos todos en la comunión de una misma fe y una misma obediencia, la vida de la Iglesia, que es la de Cristo, se propaga en los creyentes a través de la acción sacramental, merced a una docilidad interior que permite al hombre ofrecer humildemente los condicionamientos reales que exige la gracia salvadora. Cuando ésta llega al alma, el hombre ha hecho un acto supremo de obediencia, que le trae como compensación gozosa la libertad de los hijos de Dios.
He aquí por qué digo que la Iglesia es un misterio de obediencia, lo mismo en su realidad social externa que en su vida interior. Por ser una obediencia prestada, no a los hombres, sino a Dios, Padre de todos los creyentes; por ser Él quien nos ha elegido, y no nosotros a Él. Cuando actuamos y nos movemos dentro del Pueblo de Dios, no edificamos la ciudad terrestre y temporal, sino el Cuerpo de Cristo, dentro del cual, con palabras de san Pablo, no hay distinción de judío ni griego, de siervo ni de libre, ni tampoco de hombre ni mujer, porque todos somos una cosa en Jesucristo (Gal 3, 28; Col 3,11).
En consecuencia, enviado por el Pastor Supremo de la Iglesia no me siento extraño ante vosotros. Si alguien, a pesar de todo, se siente extraño a mí, yo le abro los brazos con humildad y con amor, y le pido que me ayude, petición que, ésta sí, puede hacerse en nombre de lo que nos une, que es mucho más fuerte que lo que nos separa. Lo diré con palabras de san Pablo: Si alguno se precia de ser de Cristo, considere asimismo para consigo: que así como él es de Cristo, también lo somos nosotros (2Cor 10,7).
El desconocimiento que actualmente tengo de la lengua catalana y de otras particularidades de vuestra vida, en lo que tiene de carac¬terística propia, no me incapacita, me estimula. Yo la aprenderé y hablaré. Y vosotros me ayudaréis a entender mejor vuestras aspi¬raciones y deseos, cuando comprendáis que precisamente porque os amo, son también los míos.
Las manos que administran los sacra¬mentos no tienen huellas dactilares propias. La palabra de Dios que predica el que de verdad cree en ella, no está nunca encadenada, decía también san Pablo. La caridad de Cristo, que a todos nos mueve, no es de aquí ni de allí, de hoy ni de ayer; es el don que a todos nos ofrece el Padre para hacernos hijos suyos. Es éste el don que yo os traigo, consciente de que mi misión de servicio a vuestras almas es eso y nada más que eso.
Si siempre ha sido esta la norma de mi vida sacerdotal, inspiradora de mis pensamientos y de mis actos, debo decir que me ha guiado aun con más fuerza en estos últimos cinco años, en que llamado por la Iglesia a obedecer, he servido al ministerio episcopal en la diócesis de Astorga, a la cual se dirige en este momento el más fervoroso recuerdo de mi alma. De sus sacerdotes y sus fieles, esparcidos por pueblos y aldeas a lo largo de doce mil kilómetros cuadrados de la geografía diocesana, os traigo el saludo de su fe y su piedad, que les invitan a llamaros hermanos en la seguridad de encontrar en vosotros recí¬procos sentimientos de amor y fraternidad cristiana. Los pocos que están aquí conmigo lo expresan con su presencia. Los muchos que hubieran querido venir me han hecho el ruego de que así lo manifieste.
No faltarán entre ellos quienes, a esta misma hora, discurriendo por las naves de la bella catedral asturicense, hayan ido a postrarse en la tumba del obispo que allí me precedió, el venerable doctor Castelltort, antiguo párroco de Tarrasa y Barcelona, cuyos pasos seguí allí, y con cuyo espíritu me encuentro aquí. ¿Cómo no van a sentirse ellos hermanos de vosotros si Dios ha querido que incluso se cambiaran los padres para lograr una mayor unión de las almas?
Vamos, pues, a trabajar juntos con decisión y con firmeza por el bien de las almas que nos han sido encomendadas. Nos espera un campo de acción inmenso, casi inabarcable. Pienso en todos vosotros, hijos queridos de la Archidiócesis de Barcelona, en vuestras familias y en vuestros hijos; en el mundo de la industria y de las aplicaciones de la técnica, en el de la Universidad y la cultura, en el del comercio y la oficina, en el de la gran ciudad y los pueblos de vida agrícola más tranquila y serena, en el de los trabajadores de toda condición, los nacidos aquí y los que aquí han venido procedentes de todas las regiones de España.
Me pregunto con dolor si entre los pertenecientes a estos mundos no habrá muchos a quienes, por desgracia, pueda resultar indiferente mi presencia, como la de cualquier otro obispo de la Iglesia, sea cual sea el lugar de su nacimiento. Si así sucediera, tendríamos que reconocer que estamos en presencia de una crisis muy grave, frente a la cual la única consideración válida es la necesidad de unir nuestros esfuerzos de humildes colaboradores del Evangelio para facilitar los caminos del Señor. Ello no significaría renunciar a deseos que pueden ser legítimos sino sencillamente establecer en la manifestación de los mismos e incluso en el apremio de urgencia con que los compartimos, el orden que nos señalan virtudes que están por encima de nuestras aspiraciones personales, a saber, la caridad y la obediencia a la Iglesia, cuando ésta nos pide expresamente que obedezcamos.
Hago estas reflexiones cuando estamos viviendo un momento postconciliar lleno de interés para la Iglesia y para el mundo. Imposible como es en este instante desarrollar con amplitud pensamientos que han de ser en el futuro objeto de nuestro común examen, basten ahora algunas afirmaciones que no pueden ponerse en tela de juicio porque se amparan en la propia evidencia de los hechos.
El Concilio ha sido ante todo un hecho religioso: en su origen, como lo afirmó Juan XXIII; en su autoridad, la del magisterio solemne de la Iglesia; en su inspiración conductora, la acción del Espíritu Santo; en su propósito, la renovación de las conductas y de la vida interna de los hombres sin excluir los de la Iglesia; en su aplicación, porque hay que hacerla de acuerdo con lo que la autoridad de la Iglesia va determinando. Todo lo cual quiere decir que, por ser un hecho religioso, no político ni de pura reflexión sociológica, hay que tratarlo con el respeto que se merecen las cosas que hacen relación a Dios.
Concretar el alcance de las determinaciones conciliares, el momento de la aplicación de las mismas, el grado de exigencia práctica que en cada circunstancia ha de acompañarlas, corresponde no al criterio subjetivo y arbitrario de cada uno, sino a quien tiene la suprema autoridad interpretativa como la tuvo para convocar el Concilio, presidirlo y promulgarlo.
En el Concilio hemos obedecido todos, incluso los Padres con¬ciliares, cuando llegó la hora de obedecer, que hizo su aparición junto a los momentos de emitir juicios, opiniones y votos. Y la obediencia se prestó sin resentimiento ni amargura, sino con el gozo de la fe y con la honda paz interior de quien habiendo cumplido antes con el deber que le dictaba su conciencia cumplía ahora con el que le señalaba Dios mismo.
El Concilio no ha sido indiferente a los dolores y angustias del hombre y del mundo contemporáneo. Por eso ha promulgado una Constitución Pastoral «sobre la presencia de la Iglesia en el mundo». Pero no corresponde al Concilio ni a la Iglesia edificar la ciudad terrestre, tarea reservada a las manos de los hombres. Su acción pastoral se inspira en unos principios doctrinales que hay que tener siempre presentes, señalados en la otra Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, a cuya luz hay que interpretar la anterior, no al revés.
En suma, el Concilio es libertad y es ley; es Pueblo de Dios dentro del cual hay jerarquía; es caridad y disciplina; es renovación sin merma de la tradición sagrada; humanismo sin detrimento de lo sobrenatural; paz y concordia de las almas sin concesiones a la indiferencia; diálogo y autoridad; respeto al hombre y adoración a Dios. Ha brotado del Concilio, como ha dicho el Papa, una nueva psicología, pero no ha nacido ni nacerá nunca una nueva Iglesia, porque ésta la hemos recibido del mismo Jesucristo, y no la podemos cambiar.
Todas las renovaciones, necesarias y aun convenientes, todas, absolutamente todas, caben dentro de la Iglesia, porque su propia fecundidad es inagotable. El Concilio nació por amor, porque fue obra de Dios. Un postconcilio en el que faltase el amor sería la negación misma de la obra de Dios.
Yo espero que no sea así en esta Archidiócesis ilustre de Barcelona. Llamo a todos, para alivio del peso que yo he de soportar en lo que pobremente pueda ofrecer como concurso al venerable arzobispo que rige la diócesis, llamo a todos a colaborar: a los sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas, laicos, a todos. Particularmente a los sacerdotes «próvidos cooperadores del orden episcopal».
El mundo no busca entre nosotros sociólogos, filósofos, ni científicos. Todo eso lo tiene el mundo en abundancia y no necesita venir a encontrarlo en nuestros campos. Lo que pide de nosotros es la fe y el sostenimiento de la esperanza. No nos está prohibido, no, luchar por la justicia, pero con tal de que lo hagamos con amor. Amor a todos, precisamente porque tenemos el deber de predicar sus responsa¬bilidades, a todos: a los que ejercen autoridad y a los súbditos, a los padres y a los hijos, a los ricos y a los pobres. Ningún hombre en la tierra puede atreverse a asumir tan terrible misión: de señalar deberes a los demás si, siendo él tan miserable como ellos, no se eleva por encima de todos con el único procedimiento que permite alcanzar una categoría superior: amándolos a todos.
Si alguien ha de llevar nuestras preferencias sean los pobres, los sencillos y humildes, los más desamparados. Pobres del alma y del cuerpo. Los niños, los ancianos, los enfermos. Familias de trabajadores de los suburbios de Barcelona, que hasta aquí han llegado de todas las regiones de España, nacidas aquí o venidas de otra parte, llevan sobre la frente el título de hijos de Dios, que es la más honrosa filiación que un hombre puede ostentar para merecer el amor de un cristiano y de un sacerdote.
El mío, de obispo de la Iglesia, ya lo tienen desde el momento en que el lema de mi escudo episcopal es «Pauperes evangelizantur». El vuestro también lo han tenido, sacerdotes de Barcelona, y lo tendrán pre¬cisamente porque siendo hijos de la noble región catalana, tenéis un alma demasiado grande para que pueda sentirse satisfecha poniendo fronteras a un amor que no las tiene.
Dígnese, venerado señor Arzobispo, recibir estas manifestaciones que hago con las cuales pongo mi corazón y mi alma en sus manos de padre y maestro de la vida espiritual de Barcelona, para ayudarle cuanto pueda humildemente en el ejercicio de su misión.
Acepte, excelentísimo señor Nuncio Apostólico, el homenaje de mi obediencia filial a Su Santidad el Papa, que si nos honra cuando ruega, nos dignifica aún más cuando nos manda.
Quiera el Señor, cuya subida a los cielos hoy conmemoramos, no dejarnos huérfanos de su asistencia en la tierra, particularmente en la peregrinación que hoy comenzamos, Señor. Así lo suplico por medio de la Santísima Virgen en su doble advocación de la Merced y de Montserrat, que manifiesta su patrocinio sobre esta ciudad de Barcelona y sobre toda Cataluña. Que desde hoy Ella, Ella al menos, pueda conseguir para mí que pueda ser acogido como un hijo más de esta tierra el que en el orden espiritual viene a ser padre de los que en ella han nacido.
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