Pepa Veterano
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Publicado:
Lun May 25, 2009 6:26 pm Asunto:
Tema: Quiero datos sobre al inquisision...CALVINISTA! |
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[size=16]¿Esto sirve?[/size]
PROCESO Y MUERTE DE MIGUEL SERVET, POR LA INQUISICIÓN PROTESTANTE DE JUAN CALVINO
Por Marcelino Menéndez Pelayo
INTRODUCCIÓN
Una habilidad de los anticatólicos ha sido siempre hacer aparecer la Inquisición como cosa exclusivamente católica. Se dice "Inquisición" y se piensa en frailes con cruces en alto, ante hogueras atizadas. Y esto cuando hubo Inquisición Civil y Protestante, también.
En el caso que nos ocupa, Menéndez Pelayo examina la vida y obra del heterodoxo español Miguel Servet, quien hallaría la muerte a manos de la Inquisición Calvinista de Ginebra, tribunal protestante, supuestamente defensor del libre examen y enemigo de la "intolerancia papista".
Con extensa documentación, el estudio sobre Servet ocupa prácticamente todo el Capítulo VI del Libro IV de la Historia de los Heterodoxos Españoles.
Las notas pueden consultarse en el link a Cervantes Virtual.
Jesús Hernández
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Proceso y Muerte de Miguel Servet
- I -
Primeros años de Servet. -Sus estudios y viajes a Francia, Alemania e Italia. -Publicación del libro «De Trinitatis erroribus». -Cómo fue recibido por los protestantes. -Relaciones de Servet con Melanchton, Ecolampadio, Bucero, etc.
Entre todos los heresiarcas españoles ninguno vence a Miguel Servet en audacia y originalidad de ideas, en lo ordenado y consecuente del sistema, en el vigor lógico y en la trascendencia ulterior de sus errores. Como carácter, ninguno, si se exceptúa quizá el de Juan de Valdés, atrae tanto la curiosidad, ya que no la simpatía; ninguno es tan rico, variado y espléndido como el del unitario aragonés. Teólogo reformista, predecesor de la moderna exégesis racionalista, filósofo panteísta, médico, descubridor de la circulación de la sangre, geógrafo, editor de Tolomeo, astrólogo perseguido por la Universidad de Paris, hebraizante y helenista, estudiante vagabundo, controversista incansable, a la vez que soñador místico, la historia de su vida y opiniones excede a la más complicada novela. Añádase a todo esto que su proceso de Ginebra y el asesinato jurídico con que terminó han sido y son el cargo más tremendo contra la Reforma calvinista, y se comprenderá bien por qué abundan tanto las investigaciones y los libros acerca de tan singular personaje. Sin exageración puede decirse que forman una biblioteca. A las obras, ya atrasadas, de Allwoerden, Mosheim, D'Artigny y Trechsel; a la inestimable relación del proceso hecha por Rilliet de Candolle en 1844; al brillante aunque ligero juicio de Emilio Saisset, han sucedido en estos últimos años la gradable biografía de Servet escrita por el filósofo inglés Willis y nada menos que treinta monografías, entre grandes y pequeñas, del pastor de Magdeburgo, Enrique Tollin, quien, con un entusiasmo por su héroe que raya en fanatismo, un conocimiento perfecto del asunto y una terquedad inaudita, sin perdonar viajes, lecturas ni trabajos, ha consagrado veintiún años de su vida a rehabilitar la memoria del mártir español, como él le llama. Claro es que habiéndose escrito tanto y tan concienzudamente acerca de Servet, aunque nunca o casi nunca por católicos, este capítulo, en lo que toca a datos biográficos no presentará grandes novedades. Gracias si he acertado a condensar, prescindiendo de los hiperbólicos elogios, de los pormenores pueriles y enojosos y de las repeticiones sin cuento en que se complace Tollin, el resultado de las últimas investigaciones. Trabajo es éste que en España, donde esas obras son casi desconocidas, y apenas corren acerca de Servet más noticias que las vulgares, tendrá algo de nuevo y útil. En lo que toca al análisis de sus escritos y posición teológica, me guiaré por mi propio criterio y por lo que de la lectura atenta de las mismas obras servetianas, que más de una vez he extractado, puede deducirse, sin preocupación anterior ni ciega sumisión a lo que hayan especulado y dicho los alemanes (1563).
Toda duda acerca de la patria de Servet debe desaparecer ante la declaración explícita que él hizo en su primer proceso, el de Viena del Delfinado. Allí se dice natural de Tudela, en el reino de Navarra. Y aunque dos meses después, en el interrogatorio de Ginebra, afirma ser «aragonés, de Villanueva», esta aserción ha de entenderse no del lugar de su nacimiento, sino de la tierra de sus padres. Y, en efecto, la familia Serveto o Servet, de la cual era el famoso jurisconsulto boloñés Andrés Serveto de Aviñón, y la familia Reves, segundo apellido de nuestro autor, radicaban en Villanueva de Sixena, por más que él naciera casualmente en Tudela; viniendo a ser, por tal modo, aragonés de origen y navarro de nacimiento. Natione Hispanus, aut, ut dicebat, Navarrus, se le llama en los registros de la Facultad de Medicina de París. Pero él, por cariño, sin duda, a la tierra de sus padres, gustaba de firmarse Michael Villanovanus, Michel de Villeneufve o bien Ab Aragonia Hispanus; y su discípulo Alfonso Lingurio le apellida, al modo clásico, Tarraconensis, que algunos, mal informados o dejándose llevar del sonsonete del apellido Servet, han traducido ligeramente por catalán.
Miguel Serveto, como él se firma al frente de sus dos primeras obras, o Servet, como declara llamarse en el interrogatorio de Viena, hubo de nacer por los años de 1511, aunque esta fecha no se halle exenta de dudas y contradicciones. En el interrogatorio de Viena, de 5 de abril de 1553, dice que tenía en aquel entonces cuarenta y dos años, poco más o menos; en el de Ginebra, de 23 de agosto, confirma indirecta mente lo mismo al referir que, teniendo veinte años, publicó en Haguenau su libro de la Trinidad, impreso, como sabemos, en 1531. Pero en 28 de agosto se dice de edad de cuarenta y cuatro años, sin que se alcance el motivo de haberse quitado dos la primera vez o aumentádoselos la segunda.
Sus abuelos, dirémoslo con palabras suyas en ocasión solemne, eran cristianos de antigua raza, que vivían noblemente (chrestiens d'ancienne race, vivans noblement). Su padre ejercía la profesión de notario en Villanueva de Sixena. No consta dónde ni cómo recibió la primera educación, y cuanto sobre esto han fantaseado Tollin y Willis no pasa de conjetura. Bástenos saber que aprendió en España el latín, el griego y el hebreo; que parece haber asistido algún tiempo a las escuelas de Zaragoza y que en 1528 fue enviado por su padre a Tolosa a aprender leyes. Allí, más que a la lectura de Justiniano, se dio a la de la Biblia, y como entonces empezaran a correr entre los estudiantes franceses los libros de la Reforma alemana, y especialmente los Loci communes, de Melanchton, Servet se contagió, como los restantes, de la doctrina del libre examen. Su fe católica vino a tierra; pero como su espíritu era osado e independiente, y él no había nacido soldado de fila, comenzó a interpretar las Escrituras por su cuenta, y ni fue ortodoxo, ni luterano, ni anabaptista, sino heresiarca sui generis, con aires de reformador y profeta (1564).
Poco conocidas debían ser, no obstante, sus ideas, o quizá poco fijas y resueltas, cuando al poco tiempo le vemos acompañar, como secretario, al franciscano Fr. Juan de Quintana, confesor de Carlos V. Viajó con él por Italia y Alemania; asistió a la coronación de Carlos V en Bolonia (noviembre de 1529) y a la Dieta de Augsburgo (junio de 1530); conoció a Melanchton y quizá a Lutero; fue extremando por días su radicalismo religioso, y acabó por dejar (¿antes del otoño del mismo año 30?) el servicio del confesor, tan poco en armonía con sus aficiones. Por entonces no estaba ni con los católicos ni con los protestantes: Nec cum istis, nec cum illis in omnibus consentio aut dissentio: omnes mihi videntur habere partem veritatis et partem erroris (1565).
Pero, aunque se había refugiado en la protestante Basilea, bien pronto se alarmaron contra él los teólogos luteranos, y más al saber que preparaba un libro contra el misterio de la Trinidad. Antes había dogmatizado de palabra, y Ecolampadio (Juan Hausschein), cabeza de la iglesia de aquella ciudad, avisó a Zuinglio, a fines de aquel año, de habérsele presentado un español, llamado Servet, contagiado de la herejía de los arrianos y otros errores, el cual negaba que Cristo fuera real y verdaderamente hijo eterno de Dios. A lo cual respondió Zuinglio: «Ten cuidado, porque la falsa y perniciosa doctrina de ese español es capaz de minar los fundamentos de nuestra cristiana religión... Procura traerle con buenos argumentos a la verdad.» «Ya lo he hecho, replicó Ecolampadio; pero es tan altanero, orgulloso y disputador, que nada se puede conseguir de él.» «No se ha de sufrir tal peste en la Iglesia de Dios, contestó Zuinglio. Indigno es de respirar quien así blasfema» (1566). ¡Que tolerancia más evangélica la de estos amotinados contra Roma!
Entretanto, Servet había entregado su libro a Juan Secerius, impresor de Haguenau, en Alsacia, sin hacer caso de las exhortaciones de Ecolampadio, que le llamaba judaizante y trabajaba, siempre en vano, por detenerle en sus temeridades (1567). Parece que otro tanto hicieron los pastores de Estrasburgo, Bucero y Capitón, y aunque Servet no se rindió del todo a sus consejos, modificó con arreglo a ellos algún pasaje. Realmente salió de Estrasburgo menos descontento que de Basilea, y, con la generosa inexperiencia propia de la juventud, no tuvo reparo en poner en el frontis de su obra sus dos apellidos, y su patria. El impresor tuvo buen cuidado de no dejar ninguna señal por donde pudiera descubrirse el suyo. El rótulo decía a secas: De Trinitatis Erroribus, Libri Septem. Per Michaelem Serveto, alias Reves, Ab Aragonia, Hispanum 1531 (1568).
Dilatando para más adelante nuestro juicio sobre los orígenes y desarrollo de la doctrina cristológica de Servet, conviene exponer brevemente su primera fase, contenida en este libro. Primera fase la llamo, no porque en lo esencial variara después, pues si se mostró descontento de las incorrecciones de estilo de este su primer libro, nunca abjuró ni desaprobé sus principios, sino porque en adelante les dio nuevo desarrollo, introduciendo sobre todo un poderoso elemento neoplatónico, que es menos visible, ya que no esté ausente del todo, en el De Trinitatis erroribus.
Si la forma literaria no es en este primer ensayo de Miguel Servet muy latina ni muy ciceroniana, es, a lo menos, sencilla y clara, y la enérgica personalidad del autor infunde a veces a su incorrecto lenguaje desusado brío. Mayor defecto es el absoluto desorden con que las materias se tratan, aunque en el pensamiento del autor estuvieran bien trabadas. Por lo demás, el objeto principal del libro salta a la vista y no requiere largas explicaciones; todos sus biógrafos y críticos han reconocido que Servet se fija exclusivamente en el Cristo histórico, lo cual quiere decir, en términos más llanos, que se propuso atacar la divinidad de Cristo, siendo su obra la primera, entre las de teólogos modernos, que descaradamente llevara este objeto. En vano Tollin, que es, en realidad, tan poco trinitario como Servet, quiere disimular esta consecuencia. No basta que Servet llegue a decir en el mismo libro que vamos analizando: Cavillationibus reiectis, syncero pectore verum Christum et eum totum divinitate plenum agnoscimus (1569), pues vamos a ver bien claro lo que significa en fa teoría de Servet el estar lleno de la divinidad y qué es lo que entiende por cavilaciones o, como en otras partes dice, nugae, mathematica delusio, horribilis... blasphemia.
La Biblia es para Miguel Servet la única regla de creencia, la llave de todo conocimiento, y en la Biblia está todo saber y filosofía, no ha de usarse ninguna palabra que no se lea en las Escrituras; todo lo que no se encuentre allí le parece ficción, vanidad y mentira (1570). Tal era la consecuencia lógica de la Reforma; y conculcado el principio de autoridad, ¿cómo había de respetar la de Lutero, Zuinglio o Ecolampadio el que había roto con la de la Iglesia universal? ¿Ni cómo había de quedar ileso el sistema cristológico, cuando los luteranos se habían encarnizado tanto con el antropológico? Si les parecía lícito negar el libre albedrío y el poder de las obras, ¿con qué derecho perseguían como impío y blasfemo al que, más audaz consecuente que ellos, quería penetrar en las entrañas del dogma? Providencialmente estaba ordenado que el hacha de la Reforma viniesen a ser los unitarios, y la evolución lógica que había comenzado con Juan de Valdés siguió su curso con Servet y los socinianos.
El fundamento de la salvación de la Iglesia no es para Servet, como era para los luteranos, creer en la justificación por el beneficio de Cristo, sino creer con firmeza que Jesucristo es Hijo de Dios y salvador nuestro (1571). De este Hijo de Dios se presenta él nada menos que como abogado (pro quo dico), rasgo que a Tollin le parece de sublime sencillez; y anuncia que será tan claro que hasta las viejas y los barberos (vetulae... tonsores) podrán entender sus teologías. Lo que más inculca a cada paso es el daño que resulta de ascender a la contemplación del Verbo sin especular antes sobre la humanidad de nuestro Redentor (1572).
Expone prolijamente, y con alarde de erudición hebraica, el significado de los dos nombres Jesús y Cristo. Reúne los testimonios de la Escritura que llaman a Jesús Hijo de Dios, entendiéndolo él en sentido de natural y no de adoptivo, al revés de los nestorianos y adopcionistas. Lo que de ninguna suerte puede comprender es la distinción de las dos naturalezas (1573). Es verdad que habla de la divinidad de Cristo y la defiende, pero en términos que no dejan lugar a duda sobre su verdadero pensamiento. «Cristo, dice, según la carne, es hombre, y por el espíritu es Dios, porque lo que nace del espíritu es espíritu, y el espíritu es Dios... Dios estaba en Cristo de un modo singular... El no era Dios por naturaleza, sino por gracia..., porque Dios puede levantar a un hombre sobre toda sublimidad y colocarle a su diestra... Se le aplica el nombre de Elohim porque el Padre le ha concedido el reino y toda potestad, y es nuestro juez y nuestro monarca... El nombre de Jehová conviene sólo al Padre. Los demás nombres de la divinidad pueden, por excelencia, aplicarse a Cristo, porque Dios puede comunicar a un hombre la plenitud de su divinidad» (1574). Así entiende la divinidad de Cristo; y si por una parte rechaza la herejía de los arrianos, que fingieron una criatura más excelente que el hombre, como incapaces de comprender la gloria de Cristo, por otra se muestra acérrimo enemigo de la communicatio idiomatum, so pretexto de que la naturaleza humana no puede comunicar sus predicados a Dios (1575). La clave de todo está en los pasajes siguientes - «Cristo, en el espíritu de Dios, precedió a todos los tiempos... En él relucía la morphe (forma) o especie de la divinidad, y por eso obraba tantas maravillas» (1576). Esta forma o especie de la divinidad verémosla trocada, en el Christianismi restitutio, en idea platónica, hasta convertir el sistema de Servet en una especie de panteísmo, o más bien pancristianismo, como le ha llamado Dardier. Pero de este sistema, en que Cristo viene a ser el alma del mundo, hay pocas huellas todavía en la primera obra, donde el elemento teológico sobrepuja, con mucho, el metafísico.
Servet entiende la doctrina del Espíritu Santo poco más o menos como Juan de Valdés: «Todos los movimientos del ánimo (dice) que conciernen a la religión cristiana se llaman sagrados y obra del Espíritu Santo (1577), el cual es la agitación, energía o inspiración de la virtud de Dios.»
Servet, pues, es clara y sencillamente unitario, por más que diga que el Hijo es con el Padre una virtud, deidad y potestad y una naturaleza; las divinas personas no son para él hipóstasis, sino formas varias de la divinidad: facies, multiformes Deitatis aspectus. ¿Qué importa que use a veces modos de decir cristianos, cuando a renglón seguido afirma con más crudeza que ningún sociniano que el Padre es la sola sustancia y el solo Dios, del cual todos estos grados y personas descienden (1578), y confunde el Espíritu Santo con el espíritu humano justificado (1579), y otras veces con el ejemplar de Dios o con la idea que éste tiene en su mente de todas las cosas? (1580).
Tollin, que es un erudito de los que sienten crecer la yerba y de los que a fuerza de estudiar a un autor llegan a encariñarse con él y a descubrir en sus obras secretos y maravillas ocultas a los legos, distingue nada menos que tres fases en esta primera exposición que de sus ideas hizo Servet. Y como la obra de éste tiene siete libros y no sólo lectores profanos, como el médico Willis, que, enojado con tanta y tan enmarañada teología, dice que lo mismo se puede comenzar por el último que por el primero, sino doctos teólogos que, como Mosheim, han censurado en ella una falta absoluta de plan y método, Tollin (1581) sale a la defensa de su autor adorado con esta teoría de las subfases. Ve la primera en el primer libro, compuesto, si hemos de creer al entusiasta biógrafo, cuando aún era Servet estudiante en Tolosa. Llama segunda fase a los libros II, III y IV, que supone escritos en Basilea después de haber oído a Ecolampadio (1582), quien, con sus objeciones, le hizo fijar la atención en el primer capítulo del Evangelio de San Juan y en el comienzo de la Epístola de los Hebreos y meditar sobre la preexistencia del Hijo. Pero tan lejos estuvo de acercarse al sentido ortodoxo, que ni siquiera entendió el logos a la manera neoplatónica, sino en la significación materialísima y ruda de oráculo, voz o palabra de Dios, pareciéndole temerario convertir la palabra en Hijo (1583). Veremos más adelante cuánto hubo de modificar esta opinión suya corriendo el tiempo; pero no será inútil advertir que aun en este mismo libro, con la inconsistencia que acompaña al error, admite el Cristo preexistente como prototipo o figura del mundo (1584). Por lo demás, tan antitrinitaria es la doctrina de estes tres libros como la del primero: Servet torna a advertir en ellos que sólo en un sentido místico y espiritual llama a Cristo Dios (1585), y a su cuerpo, peculiar tabernáculo de la Divinidad, y que el Espíritu Santo es para él el soplo de vida que se aspira y respira en la materia, el enérgico y vivífico aliento que lo anima todo intra et extra (1586). El viento, el fuego, los ángeles o nuncios son diversas manifestaciones del mismo espíritu (1587), pero sobre todo el alma humana (1588). Y aquí empieza a iniciarse lo que se ha llamado el panteísmo de Servet, consecuencia lógica de todo sistema antitrinitario, ya que afirma sin rebozo no sólo que «hay en nuestro espíritu una eficaz y latente energía, un celeste y divino sentido», lo cual, hasta cierto punto, es exacto y conviene con el Signatum est super nos, sino que «el mismo Dios es nuestro espíritu» (1589) y que «ninguna cosa se llama por su naturaleza espíritu, sino en cuanto es moción espiritual» (1590).
Tercera fase llama Tollin a los libros V, VI y VII, en que ve cierta influencia de las especulaciones hebraicas de Capiton y yo veo sólo un trabalengua sobre los nombres Jehovah y Elohim. «Elohim era en su persona hombre, y en su naturaleza, Dios... Cristo era Elohim, fuente de esencia, del cual todas las cosas del mundo emanaron... El Padre era Jehovah esenciante o que daba la esencia a Elohim... La monarquía de Jehovah llegó a nosotros por la economía de Elohim» (1591). Todo lo cual se resuelve en una especie de emanatismo semimaterialista, «porque de Dios fluyen los rayos esenciales y los radiantes ángeles... Del pecho del Padre salen los vientos, de su cabeza los múltiples rayos de la divinidad, y todo es de la esencia de Dios, y no hay en el mundo más que lo que Dios con su carácter hace subsistir, y Dios es la esencia de todas las cosas» (1592). ¡Y todavía quieren hacernos creer Tollin (1593) y Dardier que Servet no es panteísta, sólo porque admite, contra toda consecuencia lógica, un Dios personal; como si, por otra parte, no declarara que este Dios es la esencia universal y esenciante!
«Cristo (prosigue diciendo) era la efigie, la escultura, la forma del mismo Dios; era algo más que imagen, aunque falten palabras para expresarlo; era la virtud, la disposición y la economía de Dios obrando sobre el mundo» (1594).
Todo esto no obsta para que rechace el vocablo emanación como de sabor demasiado filosófico (1595) y torne a envolverse en las caliginosidades del hebraísmo, pasando sin cesar del sentido real al figurado y de las palabras a las cosas y tomando las sutilezas gramaticales por razones teológicas de peso.
Esta ruda mole de pedanterías rabínicas a medio digerir, sofismas de escolar levantisco, atrevimientos filosóficos, en medio del desprecio que a cada paso manifiesta por la filosofía, piadosas y fervientes oraciones, está salpimentada con todas aquellas amenidades de estilo que en sus brutales polémicas usaban entonces los teólogos protestantes y aun muchos que no lo eran, desde llamar a sus adversarios asnos, hasta blasfemar de la Trinidad, diciéndole cerebro de tres cabezas, visión papista y quimera mitológica. Imagínese qué efecto produciría semejante aborto, lo mismo en el campo católico que en el protestante. Cuando el venerable confesor de Carlos V, el P. Quintana, tropezó con un ejemplar de aquella impía producción de su antiguo secretario la calificó de pestilentissimum illum librum.
Mucho mayor fue la saña de los reformados. Bucero, que pasaba por tolerante, dijo desde el púlpito de Estrasburgo que «Servet merecía que le arrancasen las entrañas» (1596) y escribió contra él una refutación, aunque no llegó a publicarla (1597). Pero Melanchton, reconociendo en Servet muchos signos de espíritu fanático, le leyó con todo eso muy despacio (Servetum multum lego), y aun injirió bastantes cosas de su obra en las últimas ediciones de sus Lugares comunes. Los magistrados de Basilea prohibieron la circulación de la obra y querían perseguir al autor, pero Ecolampadio se opuso (Ep. Zuinglii et Oecolampadii, Basileae 1592).
No fue parte la indignación de los teólogos para que Servet retractase en nada sus herejías; pero pareciéndole imperfecta y obra de un niño escrita para niños la suya primera (1598), publicó al año siguiente de 1532, en la misma ciudad alsaciana de Haguenau, dos diálogos sobre la Trinidad, seguidos de un apéndice que en cuatro capítulos trata De iustitia regni Christi et de charitate. Dardier ha resumido hábilmente el contenido de este libro: «Este nuevo desarrollo de la doctrina de Servet fue provocado por las objeciones de Bucero contra los siete libros De Trinitatis erroribus. No puede haber filiación de los cristianos con Dios sin una participación de naturaleza con Cristo: he aquí su principio. Comparar el Génesis (c.1) con el capítulo 1 de San Juan: he aquí su método. Elohim, Logos y Phos son idénticos: he aquí su resultado... En el primer diálogo afirma la preexistencia de todos los hijos de Dios en Dios... En el segundo habla de la vida en Cristo.» Yo debo entrar en más pormenores, advirtiendo ante todo, con Tollin y Dardier, que la cuestión de la Trinidad ocupa poco espacio en esta segunda obra, que es más bien un tratado de cristología (1599).
«Yo (dice Servet) no podría llamarme hijo de Dios si no tuviera participación natural con el que es su verdadero hijo, de cuya filiación depende la nuestra, como de la cabeza los miembros. Si llamé al Verbo sombra de Cristo fue por no encontrar otra palabra con que expresar este misterio; pero no quise decir por eso que el Verbo sea una sombra que pasa y no permanece; antes creo que es ahora sustancia del cuerpo de Cristo, la misma que fue antes sustancia del Verbo, en la cual la luz de Dios alumbró y prefiguró al Verbo» (1600).
Comienza luego a explicar aquellas palabras In principio creavit Elohim, considerando la creación como una manifestación o desarrollo de la esencia divina. «Entonces dijo Dios: Fiat. Y creó por medio de su Verbo: he aquí el Logos, el Elohim, el Cristo. Cuando Dios habla, pasa a una modificación que antes no tenía...: se manifiesta. Al decir: Sea la luz, sale El a luz de las ignotas tinieblas de los eones y se hace perceptible. Esto es lo que llama Juan Logos y Moisés Elohim, y esto era Cristo en Dios, y Dios era aquella palabra, y Dios era aquella luz. La cual, prefigurada por los ángeles, se mantuvo oculta, hasta que apareció y resplandeció en la faz de Cristo. Y si Dios se ha manifestado y revelado en la carne, necesario es que viendo aquella carne veamos a Dios. Antes de la creación, Dios no era la luz, porque la luz no es luz si no luce. Después de la creación lucía en medio de las tinieblas, en medio de la caliginosidad del mundo; pero los hombres no podíamos resistir sus resplandores ni mirarla cara a cara hasta que fue suscitado nuestro profeta Cristo: Lux vera illuminans omnem hominem venientem in hunc mundum» (1601)
A esta elocuentísima efusión sigue un comentario sobre el texto Spiritus Dei ferebatur super aquas: «Dios, con su Verbo, creó el mundo, y le comunicó su espíritu, y le comunica a nosotros internamente. En otro tiempo no era Dios adorado en verdad, sino en sombra, en templos de madera, en tabernáculos de mármol. Ahora el templo de Dios es el mismo Cristo, a quien vemos con internos ojos y hemos de venerar con espiritual adoración.» (1602)
De tales alturas se despeña Servet para decir que en el hombre está la plenitud de toda divinidad; que en el cuerpo de Cristo se concilia, concurre, recapitula y resuelve todo: Dios y el hombre, el cielo y la tierra, la circuncisión y el prepucio, y que el cuerpo mismo es divino y de la sustancia de la deidad, y que descendió del cielo (1603). ¡Cuánto delirio! ¿Y éstos son los que rechazan por imposible la unión hipostática del Verbo?
Nada más enmarañado que la manera como pretende Servet explicar en el segundo diálogo la Encarnación. Sospecho que ni él mismo llegó a entenderse. Unas veces dice que «la carne de Cristo fue educida o sacada de la sustancia divina» (1604), y otras, que «no había más sustancia de Dios sino el Verbo, que era esencia esenciante y causa de todos los seres» (1605). Rechaza el término naturaleza, por parecerle ofensivo de la majestad de Dios, y afirma: una sola cosa, una hipóstasis, una sustancia, un plasma, una celeste semilla plantada en la tierra (1606); por donde Cristo viene a ser «no una criatura, sino partícipe de todas las criaturas» (1607). Si esto no es emanatismo y pancristianismo y, por decirlo todo de una vez, panteísmo, venga Dios y véalo, por más que Tollin se empeñe en que los que tal dicen leen a Servet con ojos distraídos y no alcanzan toda la trascendencia de su sistema. Lo que hay es que el panteísmo servetiano no es de dentro afuera, como los modernos sistemas alemanes, sino de fuera adentro; es un exopanteísmo, como Willis ha dicho. Añádase a esto que nos las habemos con un escritor oscurísimo y caprichoso, a quien es muy difícil seguir en los tortuosos giros de su pensamiento, sobre todo porque da en distintas ocasiones distinto valor a las palabras. Así dice del Espíritu Santo que «no era persona en la ley antigua, como lo es ahora», entendiendo unas veces la palabra persona en el sentido de manifestación o apariencia sensible, y otras, en el de hipóstasis o sustancia divina (1608).
Tratado memorable llama Dardier a los cuatro capítulos De la justificación, Del reino de Cristo, De la comparación entre la ley y el Evangelio y De la caridad, en que Servet reúne y comenta los lugares de San Pablo, especialmente en la Epístola a los Romanos, en que Melanchton y los suyos fundaban su doctrina de la fe sin las obras. Y memorable es, sobre todo, porque el buen sentido de Servet se rebela contra las horribles consecuencias morales de la justificación luterana, y defiende el libre albedrío, y aboga por la eficacia de las obras, resumiendo su doctrina en estas enérgicas frases:
«La fe es la puerta; la caridad, la perfección. Ni la fe sin la caridad ni la caridad sin la fe.» (1609) Para él las obras que el Apóstol condena son los resabios de judaísmo. Y aunque se ladea de parte de los reformistas en tener por pestilentísimos los decretos del Papa, las ceremonias y los votos monásticos, también se lamenta de la falta de libertad dentro del protestantismo, hasta exclamar: Perdat Dominus omnes Ecclesiae tyrannos.
Al romper de tal manera con el estrecho luteranismo de las primeras ediciones de los Loci communes y herir en el corazón la fanática y atribuladora doctrina del fraile de Witemberg, produjo Miguel Servet una impresión muy honda en el ánimo del mismo Melanchton, que poco a poco fue modificando sus opiniones, como todos sus biógrafos han notado, aunque sin atinar con la verdadera causa, descubierta por Tollin (1610).
Después de la publicación de tales libros, claro es que Servet no podía vivir tranquilo entre los protestantes de Alemania y Suiza. Aparte de esto, ignoraba del todo el alemán y era muy pobre. Determinó, pues, entrar en Francia, donde era desconocido; suspender por algún tiempo sus lucubraciones teológicas y buscar otro modus vivendi. Para mayor seguridad ocultó su nombre, tomó el de la villa aragonesa, patria de su padre, y en cerca de veintiún años no volvió a oírse hablar del hereje Miguel Servet, sino del estudiante, astrólogo y médico Michel de Villeneuve: Michael Villanovanus.
- II -
Servet en París. -Primeras relaciones con Calvino. Servet, corrector de imprenta en Lyón. -Su primera edición de «Tolomeo». -Explica Astrología en París. -Sus descubrimientos y trabajos fisiológicos. -La circulación de la sangre. -Servet, médico en Charlieu y en Viena del Delfinado. -Protección que le otorga el arzobispo Paulmier. -Segunda edición del «Tolomeo». -Idem de la «Biblia» de Santes Pagnino.
Ya tenemos a Servet lanzado en medio del tumulto de la Universidad parisiense. Pronto se dio a conocer por lo inquieto y errabundo de su condición, ávida de grandes cosas, como él dejó escrito de sus paisanos: Inquietus est et magna moliens Hispanorum animus, y por su afición a la disputa. Allí se encontró en 1534 (1611) con el hombre fatal que desde entonces anduvo unido como negra sombra a su mala fortuna. Era éste Juan Calvino, de Noyon, antítesis perfecta de Servet, corazón duro, envidioso y mezquino; entendimiento estrecho, pero claro y preciso; organizador rigorista, inflexible y sin entrañas; nacido para la tiranía al modo espartano; escritor correcto, pero seco, sin elocuencia y sin jugo; alma de hielo, esclava de una mala y tortuosa dialéctica; sin un sentimiento generoso, sin una chispa de entusiasmo artístico; alma cerrada a todas las fruiciones de lo bello. El, con su Reforma, esparció sobre Ginebra una lóbrega tristeza que ni los vientos de Italia, ni la voz de Sadoleto, ni la de San Francisco de Sales lograron ahuyentar de las hermosas orillas del lago Leman hasta nuestros días.
¡Cómo había de entenderse tal hombre con Miguel Servet, espíritu franco y abierto, especie de caballero andante de la teología! Llevado de su afán de proselitismo, quiso convencerle y disputar con él, como lo había hecho con Ecolampadio, Bucero y otros, ganoso siempre de atraer prosélitos de valía a lo que él llamaba el restaurado cristianismo. Convinieron en el día, hora y sitio (una casa de la calle de San Antonio) en el que el desafío teológico debía verificarse; pero, llegado el plazo, Calvino solo asistió, no sin peligro de la vida, según él dice (1612), sin que podamos sospechar la causa de no haber concurrido Servet, que hartas pruebas dio en adelante de no conocer el miedo y de tener en poco la lógica de su adversario. Por mucho que aventurara Calvino, al cabo se presentaba como defensor de un dogma universalmente admitido por católicos y protestantes, mientras que sobre Servet hubiera caído todo el rigor de las leyes penales de Francisco I contra los herejes.
Falto Servet de todo recurso pecuniario, tuvo que buscar una tarea análoga a sus aficiones, y, como otros muchos sabios del siglo XVI, se hizo corrector de imprenta, oficio que exigía un profundo conocimiento de las lenguas sabias y mucho más literatura que al presente; como que el mismo Erasmo fue corrector en casa de Aldo Manucio. Los hermanos Trechsel, de Lyón, asalariaron a Servet, que por entonces, se daba con todo ahínco al estudio de la geografía y de las matemáticas, y le encargaron de preparar una nueva edición de Tolomeo mucho más correcta que las anteriores.
Servet hizo un trabajo admirable para su tiempo. Obra maestra de tipografía y erudición la llama Dardier, y Tollin ha honrado por ella a nuestro aragonés con el bien merecido título de padre de la geografía comparada (1614). La antigua versión latina de Tolomeo, hecha por Bilibaldo Pirckeimer, abundaba en toda suerte de errores geográficos y de sentido, que Servet remedió en gran parte colacionando las antiguas ediciones y algunos manuscritos griegos. Y no satisfecho con esto, enmendó muchos grados de longitud y latitud y añadió al texto numerosos escollos, donde, haciendo alarde de su inmensa lectura en los antiguos historiadores y poetas y del conocimiento que tenía de diversas lenguas, puso las correspondencias de los nombres antiguos de regiones, montañas, ríos y ciudades con los modernos, en francés, italiano, alemán y castellano, etc. A todo lo cual añadió breves, pero generalmente exactas descripciones de la parte física de cada país y de las costumbres y tenor de vida de sus habitantes, contribuyendo mucho a divulgar las noticias que sobre la India occidental contenían los libros de Pedro Mártir de Anglería, Simón Grineo, Sebastián Munster, etc. El texto está prolijamente adornado con grabados en madera e ilustrado con cincuenta mapas. Libro ciertamente raro, curioso y apetecible (1615), por más que Servet exagerara su trabajo de corrección hasta decir que se contaban por miles los lugares enmendados y por más que haga en uno de sus escolios tan triste retrato de los españoles, por aquello de que no hay peor cuña que la de la misma madera. Después de decir que la tierra es árida y trabajada por sequías, afirma de los habitantes «que son de buena disposición para las ciencias, pero que estudian poco y mal y cuando son semidoctos se creen ya doctísimos, por lo cual es mucho más fácil encontrar un español sabio fuera de su tierra que en España. Forman grandes proyectos, pero no los realizan, y en la conversación se deleitan en sutilezas y sofisterías. Tienen poco gusto por las letras, imprimen pocos libros y suelen valerse de los que les vienen de Francia. El pueblo tiene muchas costumbres bárbaras, heredadas de los moros. Las mujeres se pintan la cara con albayalde y minio y no beben vino. Es gente muy templada y sobria la española, pero la más supersticiosa de la tierra. Son muy valientes en el campo, sufridores de trabajos, y por sus viajes y descubrimientos han extendido su nombre por toda la superficie de la tierra».
Negro debía de ser el humor del Vilanovano cuando trazó esta satírica pintura, que, repetida por Munster, dio ocasión a una briosa protesta del portugués Damián de Goes (1616).
Pero aún más curiosa que esta anotación es la que se refiere a la fertilidad de la Tierra Santa, y qué fue uno de los cargos que le hizo Calvino en el proceso, achacándole no sólo el haber contradicho a las palabras de Moisés, sino haberle llamado vanus ille praeco Iudeae. Pero la verdad es que semejantes palabras no se encuentran en el Tolomeo, aunque sí las de injuria o jactancia pura, aplicadas a la común opinión acerca de Palestina. Servet respondió que no había entendido referirse a Moisés, sino a los que han escrito en nuestro siglo (1617).
El Tolomeo se vendió bien, a pesar de su crecido precio, y la fama de Servet como hombre de ciencia fue aumentando. Por entonces hizo amistad con un médico de Lyón llamado Sinforiano Champier (Campeggius), hombre de mejor deseo, erudición y laboriosidad que entendimiento, autor y editor de innumerables obras, botánico y astrólogo y furibundo galenista. Servet fue su discípulo (1618), corrector de pruebas y hasta amanuense; le ayudó en la publicación del Pentapharmacum Gallicum (1534), del Hortus Gallicus y de la Cribatio medicamentorum o Medulla Philosophiae; recibió de él las primeras lecciones de medicina y aprendió su teoría de los tres espíritus, vital, animal y natural, que luego le sirvió de base para un maravilloso descubrimiento (1619). Y tanto cariño y gratitud conservó siempre a su maestro, que cuando Leonardo Fuchs, profesor de Medicina de Heidelberg, le atacó por sus manías astrológicas aplicadas a la medicina, y expuestas principalmente en el Prognosticon perpetuum astrologorum, medicorum et prophetarum, Servet salió a su defensa con una Brevissima Apologia pro Symphoriano Campeggio, impresa en 1536; opúsculo de tan estupenda rareza, que Mosheim llegó a tenerle por un mito. Tollin es, según parece, el único mortal que ha conseguido leerle, y él nos tiene ofrecido publicarle íntegro o en extracto.
Lleno de entusiasmo por la medicina, pasó Servet a continuar sus estudios a la escuela de París en 1536, ingresando primero en el colegio de Calvi y luego en el de los Lombardos. Tuvo por maestros a Jacobo Silvio (Du Bois), de Amiéns; a Juan Fernel, de Clermont, y al famoso anatómico Juan Günther (Winterus), de Andernach; y por condiscípulo y amigo, nada menos que a Andrés Vesalio, el padre de la anatomía moderna (1620), con quien hizo muchas disecciones, preparando los dos, como ayudantes, la lección de Winter. Así lo refiere éste en sus Instituciones anatómicas: «En esto tuve por auxiliares a Andrés Vesalio, joven (¡por vida de Hércules!) muy diligente en la anatomía, y después a Miguel Vilanovano, varón en todo género de letras eminente y a ninguno inferior en la doctrina de Galeno. Con la ayuda de éstos examiné en muchos cuerpos humanos las partes interiores y exteriores, los músculos, venas, arterias y nervios y se los mostré a los estudiosos.» (1621)
En París tomó los grados de maestro en artes y doctor en medicina, aunque su nombre no consta en los registros de la Facultad, y comenzó a ejercer su profesión con mucho crédito. Pero fuese por la influencia de Champier en sus primeros estudios o más bien por su natural inclinación a todo lo extraordinario y maravilloso, es lo cierto que se dio con nuevo fervor a los estudios astrológicos y comenzó a leer matemáticas, es decir, a dar un curso de astrología en el colegio de los Lombardos. La concurrencia era grande, y entre sus discípulos estaba Pedro Paulmier, el que pocos años después fue promovido a la silla arzobispal de Viena del Delfinado y con él otros eclesiásticos notables y señores de la corte y personas de viso. Pero como hubiera dicho en la clase que «eran ignorantes los médicos que no estudiaban astrología», no lo llevaron a bien los de París y acusaron a Servet «como sospechoso de mala doctrina», primero ante el inquisidor y luego ante el Parlamento de París. Otro de los cargos era haber publicado una Apologetica disceptatio pro astrologia (1622), en que anunciaba un próximo eclipse de Marte por la Luna y con él grandes catástrofes, pestes, guerras y persecuciones contra la Iglesia. Su abogado le defendió bien, alegando que Servet no había dicho una palabra de astrología judiciaria, sino sólo de la que concierne a las causas naturales, subordinadas siempre a la voluntad de Dios, como lo indicaba la frase quod Deus avertat. El Parlamento sentenció, en 18 de marzo de 1538 (1623) que «podía continuar Miguel de Villanueva haciendo profesión de astrología en lo que pertenece a la influencia general de los cuerpos celestes, a las mudanzas del tiempo y a otras cosas naturales, pero sin tocar en los particulares influjos de los astros». Y condenándole a entregar todos los ejemplares de la Apología, no sin amonestarle «que guarde reverencia y sea obediente a sus maestros y preceptores, como debe un buen discípulo», encarga al mismo tiempo «a la dicha Facultad y a los doctores en ella que traten dulce y amigablemente al dicho Villanovano, como los padres a sus hijos».
Y la verdad es que el médico español merecía respeto, pues el año de 1537 había divulgado un excelente tratado de terapéutica con el rótulo de Syruporum universa ratio (1624) que logré en once años cinco ediciones. Libro es éste, en su fondo, galenista, aunque sin sumisión servil, y en el cual se impugna con acritud la medicina de los árabes, especialmente el Colliget, de Averroes. Bajo el nombre de Syrupi entiende todas las decocciones o infusiones dulces llamadas vulgarmente tisanas. Sostiene que la digestión (concoctio) es única y no múltiple; que las enfermedades son perversión de las funciones naturales y no introducción de elementos nuevos en el cuerpo, y que el líquido llamado por Hipócrates , o sea el quilo, se engendra en las venas del mesenterio; todo lo cual, según el Dr. Willis, constituye un notable progreso sobre la ciencia de su tiempo.
Pero el gran descubrimiento fisiológico de Servet, el de la pequeña circulación o circulación pulmonar, no aparece todavía en este libro, sino en el Christianismi restitutio, impreso en 1553, aunque conviene hablar aquí de esa debatida cuestión para terminar todo lo referente a la medicina de nuestro autor.
Que conoció y, con más o menos exactitud, describió la pequeña circulación, nadie lo duda (1625). Y, en efecto, sus palabras son terminantes. Hállanse donde menos pudiera esperarse: al tratar del Espíritu Santo con ocasión de exponer la acción de éste sobre la naturaleza humana. Y como comprendía la grandeza de su descubrimiento, anuncia que «va a explicar los principios de las cosas, ocultos antes a los mayores filósofos».
«Los espíritus (continúa) no son tres, sino dos distintos. El espíritu vital es el que por anastomosis se comunica de las arterias a las venas, en las cuales se llama espíritu natural... El segundo es el espíritu animal, verdadero rayo de luz cuyo asiento es en el cerebro y en los nervios... El espíritu vital, o llamémosle sangre arterial, tiene su origen en el ventrículo izquierdo del corazón ayudando mucho los pulmones para su generación. Es un espíritu tenue, elaborado por la fuerza del calor, de color rojo claro, de potencia ígnea, a modo de un vapor lúcido formado de lo más puro de la sangre y que contiene en sí la sustancia del agua, aire y fuego. Se engendra de la mezcla, hecha en los pulmones, del aire inspirado con la sangre sutil elaborada, que el ventrículo derecho del corazón comunica al izquierdo. Y la comunicación no se hace por la pared media del corazón, como se cree vulgarmente, sino con grande artificio, por el ventrículo derecho del corazón, cuando la sangre sutil es agitada en largo circuito por los pulmones. Ellos le preparan, en ellos toma su color, y de la vena arteriosa pasa a la arteria venosa, en la cual se mezcla con el aire inspirado, y por la espiración se purga de toda impureza... Que así se verifica este fenómeno lo prueba la varia conjunción y la comunicación de la vena arteriosa con la arteria venosa en los pulmones» (1626). Y aun aduce otras pruebas: el ser tan gruesa la vena arteriosa, el estar cerradas en el feto las válvulas del corazón hasta el punto y hora del nacimiento, etc. Y continúa: «Así, pues, la mezcla se hace en los pulmones, y ellos, y no el corazón, dan a la sangre su color. En el ventrículo izquierdo del corazón no hay lugar capaz para tanta y tan copiosa elaboración. Y en cuanto a la pared media del corazón, como carece de vasos, no es apta para esa comunicación y elaboración, aunque algo puede resudar. De la misma suerte que en el hígado se hace la transfusión de la vena porta a la vena cava, en cuanto a la sangre, se hace en el pulmón la transfusión de la vena arteriosa a la arteria venosa en cuanto al espíritu, o sangre arterial, que desde el izquierdo ventrículo del corazón se derrama a las arterias de todo el cuerpo» (1627).
Fuera de los errores de detalle y del tecnicismo anticuado, no hay duda que Miguel Servet abrió el camino a la gran síntesis de Guillermo Harvey. Así se ha reconocido desde los tiempos de Leibnitz, Guillermo Woton (Reflections upon Learning Ancient and Modern, 1694) y James Douglas (Bibliographiae anatomicae specimen, 1715), hasta los de Flourens y Willis, y pasaba entre los fisiólogos por cosa inconcusa, hasta que recientemente el Dr. Chéreau, bibliotecario de la Facultad de Medicina de París, ha puesto en tela de juicio no el descubrimiento mismo, sino la prioridad, empeñándose él en atribuirla al italiano Realdo Colombo, que publicó en 1559 su obra De re anatomica. Esta opinión ha sido victoriosamente refutada por Dardier, y no hay para qué rehacer su trabajo. Basta apuntar sencillamente las conclusiones:
1.ª Chéreau confiesa que Servet es el primer autor conocido que haya descrito con exactitud casi completa la circulación pulmonar, ya que su obra se imprimió en 1553 y la de Colombo seis años después. Vesalio la ignoró del todo. A Colombo siguieron otros italianos, como Cesalpino, Ruini, Sarpi, Rudio y nuestro insigne español Valverde, que, aunque discípulo de Colombo, se le adelantó en divulgar por escrito (en 1556) el descubrimiento.
Para invalidar la fuerza de estos datos, ha supuesto Chéreau, fiado en una noticia de Morejón, el historiador de nuestra medicina, que Servet había estudiado esta ciencia en Italia y recibido el grado de doctor en Padua, donde pudo oír las explicaciones de Colombo.
2.ª Pero todo esto descansa en un supuesto falso, puesto que Servet no hizo más que un viaje de algunos meses a Italia en 1529, cuando era paje del confesor Quintana y no pensaba en estudios de medicina, a los cuales no se dedicó sino muchos años después, cuando conoció en Lyón a Champier. Además, ¿cómo hubiera podido en 1529 oír a Colombo, que no empezó a explicar hasta el año 1540? A mayor abundamiento, puede decirse que en ningún registro de la Universidad de Padua suena el nombre de Servet. Y aunque consta por el proceso de 1537, ya citado, que Servet tenía relaciones en París con algunos italianos, tampoco podían ser éstos discípulos de Colombo, porque Colombo no enseñaba todavía.
3.ª Dice Chéreau que Colombo tenía escrito su libro mucho antes de 1555. Pero las palabras textuales en la dedicatoria a Paulo IV son no que le tenía escrito, sino que le tenía comenzado, lo cual es muy distinto tratándose de una obra fundamental y de largo trabajo, como los quince libros De re anatomica: quos abhinc multos annos inchoaveram.
4.ª No sólo es posible, sino muy probable, que mientras trabajaba en él, llegaran a Italia ejemplares del Christianismi restitutio, puesto que Servet tenía amigos y discípulos en aquella Península, como lo afirman Calvino y Melanchton y lo prueba el desarrollo posterior del socinianismo.
5.ª Y aun antes del libro impreso pudieron llegar copias manuscritas, y en la Biblioteca Nacional de París existe una de ellas, que perteneció a Celio Segundo Curion (cuyo nombre lleva en la portada) y que difiere en muchos casos del texto impreso, hasta el punto de poderse considerar como un primer borrador. Con todo eso, esta copia, anterior, según Gordon y Steinthal, en siete años, por lo menos, a la edición de 1553, contiene ya el pasaje acerca de la circulación.
6.ª Ni puede decirse, como Chéreau, que Realdo Colombo era un anatómico serio y profundo y Miguel Servet un fanático inquieto y medio loco, pues la verdad es que, si disecciones había hecho el uno en Padua, también las había practicado el otro en París en compañía de Vesalio, mereciendo por ello los elogios de Winter.
7.ª Alguno dirá que quizá Realdo Colombo y Servet llegaron por distintos caminos al mismo resultado y descubrieron, cada cual por su parte, la circulación pulmonar; pero esta hipótesis es inadmisible, porque el uno copia ad pedem litterae frases enteras del otro, como ha demostrado Dardier cotejando ambos textos. Y los peor es que no podemos librar a Colombo de la nota de plagiario, pues prevalido, sin duda, del horror que inspiraba el nombre de Servet, ya quemado a estas fechas, se apropia descaradamente el descubrimiento: «Yo soy (dice) quien ha descubierto que la sangre, saliendo del ventrículo derecho para ir al ventrículo izquierdo, pasa antes por los pulmones, donde se mezcla con el aire y es llevada en seguida, por la ramificación de la vena pulmonar, al ventrículo izquierdo» (1628)
Y si ninguno de los fisiólogos italianos posteriores cita a Servet, nada tiene de extraño este silencio tratándose de un libro teológicamente abominable y con todo rigor prohibido.
Aclarado este punto, continuemos la relación de las vicisitudes de Servet. Salió de París, quizá a consecuencia de sus cuestiones con los doctores de la Facultad; vivió algún tiempo en Lyón y de allí pasó a Aviñón y a Charlieu, donde ejerció tres años la medicina. Todo esto consta por declaración suya en el proceso, y aun añade que, «yendo de noche a visitar a un enfermo, le acometieron los parientes y amigos de otro médico, envidioso de él, y le hirieron, y él hirió a uno de ellos, por lo cual estuvo dos o tres días en la cárcel» (1629). En Charlieu dicen que se hizo rebautizar por un anabaptista al cumplir los treinta años.
De Charlieu volvió a Lyón, y en 1541 publicó una segunda edición de su Ptolomeo (1630) con muchas enmiendas y supresiones (entre ellas la del pasaje sobre Judea) y una larga dedicatoria al arzobispo de Viena del Delfinado, que no era otro que su antiguo discípulo Pedro Paulmier. Tanto ganó con esta revisión el libro, que sin jactancia pudo decir el autor en unos versos latinos que le preceden:
Si terras et regna hominum, si ingentia quaeque
flumina, caeruleum si mare nosse iuvat,
si montes, si urbes, populos opibusque superbos,
huc ades, haec oculis prospice cuncta tuis.
Y aun hizo al año siguiente otra publicación más importante: la de la Biblia latina, de Santes Pagnino, no revisada conforme a un ejemplar lleno de notas marginales del mismo hebraizante, como Servet pretende, sino reimpresa a plana y renglón sobre la de Colonia de 1541 (por Melchior Novesianus), según ha demostrado Willis. Lo único que pertenece a Servet son los escolios y notas, bien poco ortodoxos por cierto: como que tienden a dar un sentido material e histórico a las profecías mesiánicas; por lo cual han dicho sus biógrafos y encomiadores que es el padre de lo que llaman exégesis racional y que se adelantó en más de un siglo a Spinoza, Eichornn y demás fundadores de semejante manera de interpretar. Por esto mandó nuestra Inquisición expurgar tales glosas, especialmente las que se refieren a los Salmos y a los profetas, aunque no prohibió el libro en su totalidad (1631). Este trabajo valió a Servet 500 francos, y sucesivamente trabajó para Juan Frellon, librero de Lyón, una Suma, española, de Santo Tomás, a la cual puso argumentos (¡extraño trabajo para un heterodoxo de su índole!); un libro místico, titulado Thesaurus animae christianae o Desiderius Peregrinus, y un tratado de gramática, todo ello en castellano; obras de que no he alcanzado otra noticia. El arzobispo Paulmier, que apreciaba mucho sus conocimientos médicos, le llamó a Viena del Delfinado, y allí pasó diez o doce años (desde 1542 a 1553) tranquilo y estimado de todos, pues siempre le trataron mejor los católicos que los protestantes. Pero el afán de meterse a teólogo no le dejaba reposar y bien pronto le lanzó a nuevas empresas con el tristísimo resultado que vamos a ver.
- III -
Nuevas especulaciones teológicas de Servet. -Su correspondencia con Calvino. -El «Christianismi restitutio». -Análisis de esta obra.
Ni un punto olvidaba Servet su aplazada discusión con Calvino Haeret lateri lethalis arundo, podemos decir con uno de sus biógrafos. Y ya que no podía entenderse con él de palabra, determinó escribirle, sin pensar, ¡infeliz!, que aquellas cartas iban a ser el instrumento de su pérdida. Para hacerlas llegar a manos de Calvino se valió del común amigo Frellon, editor lyonés, para quien uno y otro habían trabajado y que hacía gran contrabando de libros protestantes. La correspondencia empezó en 1546 y continuó todo el año siguiente. Calvino usó en ella su pseudónimo de Carlos Despeville, y entró con disgusto en la polémica, mirando al español como un satanás que venía a distraerle de más provechosos estudios y a quien no tenía esperanza alguna de convencer (1632). Servet empezó por proponerle sus cuestiones favoritas: «Si el hombre Jesús crucificado es hijo de Dios y cuál es la causa de esta filiación.» «Cómo se entiende el reino de Cristo en el hombre y cuándo puede decirse que éste queda regenerado.» «Por qué se dice que el Bautismo y la Cena son Sacramentos de la Nueva Alianza y si el Bautismo debe ser recibido a la edad de la razón como la Eucaristía.» Estas preguntas eran hechas de buena fe como por un monomaníaco teológico, ávido de disputa y atormentado por la duda; pero Calvino le respondió con tono y dogmatismo de maestro, con lo cual Servet perdió la paciencia y, una tras otra, le escribió hasta treinta cartas, que hoy leemos al fin del Christianismi restitutio y que pusieron el colmo a la exasperación del iracundo reformista: como que, además de estar llenas de groseras y brutales injurias contra su persona, llamándole ímprobo, blasfemo, ladrón, sacrílego, y de feroces herejías contra el misterio de la Trinidad (Cerbero, tricipite fatale somnium, etc.), afectaban un tono de superioridad insoportable para el orgullo de Calvino. Añádase a esto que, aparte de sus yerros unitarios y anabaptistas, Miguel Servet, al fin y al cabo hombre de grande entendimiento, había puesto el dedo en la llaga del calvinismo y aun de toda la Reforma, y con razón exclamaba: «Tenéis un Evangelio sin verdadera fe, sin buenas obras..., las cuales son para vosotros vanas pinturas. Vuestra decantada fe en Cristo es humo (merus fumus) sin valor ni eficacia; habéis hecho del hombre un tronco inerte y habéis anulado a Dios con la quimera del servo arbitrio. Hacéis caer a los hombres en la desesperación y les cerráis la puerta del reino de los cielos... La justificación que predicáis es una fascinación, una locura satánica... No sabéis lo que es la fe, ni las buenas obras, ni la regeneración... Hablas de actos libres como si en tu sistema pudiera haber alguno; como si fuera posible elegir libremente, cuando Dios lo hace todo en nosotros. Ciertamente que obra en nosotros Dios, pero de manera que no coarta nuestra libertad. Obra en nosotros para que podamos pensar, querer, escoger, determinar y ejecutar... ¿Qué absurdo es ese que llamas necesidad libre?»
Calvino estaba fuera de sí con estos ataques, y más cuando le remitió Servet un ejemplar de las Institutiones religionis christianae, su obra fundamental y predilecta, llena en las márgenes de anotaciones injuriosas y despreciativas para la obra y el autor: «No hubo página que no manchara con su vómito», dice Calvino. Y como si todo esto no bastara, recibió al poco tiempo un enorme mamotreto que Servet había escrito: Longum volumen suorum deliriorum, primer borrador del Christianismi restitutio, con esta o parecida recomendación: «Ahí aprenderás cosas estupendas e inauditas; si quieres, iré yo mismo a Ginebra a explicártelas.»
Calvino no se dignó responderle ni le restituyó el manuscrito, pero escribió a Farel una carta (febrero de 1546), que aún se conserva autógrafa en la Biblioteca Nacional de París y que termina con estas horribles palabras: «Dice que va a venir si le recibo, pero no me atrevo a comprometer mi palabra; porque si viene, le juro que no ha de salir vivo de mis manos o poco ha de valer mi autoridad» (1633).
Entre tanto, Servet había dado la última mano a su libro y trataba de publicarle; empresa verdaderamente temeraria. ¿Qué impresor había de atreverse a lanzar al mundo aquella máquina de guerra, que más que Restauración podía llamarse Destrucción del cristianismo? Así es que un editor de Basilea llamado Marrinus le devolvió el manuscrito en 9 de abril de 1552, excusándose de publicarle (1634). El caso era comprometido de veras; pero Servet, que caminaba ciego y desatentado a su ruina, determinó publicar la Restitutio a su costa y en Viena mismo; consiguió que el impresor Baltasar Arnoullet estableciese una prensa clandestina, dirigida por Guillermo Guéroult; juramentó a los operarios, y con rapidez y secreto inauditos se hizo en tres o cuatro meses una edición de 1.000 ejemplares. Las pruebas fueron corregidas por el autor, y el 3 de enero de 1553 estaba terminado todo. Al fin de la última página se leen las iniciales M. S. V. El título viene a decir, traducido a nuestra lengua: Restitución del cristianismo, o sea revocación de la Iglesia católica a sus antiguos quiciales, mediante el conocimiento de Dios, de la fe de Cristo, de nuestra justificación, de la regeneración del bautismo y de la manducación de la cena del Señor. Restitución, finalmente, del reino celeste, después de romper la cautividad de la impía Babilonia, y destrucción total del Anticristo con todos sus secuaces (1635).
Acometamos el análisis de este inmenso cosmos teológico, como le ha apellidado Dardier, sin que nos arredre ni la extensión ni lo enmarañado y abstruso de la materia, y conozcamos de una vez por dónde iban los delirios del doctor de Tudela y cuál fue su última palabra en religión y filosofía.
La primera parte del libro se intitula De Trinitate divina, quod in ea non sit invisibilium trium rerum illusio, sed vera substantia Dei, manifestatio in Verbo et communicatio in Spiritu, y está dividida en siete libros, como el antiguo tratado De Trinitatis erroribus, del cual en muchas cosas difiere. El proemio es una fervorosa plegaria al Cristo Jesús, Hijo de Dios, para que dirija la mente y la pluma del escritor y le conceda revelar a los mortales la gloria de su divinidad. Cristo es el Hijo de Dios, Cristo es Dios por ser la forma, la especie de Dios que tiene en sí la potencia y virtud de Dios. El Logos era la representación, la razón ideal de Cristo que relucía en la mente divina, el resplandor del Padre. El Logos, como sermo externus, se manifestó en la creación del mundo y en todo el Antiguo Testamento; como persona, en Cristo. Por eso está escrito: Iesus Primogenitus omnium creaturarum. La creación fue la prolación del Verbo como idea, porque el Verbo es el ejemplar, la imagen primera o el prototipo a cuya imagen ha sido hecho todo, y contiene no sólo virtual, sino realmente, todas las formas corpóreas. Y como Cristo es la Idea, por Cristo vemos a Dios: in lumine tuo videbimus lumen; es decir, por la contemplación de la Idea. Y así como en el alma humana están accidentalmente las formas de las cosas corpóreas y divisibles, así están en Dios esencialmente (1636).
Y aquí comienza una singular teoría de la luz, entre material y espiritual, que da al sistema de Servet carácter muy marcado de emanatismo: «Cuanto hay en el mundo, si se compara con la luz del Verbo y del Espíritu Santo, es materia crasa, divisible y penetrable. Esa luz divina penetra hasta la división del alma y del espíritu, penetra la sustancia de los ángeles y del alma y lo llena todo, como la luz del sol penetra y llena el aire. La luz de Dios penetra y sostiene todas las formas del mundo, y es, por decirlo así, la forma de las formas» (1637).
«Dios es incomprensible, inimaginable e incomunicable; pero se revela a nosotros por la Idea, por la persona, en el sentido de forma, especie o apariencia externa. Dios es la mente omniforme y de la sustancia del espíritu divino emanaron los ángeles y las almas; es el piélago infinito de la sustancia, que lo esencia todo, y que da el ser a todo, y sostiene las esencias de todas las cosas. La esencia de Dios, universal y omniforme, esencia a los hombres y a todas las demás cosas. Dios contiene en sí las esencias de infinitos millares de naturalezas metafísicamente indivisas.»
Dios se manifiesta en el mundo de cuatro maneras diversas:
l.ª Por modo de plenitud de sustancia, sólo en el cuerpo y espíritu de Jesucristo.
2.ª Por modo corporal.
3.ª Por modo espiritual.
4.ª En cada cosa, según sus propias ideas específicas e individuales.
Del primer modo nacen los restantes, como de la vid los sarmientos (1638). Y Servet, a despecho de los que todavía niegan su panteísmo, torna a afirmar veinte veces que Dios es todo lo que ves y todo lo que no ves (1639); que Dios es parte nuestra y parte de nuestro espíritu y, finalmente, que es la forma, el alma y el espíritu universal; en apoyo de todo lo cual trae textos de Maimónides, Aben Hezra, Hermes Trismegisto, Filón, Yámblico, Porfirio, Proclo y Plotino.
La derivación neoplatónica es evidente y además está confesada por el autor en todo lo que se refiere a la teoría de las ideas, que expone con ocasión de tratar del nombre Elohim: «Desde la eternidad estaban en Dios las imágenes o representaciones de todas las cosas, reluciendo en el Verbo como en un arquetipo... Dios las veía todas en sí mismo, en su luz, antes que fueran creadas, del mismo modo que nosotros antes de hacer una casa concebimos en la mente su idea, que no es más que un reflejo de la luz de Dios; porque el pensamiento humano, como dice Filón, es una emanación de la claridad divina... Sin división real de la sustancia de Dios, hay en su luz infinitos rayos que relucen de diversos modos... Luz es la idea que enlaza con lo espiritual lo corporal, conteniéndolo y manifestándolo en sí todo. Las imágenes que están en nuestra alma, como son lúcidas, tienen parentesco con las formas externas, con la luz exterior y con la misma luz esencial del alma. Y esta misma luz esencial del alma tiene las semillas de todas esas imágenes, por comunicación de la luz del Verbo, en el cual está la imagen ejemplar de todas.»
Parece no admitir más realidad que la de la idea: «En este mundo no hay verdad alguna, sino simulacros vanos y sombras que pasan. La verdad es el Logos eterno de Dios con los ejemplares eternos y las razones de todas las cosas... Dios pensó desde la eternidad la forma de Cristo, constituyéndola en manantial de vida (1640), que después se manifestó en la Creación y en la Encarnación.»
Ya he indicado que el principio cosmológico en el sistema de Servet es la luz, a cuya palabra da unas veces el sentido directo y otras el figurado. Así interpreta por luz la entelechia de Aristóteles, porque la luz es una agitación continua y vivificadora energía; es la vida de los hombres, la vida de nuestro espíritu, tanto en la generación como en la regeneración. La luz es el resplandor de la idea, que lo informa vivifica y transforma todo; el principio de la generación y corrupción, la fuerza que traba y une los elementos, la forma sustancial de todo o el origen de todas las formas sustanciales, porque de la variedad de formas y combinaciones de la luz procede la distinción de los objetos.
De estas premisas deduce Miguel Servet que nodo es uno, porque en Dios, que es inmutable, se reduce a unidad lo mudable, se hacen las formas accidentales una sola forma con la forma primera, que es la luz, madre de las formas; el espíritu se identifica con el espíritu, el espíritu y la luz con Dios, las cosas con sus ideas, y las ideas con la hipóstasis primera; por donde todo viene a ser modos y subordinaciones de la divinidad» (1641).
El libro quinto trata del Espíritu Santo, sin añadir nada notable a lo que vimos en el De Trinitatis erroribus. Así como el Verbo es en la teología de Servet la manifestación de la esencia divina, así el Espíritu Santo es la comunicación aneja a esta manifestación: Prodibat cum sermone Spiritus: Deus loquendo spirabat: modos diversos de la misma sustancia (1642). El Espíritu Santo es un modo divino y sustancial, acomodado al espíritu del ángel y del hombre.
Hay aquí una estrafalaria teoría sobre la mixtión de los elementos para formar el cuerpo de Cristo, y en ella el famoso pasaje relativo a la circulación de la sangre; divina filosofía, dice el autor, que sólo entenderá el que esté versado en la anatomía.
Los libros sexto y séptimo están en forma de diálogos entre Miguel y Pedro y contienen extensos desarrollos de la doctrina neoplatónica ya expuesta, pero pocas ideas nuevas. Torna a decir que todo es uno en Dios por intermedio de la luz y de la idea, en sombra de su verdad, por la cual Cristo es, sin medio alguno, consustancial al Padre y tiene hipostáticamente unida la sabiduría de Dios, como que posee las ideas originales (1643). En toda esta parte de la obra domina, como ha advertido Tollin, el pensamiento de que todo vive idealmente en Dios, pero se concentra realmente en Cristo. La concepción de Servet es cristocéntrica, si vale la frase. «De la sustancia del espíritu de Cristo emanó por aspiración la sustancia de los ángeles y de las almas... Mayor es el artificio en la composición del hombre que en la del ángel, y mayor debía ser su gloria. Los ángeles, envidiosos de que el hombre, hecho de tierra, fuera exaltado sobre ellos, se rebelaron contra Dios y arrastraron luego en su caída al hombre mediante el pecado original.»
La antropología de Servet es una mezcla confusa e incoherente de ideas materialistas y platónicas, en que Leucipo y Demócrito se dan la mano con Anaxágoras, Filón y Clemente de Alejandría. Entendiendo por materia todo lo que es penetrable y capaz de recibir otra sustancia, llama ma _________________ No os engañéis: de Dios nadie se burla. |
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