CarlosR26† Veterano
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Vie Nov 04, 2005 3:57 pm Asunto:
Las Indulgencias para los hermanos indocumentados.
Tema: Las Indulgencias para los hermanos indocumentados. |
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EL TRUENO DE WITTENBERG. LAS 95 TESIS SOBRE LAS INDULGENCIAS. PRIMERAS POLEMICAS (1517-1518)
Hemos llegado en nuestra narración a una fecha de singular trascendencia y significación; una fecha simbólica que según la opinión corriente se alza como una piedra miliaria en la ruta histórica del cristianismo.
Los agüeros del año 17
El año 1517 se inaugura entre esperanzas y temores. A decir verdad, no amedrentan tanto los temores como exaltan el ánimo las esperanzas. Si en Oriente se adensan los nubarrones por las conquistas de Selim I, que invade Egipto y lo reduce a una provincia más del Imperio otomano, en los remotos mares de Occidente se abren nuevos caminos de luz para la civilización cristiana.
El 16 de marzo, bajo la presidencia del pacífico León X, se clausura en Roma el concilio Lateranense V, iniciado cinco años antes por el belicoso Julio II con el fin de asestar un golpe mortal al conciliarismo cismático de Pisa, enalteciendo así la suprema autoridad del romano pontífice. El que con mayor profundidad teológica había discurrido sobre esa cuestión se llamaba Tomás de Vío, O.P., natural de Gaeta (Caietanus), que al año siguiente se enfrentará con Lutero en Augsburgo. Otro personaje que había descollado en las sesiones conciliares era el sabio general de la Orden de San Agustín, Egidio de Viterbo, bien conocido del monje de Wittenberg. La profunda sentencia que pronunció en el discurso de apertura podía servirle de meditación al agustino de Sajonia: “La religión debe reformar a los hombres, no los hombres a la religión”.
Justamente en los días en que se clausuraba el concilio de Letrán, un docto y piadoso varón de ilustre apellido, el savonaroliano Juan Francisco de la Mirándola, dirigía al papa León X un memorial (De reformandis moribus) amenazando con la ira de Dios, que no tardará en blandir su espada vengadora, cortando a hierro y fuego los miembros pútridos del cuerpo social si el papa no emprende seriamente su curación y regeneración, empezando por los eclesiásticos, cuya inmoralidad, ignorancia y escandaloso lujo son causa de los males que padecemos. ¿Puede tolerarse que sigan imperando en Roma los adoradores del becerro de oro, que gruñan en el templo los animales de Circe, que en torno a la barca de Pedro canten las sirenas, arrastrándola hacia los escollos?[1]
La situación moral y religiosa no era la misma en todos los países. En los pueblos latinos apuntaba, más o menos, una primavera espiritual, que no era fácil descubrir bajo las nieblas germánicas.
El 10 de julio de 1517 quedaba terminada en Alcalá la impresión de la Poliglota complutense, espléndido florón del humanismo cristiano, que ofrecía a los teólogos las fuentes puras de la revelación en sus textos originales. El propulsor de aquella gigantesca obra y benemérito reformador de la Iglesia de España, Francisco Jiménez de Cisneros, moría cuatro meses más tarde cuando ya había desembarcado en Asturias y pisado tierra española el joven Carlos de Austria, de quien dirá Lutero: “No comprende nuestra causa”. Corre inmediatamente a su lado, para ayudarle en el gobierno de la nación, su maestro Adriano de Utrecht, obispo de Tortosa y austero reformador, condecorado en julio de aquel mismo año con la púrpura cardenalicia.
En Alemania, el zapatero y poeta popular Hans Sachs cree ver en el año 1517 el alborear de un nuevo día, alegrado por el ruiseñor de Wittenberg. El hebraísta J. Reuchlin dedica en marzo su libro De arte cabalistica al papa Médicis, congratulándose con él porque ya maduran las espigas de la gran mies cultivada por Lorenzo el Magnífico y por la Academia florentina. Erasmo, que es el rey intelectual de Europa y que acaba de publicar su edición crítica del Nuevo Testamento en griego (1516), anuncia en abril de 1517 el amanecer de un siglo de oro, con el triunfo de la paz, de la piedad y de las letras. Lo mismo, con diversas motivaciones, repetían otros humanistas y poetas en Alemania, Italia y España. Pero, antes de cinco meses, el mismo Erasmo cree percibir en los países del Norte un sordo rumor de catástrofe: Vereor ne magna rerum novitas exoriatur[2]. Ulrico de Hutten se inmerge gozoso en el nuevo siglo (O saeculum, o litterae, iuvat vivere), y en la segunda parte de las Epistolae obscurorum virorum lanza a los aires sus carcajadas blasfemas contra los teólogos, contra los frailes y contra Roma. Se huele en el aire de Alemania el ozono de la tormenta. El trueno de Wittenberg no tardará en estallar.
Tetzel, predicador vocinglero
La celebridad del teólogo agustino [Lutero] iba siempre en aumento. Su autoridad de profesor y su personalidad científica se robustecían más y más dentro y fuera de la Universidad witembergense. Entre sus muchos amigos doctos, eruditos y piadosos tenía fama de sabio y de hombre espiritual, por más que ya entonces no le faltaban adversarios que le acusaban de espíritu arrogante y de temeridad en sus opiniones.
Estaba Fr. Martín para empezar sus lecciones sobre la epístola a los Hebreos, cuando en abril de 1517 llegó a la ciudad del Elba la noticia de que en las comarcas vecinas, a unos treinta kilómetros de Wittenberg, cierto fraile dominico predicaba una nueva indulgencia plenaria, a manera de jubileo, concedida por el papa León X en favor de la basílica de San Pedro. Aquel predicador se llamaba “Juan Tetzel, un gran vociferador” (ein grosser Clamant) según Lutero.
Merecen transcribirse aquí las palabras que pronunció el Reformador veinticuatro años más tarde rememorando aquellos sucesos. Dicen así:
“Aconteció el año 17 que un fraile predicador por nombre Juan Tetzel, un gran vociferador, a quien el duque Federico en Innsbruck le había salvado del saco (bien podéis pensar que a causa de sus grandes virtudes), cosa que el duque se la hizo recordar cuando empezó a afrentarnos a los wittenbergenses, y él lo reconoció francamente; ese mismo Tetzel paseaba sus indulgencias de un lugar a otro, vendiendo la gracia por dinero a tan caro precio como podía. Era yo entonces predicador en el monasterio y doctor joven, recién salido de la fragua, fogoso y entusiasmado con la Sagrada Escritura. Al ver, pues, que grandes multitudes corrían de Wittenberg hacia Jüterbog y Zerbst en pos de la indulgencia, no sabiendo yo (como es verdad que Cristo, mi Señor, me ha salvado) qué cosa fuese la indulgencia, ni lo sabía nadie, comencé cautamente a predicar que había otras obras mejores y más seguras que el comprar indulgencias. Este sermón contra la indulgencia lo había yo predicado antes en el palacio, acarreándome con ello el disfavor del duque Federico, el cual amaba mucho a su santuario. Viniendo ahora a la verdadera causa del tumulto luterano, digo que dejé ir las cosas como iban; pero a mis oídos llegaron los abominables y espantosos artículos que Tetzel predicaba, algunos de los cuales quiero poner aquí, a saber:
Que él tenía del papa esta gracia y potestad: que, si alguien hubiese llegado a violar a la santa virgen María, Madre de Dios, podía él perdonarle con tal que depositase en el arca los derechos correspondientes.
Item, que la cruz bermeja del penitenciero con el escudo pontificio alzada en las iglesias era tan poderosa como la cruz de Cristo.
Item, que, si San Pedro estuviese ahora aquí, no tendría mayor potestad y gracia que él.
Item, que no quería cambiarse con San Pedro en el cielo, pues él con las indulgencias había salvado más almas que Pedro con la predicación.
Item, que, si uno echa en el arca un dinero por un alma del purgatorio, apenas la moneda cae y suena en el fondo, sale el alma hacia el paraíso.
Item, que la gracia indulgencial es la misma gracia por la que el hombre se reconcilia con Dios.
Item, que, si uno compra o paga una indulgencia o carta indulgencial, no es menester que tenga arrepentimiento, dolor ni penitencia por los pecados. El vende también indulgencias para los pecados futuros.
Todo esto lo promovía él de un modo abominable y todo lo hacía por dinero. No sabía yo en aquel tiempo a qué bolsillos iba a parar aquel dinero. Salió entonces un librito muy lindo, adornado con las insignias del obispo de Magdeburgo, en el que se mandaba a los cuestores predicar algunos de estos artículos. Y se hizo público que el obispo Alberto había alquilado a este Tetzel porque era un gran vocinglero... Yo entonces le envié una carta con las tesis al obispo de Magdeburgo, exhortándole y pidiéndole que quisiese atajarle los pasos a Tetzel y prohibir la predicación de cosas tan inconvenientes, pues de ello podían originarse grandes males ... ; mas no recibí respuesta alguna. Lo mismo escribí al obispo de Brandeburgo, mi ordinario... Me contestó que yo atacaba el poder de la Iglesia”[3].
Probablemente, a su obispo Jerónimo Schulz de Brandeburgo no le escribió hasta el 13 de febrero de 1518.
Veto de predicación en Sajonia
Retengamos por ahora solamente la noticia de que grandes multitudes de fieles, deseosos de ganar la indulgencia, salían corriendo de Wittenberg hacia las ciudades en donde predicaba Fr. Juan Tetzel. “Corrían hacia él como maníacos”, dice en otra parte. ¿A qué se debía aquella multitudinaria emigración de wittembergenses? Al acuerdo tomado por los dos príncipes sajones, el duque Jorge, de la Sajonia albertina, y su primo el elector Federico, de la ernestina, de prohibir en todos sus dominios la predicación de aquella indulgencia, claramente “brandebúrgica”.
La razón de tal veto en las dos Sajonias radicaba ciertamente en el deseo natural de aquellos príncipes de que no saliera del país la ingente suma de dinero que el pueblo solía desembolsar en favor de los cuestores o buleros; pero eso no era todo ni lo principal. En 1502, el mismo Federico el Sabio rogó a Fr. Juan Paltz viniese a Wittenberg a predicar las “gratias romanas”[4].
Ahora, en cambio, se resistía a contribuir al auge y engrandecimiento del linaje de los Hohenzollern, uno de cuyos más ilustres miembros era Alberto, en cuyo favor se predicaba la indulgencia. Hay que tener en cuenta que la elección de este prelado para la sede primacial maguntina significó una derrota para el linaje de los Wettin en las dos Sajonias. Crecía el predominio de los Hohenzollern, que ya poseían las sedes de Maguncia, Magdeburgo y Halberstadt, además del gran maestrazgo de la Orden Teutónica. Un motivo más de rivalidad y de fricción entre las dos casas apuntaba entonces por las aspiraciones jurisdiccionales de los dos electores Federico y Alberto sobre la ciudad de Erfurt.
¿Será lícito maliciar una razón más? Es posible que Federico abrigase el temor de que la iglesia de su castillo, la Schlosskirche, por él fundada y enriquecida con infinitas reliquias e indulgencias, dejase de atraer a los devotos si en la misma ciudad o en sus cercanías se predicaba una indulgencia plenaria con todos los privilegios del jubileo romano. Por estos motivos, al predicador Juan Tetzel se le vedó la entrada en Wittenberg[5].
Consiguientemente, Fr. Martín no tuvo ocasión ni posibilidad de escuchar las palabras textuales que temerariamente atribuirá al dominico, ni pudo ver por sus propios ojos los abusos que tal vez se cometían en la adquisición de las bulas por parte de los fieles.
Pero llegaron a sus oídos ciertos rumores de que aquel predicador sostenía opiniones que el profesor de Wittenberg siempre había tenido por falsas, y que ahora le llenaron de indignación.
Uno se pregunta: ¿Quién le refirió esas proposiciones malsonantes? ¿Cómo es que Lutero no dudó de la exactitud de la referencia ni trató de comprobarla llamando a testigos autorizados antes de denunciar al predicador? Consta que la última proposición es absolutamente falsa; las otras enormidades que hace pronunciar a Tetzel encareciendo hiperbólicamente sus propios poderes y la eficacia del perdón aun en casos absurdos e inimaginables, llevan la marca de un estilo típicamente luterano[6].
Aunque Fr. Martín no tuvo exacto conocimiento de las predicaciones de Tetzel, sabía muy bien que todos los predicadores de ese estilo, cuando hablaban de la penitencia y del dolor de los pecados, ponían el acento en las manifestaciones externas del arrepentimiento tal vez más que en la contrición interna, insistiendo hasta el exceso en las obras penitenciales -limosnas, mortificaciones corporales- y en actos de piedad y caridad.
El, en cambio, meditaba por aquellos días -después de haber leído en clase la epístola a los Romanos y mientras comentaba la de los Hebreos- en que las obras externas no sólo son inútiles, sino también peligrosas, porque engendran soberbia. La única verdadera penitencia, según él, está en reconocerse pecador y en el odio de sí mismo, de donde brotará la confianza en Cristo; el que se empeña en justificarse por medio de buenas obras no confía en Dios, sino en sí mismo, lo cual es pecado. Su doctrina de la sola fides era absolutamente incompatible con la doctrina de las indulgencias.
“Cuando así hervían mis meditaciones -escribe a Staupitz-, he aquí que de súbito empezaron a resonar, o mejor, a retronar junto a nosotros, los nuevos clarines de las indulgencias y las trompetas de los perdones... Despreciando la verdadera doctrina penitencial, se atrevían a magnificar no la penitencia, ni siquiera la parte más vil de ella, que es la satisfacción, sino la remisión de esa vilísima parte, con tan grandilocuentes palabras como jamás se habían oído; y exponían doctrinas impías, falsas y heréticas con tanta autoridad -temeridad quise decir-, que tenían por hereje, destinado a la hoguera y reo de eterna maldición, a cualquiera que murmurase una palabrita en contrario. Yo, no pudiendo hacer frente a sus furores, determiné disentir modestamente de ellos (statui modeste dissentire) y poner en discusión sus dogmas apoyándome en el parecer de todos los doctores y de la Iglesia entera”[7].
De este modo, imaginando que su propio sentir era el parecer común de todos los doctores y de la Iglesia universal, comenzó a disentir de ésta y a ponerse contra el magisterio eclesiástico. ¡Con cuánta modestia y moderación, lo verá en seguida el lector!
Nociones teológicas
Antes de abordar la controversia acerca de las indulgencias será conveniente explicar en breves términos la doctrina católica sobre las indulgencias y referir algo de su historia.
“Indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal debida por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa; remisión que el fiel cristiano, bien dispuesto y en determinadas condiciones, consigue por medio de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, dispensa y aplica autoritativamente el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos”.
Esta definición se completa y aclara en una constitución apostólica de Pablo VI con estas palabras: “Ese tesoro de la Iglesia no se ha de entender a manera de las riquezas materiales, como la suma de los bienes acumulados durante siglos, sino que es el precio infinito e inexhausto que tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de Cristo, que nuestro Señor ofrece para que toda la humanidad sea libre del pecado y llegue a la comunión con el Padre; es el mismo Cristo Redentor con las satisfacciones y los méritos de su redención. Agrégase a este tesoro el precio verdaderamente inmenso e inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y buenas obras de la bienaventurada Virgen María y de todos los santos, los cuales, siguiendo las huellas de Cristo y con su gracia, se santificaron e hicieron obra agradable al Padre, de modo que, trabajando en su propia salvación, contribuyeron también a la salvación de sus hermanos en la unidad del Cuerpo místico”.
“El fin que se propone la autoridad eclesiástica al otorgar las indulgencias está no sólo en ayudar a los fieles cristianos a expiar las penas debidas, sino en impulsarlos a practicar obras de piedad, de penitencia y de caridad, mayormente las que sirven al incremento de la fe y al bien común. Y, si los fieles cristianos traspasan las indulgencias en sufragio por los difuntos, ejercitan la caridad de un modo eximio”.
“Para ganar una indulgencia plenaria se requiere la ejecución de la obra indulgenciada y el cumplimiento de tres condiciones, que son: confesión sacramental, comunión eucarística y alguna plegaria por la intención del sumo pontífice, y además la exclusión de todo afecto a cualquier pecado, aun venial”[8].
Este último elemento, que supone una contrición perfecta, no debe olvidarse nunca. Si la contrición es imperfecta, podrá ganarse una indulgencia parcial, mas no plenaria.
En teología son consideradas las indulgencias como un complemento del sacramento de la penitencia. Siempre enseñó la Iglesia que, por la absolución sacramental debidamente recibida, se perdona cualquier pecado en cuanto a la culpa (reatus culpae), por grave que sea, extinguiéndose al mismo tiempo el reato de la pena eterna, mas no siempre toda la pena temporal, por defecto de intensidad de la contrición o caridad. Esa pena temporal que muchas veces queda después del sacramento, puede pagarse en el purgatorio, pero también en esta vida, por la satisfacción impuesta por el confesor y por otras obras penitenciales o satisfactorias hechas en estado de gracia. Pero hay también otro modo extrasacramental de satisfacer o expiar las penas temporales debidas por los pecados: la indulgencia, cuya razón de ser se funda en los siguientes axiomas.
1) El cristiano en estado de gracia puede satisfacer no sólo por las penas temporales de sus propios pecados, sino también por las de otros cristianos en gracia, en virtud de la solidaridad o intercomunicación de los miembros del Cuerpo Místico; 2) puede igualmente satisfacer por las penas de los que están en el purgatorio, ya que también a ellos se extiende el dogma de la comunión de los santos; 3) el tesoro de los méritos infinitos de Cristo y de las satisfacciones superabundantes de los santos está a disposición de la Iglesia, la cual puede, con justo motivo y determinadas condiciones, administrarlo aun fuera de los sacramentos.
No siempre los antiguos subcomisarios, encargados de predicar la indulgencia, exponían la doctrina teológica con absoluta precisión, y en su fervor oratorio deslizaban alguna proposición errónea. Hubo, por ejemplo, predicadores que, tratando de la indulgencia por los difuntos, dieron como cierta e inmediata su eficacia, afirmando categóricamente que bastaba tomar la bula y depositar la limosna para que instantáneamente volase el alma del purgatorio al cielo. Contra tal opinión protestaron algunos teólogos, como Juan Pfeffer (+ 1493), profesor de Friburgo de Brisgovia, quien, refiriéndose a los sufragios que la Iglesia ofrece por los difuntos, dice que ningún hombre sabe, nisi quis ex speciali revelatione hoc haberet (a menos que Dios se lo muestre a alguien por revelación especial) si Dios los acepta y en qué manera[9].
Y no digamos nada de ciertos impostores que engañaban a la gente, prometiendo el perdón de los pecados sin verdadera penitencia, de lo cual se horrorizaba el papa Bonifacio IX[10]. Fray Martín clamaba enérgicamente contra los abusos y errores de la predicación de Tetzel y protestaba con absoluta sinceridad. Pero, aunque la doctrina teológica de las indulgencias se hubiese presentado en su mayor pureza teológica, no podía encajar en el sistema que Lutero se había ido forjando en los tres últimos años (1514‑17), ya que, conforme a sus nuevas ideas, él no admitía el mérito de las buenas obras de los santos ni el valor de la satisfacción, sosteniendo, en cambio, que solamente por la penitencia interior y por la confianza en Cristo se obtiene la remisión plenaria de la culpa y de la pena. Los ayunos, las limosnas, las mortificaciones, peregrinaciones y demás obras piadosas que se ponían como condición para ganar la indulgencia, tenían que parecer abominables a los ojos de aquel que tan ásperamente reprendía “la santidad de las obras” (die Werkheiligkeit).
Algo de historia. Origen de las indulgencias
En la historia de las indulgencias suelen los historiadores remontarse hasta los tiempos primitivos de la Iglesia para ver como un bosquejo de indulgencia en las reconciliationes anticipadas que los pecadores públicos, excluidos de la comunidad cristiana, podían obtener del obispo, mediante la intercesión de los fieles (2 Cor 2,6‑ y mediante el libellus pacis, o recomendación de los confesores de la fe, en tiempo de persecución. Así alcanzaban la remisión de la pena canónica, a la que, de otra suerte, hubieran tenido que someterse durante años y quizá toda la vida[11].
Con las primitivas “reconciliaciones” parece que tienen relación las absolutiones, tan frecuentes después del siglo VI, que consistían en preces litúrgicas para impetrar, en nombre de la Iglesia, el perdón y la misericordia de Dios tanto para los vivos como para los difuntos.
La durísima disciplina antigua se mitigó a partir del siglo VI. En ese tiempo aparecen en la Iglesia celta y anglosajona las redemptiones, que en el siglo VII y VIII pasan al continente (no a España); ciertas penitencias difíciles de cumplir se conmutaban con otras equivalentes; v. gr., los largos ayunos a pan y agua se redimían o conmutaban con diversas oraciones, alguna limosna o peregrinaciones a Tierra Santa y a Roma, visitas de un santuario o iglesia, pago de cierta cantidad de dinero, construcción de un hospital o participación en otra obra de beneficencia. Los “libros penitenciales” de Irlanda y Gran Bretaña trazaron la tarifa de obras penales (paenitentia taxata) que los confesores debían imponer por cada pecado; las penitencias son fuertes, mas no excluyen al penitente por toda la vida de la recepción de los sacramentos. El penitencial de Teodoro, arzobispo de Canterbury (+ 690), impone por un pecado de simple fornicación un año de penitencia pública a las puertas del templo, vistiendo cilicio y con los pies descalzos durante los oficios divinos; por pecado de adulterio, casi tres años; por pecado de incesto, catorce años; al asesino de un sacerdote, siete años de penitencia o setenta días de ayuno a pan y agua; al que falsificó pesas y medidas, veinte días de ayuno[12]. Mas junto a eso aparecen las redemptiones, o conmutaciones, que son en realidad una remisión parcial de la pena; mas todavía no pueden llamarse propiamente indulgencias, porque exigían la intervención especial del sacerdote o confesor en cada caso.
Las primeras indulgencias de carácter general las hallamos en la primera mitad del siglo XI en Francia. Es entonces cuando la Iglesia, atendiendo a la debilidad humana y queriendo promover las obras de piedad y caridad, empieza a multiplicar las remisiones de la pena mediante ciertas condiciones. Al principio eran solamente indulgencias parciales; después también plenarias; parciales, cuando a los que practicaban ciertos actos de piedad se les remitía una cuarentena de días, o un año y una cuarentena, o bien la cuarta parte o la mitad de la penitencia que hubieran debido cumplir por los pecados ya perdonados sacramentalmente; plenarias, cuando se les concedía, en lo posible, el perdón de toda la pena; digo “en lo posible” porque el penitente debía tener internamente contrición perfecta.
A los que marchaban a la cruzada para defender la fe contra los infieles les concedió Urbano II en 1096 indulgencia plenaria, previa la confesión sincera y perfecta de sus pecados[13], y casi lo mismo había otorgado algunos años antes Alejandro II[14], y siguieron otorgándolo otros papas. El dominico Humberto de Romans en 1267 dijo que la indulgencia de cruzada era un verdadero jubileo (iubilaeus christianorum), y sabido es cómo, al finalizar aquel siglo, Bonifacio VIII instituyó los “años santos”, o jubilares, concediendo “a los que se confiesan con verdadera penitencia plenísimo perdón de sus pecados” con ciertas condiciones; entre otras, que visitasen devotamente las basílicas romanas[15].
Aunque ya en el siglo XIII los teólogos habían declarado teóricamente que las indulgencias son aplicables a los difuntos, siendo ésta una de las maneras que tiene la Iglesia de rogar y ofrecer sufragios por ellos[16], puede decirse que esta práctica no fue consagrada oficialmente por los papas hasta el siglo XV, en que Calixto III por la bula Romani Pontificis (14 abril 1456) extendió los favores de la bula de cruzada a las almas del purgatorio[17].
Abusos de las indulgencias
El abuso más frecuentemente criticado entonces era “el tráfico o venta de las indulgencias”, como si la curia romana comerciase con las bulas de perdón, acusación tanto más grave cuanto que la indulgencia se entendía a veces falsamente, como remisión directa de la pena e igualmente de la culpa. Esto último no respondía a la realidad, pero se apoyaba en una expresión equívoca usada en algunos documentos desde el siglo XIII y en las llamadas “letras de confesión” (confessionalia, litterae indulgentiales). Eran privilegios que el papa otorgaba a determinadas personas de escoger libremente un confesor que les absolviera de cualquier pecado, incluso de los reservados a la Santa Sede, con indulgencia plenaria una vez en la vida y otra a la hora de la muerte. Solía hablarse en tales documentos de indulgentia vel absolutio a culpa et a poena[18], fórmula inexacta que se prestaba a confusión, y que los teólogos tenían buen cuidado de explicar rectamente, diciendo que la indulgencia no podía remitir sino la pena temporal; mas como de ordinario se obtenía la indulgencia al mismo tiempo que la absolución sacramental de los pecados, solía expresarse globalmente una y otra cosa con la fórmula de “indulgencia y absolución de culpa y pena”[19].
El daño más grave que se siguió a la concesión frecuente de indulgencias y a los encomios hiperbólicos que de ellas hacían los predicadores consistió en que el pueblo ignorante y rudo atendía algunas veces no tanto al arrepentimiento y a la contrición interna cuanto a la obra externa requerida para la indulgencia, manifestando más temor de la pena que de la culpa. Era un peligro de falsa religiosidad, contra el cual protestó ardientemente Lutero en algunas de sus 95 tesis y en escritos anteriores, en lo cual no hizo sino repetir las viejas lamentaciones de otros predicadores católicos.
“Estudiando las leyendas y la literatura visionaria de la temprana Edad Media -observa el protestante H. Boehmer-, se recibe la impresión de que los hombres de aquel tiempo tenían casi más temor del purgatorio que del infierno”[20]. Pero hay que recortar un poco esa observación, declarando que la indulgencia solía ir unida y condicionada al sacramento, que libraba de la pena eterna.
Otra grave consecuencia fue la peligrosa mezcla de lo espiritual con lo económico. Esto sucedió desde el momento en que las autoridades eclesiásticas se percataron de que la concesión de indulgencias podía convertirse en una copiosa fuente de recursos, ya que el pueblo cristiano, ávido de perdones, no escatimaba el dinero con tal de aminorar las penas del purgatorio, del que tal vez tenían un concepto mas imaginativo que teológico.
El elemento financiero adquirió enorme volumen en las indulgencias de cruzada, porque los fondos (diezmos) que de ellas se recaudaban eran tan fuertes, que con ellos les era posible a los reyes y a los papas sostener las guerras contra los infieles. También eran sumamente productivas y útiles para el pueblo las indulgencias que se promulgaban en favor de la construcción de una catedral o de un santuario, de un hospital, de un puente, de una obra de beneficencia social. Si Federico de Sajonia se esforzó por enriquecer de reliquias e indulgencias la Schlosskirche de Wittenberg, fue para con su producto poder pagar a los profesores de su Universidad.
Los buleros o colectores de las limosnas llamábanse también quaestores; con este nombre aparecen ya en documentos de principios del siglo XII. Muchas veces se identificaban con los subcomisarios y predicadores oficiales de la indulgencia, y frecuentemente despertaban en los pueblos, por su avaricia, vivas protestas y sentimientos de odiosidad. Sabido es que la organización de la curia aviñonesa, particularmente de la cámara apostólica, en el siglo XIV dio excesiva importancia al aspecto económico de los asuntos eclesiásticos. De este pecado se hizo reo, más que Juan XXII o Clemente VI, el antipapa Clemente VII, y no menos su rival romano Bonifacio IX, duramente acusado por Gregorovius y aun por L. Pastor de traficar con las indulgencias[21].
El aspecto espiritual de la concesión de indulgencias se oscureció y materializó todavía más cuando grandes banqueros, como los Frescobaldi y los Pazzi, de Florencia, o los Függer, de Augsburgo, intervinieron en el negocio, adelantando un capital a la Santa Sede a cambio de percibir ellos un tanto importante de la recaudación indulgencial. Si Fr. Martín en sus tesis no hizo alusión a las operaciones financiarias concertadas entre los Függer y los Hohenzollern, fue seguramente porque las ignoraba.
Efectos saludables
Y, con todo, es indudable que la mayoría de los fieles recibía las indulgencias con fervor y entusiasmo. Eran extraordinariamente populares. Nicolás Paulus ha notado que numerosas ciudades, aun aquellas que fueron de las primeras en abrazar el protestantismo, como Nuremberg, Estrasburgo y Berna, pedían instantemente a Roma bulas de indulgencia.
Apenas el subcomisario se acercaba a una ciudad, las turbas salían a su encuentro procesionalmente, invadían los templos para oír su predicación, se aglomeraban en torno a los confesonarios, acudían a participar en la comunión general, practicaban maceraciones corporales y obras de caridad. Solían ser varios los predicadores que durante semanas y aun meses anunciaban la palabra de Dios al pueblo cristiano, y muchos los confesores que, dotados de amplias facultades, atendían a los penitentes. Cierto que en aquellas manifestaciones religiosas no todo lo que relucía era oro puro; había mucho formalismo, mucha rutina, tal vez superstición; es ganga impura que se mezcla a todo lo multitudinario y popular. Pero, en conjunto, la predicación de la indulgencia producía los mismos efectos saludables que una misión urbana en tiempos más recientes, y, si no engrosaba y fertilizaba suficientemente los campos del espíritu, los regaba al menos en la superficie como un chubasco de estío.
El docto teólogo agustino Juan de Paltz, bien conocido de Lutero en Erfurt y predicador del jubileo en Alemania en 1501-1503, testifica que muchos y grandes pecadores se convirtieron sinceramente a Dios en aquella ocasión. Lo mismo podían atestiguar todos los predicadores de otros tiempos y otros países, desde San Bernardo hasta Nicolás de Cusa y San Juan de Capistrano.
A los frutos morales y religiosos se han de añadir también los materiales y sociales. Refiriéndose concretamente a la Iglesia de Francia en los últimos decenios del siglo XV, ha escrito Imbart de la Tour: “En la tormenta, que duró más de medio siglo y en que todo fue destruido, la Iglesia recurrió a esta gran idea de las obras satisfactorias como al único medio capaz de restaurar sus obras sociales. No trató solamente de atender a sus propias necesidades, sino las de todos; trabajó por sí misma y por el país; restauró sus monasterios sus catedrales, mas también los hospitales, las leproserías, los hospicios, todos los asilos de la pobreza y del dolor. Por las indulgencias le fue posible contribuir al progreso económico: tal calzada o tal carretera, puentes como el del Ródano en Lyon, el del Garona en Agen, pudieron ser reconstruidos. De este modo fueron reparados en 1515 los diques de Holanda y de Zelanda, que amenazaban rotura. Y por las indulgencias logró el papado organizar el rescate de los cautivos, liberar a los griegos prisioneros en Modone en 1515 y a los peregrinos arrestados en Jerusalén”[22].
Bula de León X por la fábrica de San Pedro
Fueron muchos los que en diversos tiempos levantaron su voz contra los abusos y errores que se cometían en la predicación de las indulgencias[23]. Por eso, a nadie le hubiera llamado la atención la protesta luterana si ésta se hubiera limitado a censurar falsedades doctrinales o devociones supersticiosas. Pero Fr. Martín, más que los abusos, impugnaba ciertos dogmas, como el tesoro espiritual de la Iglesia, el poder papal de conceder indulgencias que no fueran puramente canónicas y la validez de las mismas. Más aún, impugnaba en el fondo la concepción tradicional de la penitencia cristiana, aunque entreverando con afirmaciones de suma intemperancia otras muy aceptables y ortodoxas.
Veamos la ocasión de aquel estallido, que en la primera hora no tuvo nada de resonante y dramático. La cuestión de las indulgencias ciertamente fue el inicio de la “protesta” luterana; pero los primeros pasos del Reformador, parecen sumamente tímidos, vacilantes, inseguros.
El 4 de noviembre de 1507, por la bula Etsi ex commisso, Julio II había encargado a los franciscanos de la Observancia la predicación de una indulgencia plenaria en forma de jubileo en casi toda Europa a fin de recaudar fondos para la grandiosa construcción de la nueva basílica de San Pedro, cuya primera piedra se había puesto el año anterior[24]. Bajo el pontificado de Julio II no se predicó en Alemania (excepto en Silesia, que pertenecía entonces a Bohemia), porque no quería el papa perjudicar a la indulgencia de cruzada contra los rusos de Livonia otorgada en favor de los Caballeros Teutónicos. Pero, al ceñir la tiara León X, ratificó la indulgencia de su predecesor en favor de la fábrica de San Pedro, comisionando poco después al clérigo de curia y doctor en derecho Juan Angel Arcimboldi, milanés (2 de diciembre de 1514), la promulgación de la indulgencia jubilar en las provincias eclesiásticas de Salzburgo, Tréveris, Colonia, Bremen, además de Besancon, Upsala y diócesis interyacentes, Cambray, Tournay, Thérouenne y Arrás; pero excluyendo formalmente los dominios de Alberto, arzobispo de Maguncia y Magdeburgo y administrador de Halberstadt, y de los margraves de Brandeburgo[25]; para estos territorios fueron nombrados el 31 de marzo del siguiente año comisarios generales el mismo arzobispo Alberto y el guardián de los franciscanos de Maguncia[26]. Esto se debía a un pacto de triste recordación que poco antes había tenido lugar entre los Hohenzollern y el oficial de la Dataría papal, Francisco Armellini.
Hermano de Joaquín I Hohenzollern, príncipe elector de Brandeburgo, y primo del gran maestre de la Orden Teutónica era Alberto, que sólo contaba veintitrés años de edad cuando en agosto de 1513 fue nombrado arzobispo de Magdeburgo, y en septiembre administrador apostólico de Halberstadt, dos diócesis ocupadas anteriormente por obispos de Sajonia. Al año siguiente, el cabildo de Maguncia lo eligió para la sede primacial de Alemania. Si aceptaba, tenía que renunciar a los otros dos episcopados; pero suplicó entonces al romano pontífice le permitiese disfrutar de las tres sedes episcopales, con lo cual los Hohenzollern dominarían en la mayor parte de la nación.
Este abuso del cumulativismo debe contarse entre los más graves que entonces solían cometerse, porque hacía difícil y casi imposible la cura pastoral. Siendo Alberto príncipe elector de Maguncia, primado de Alemania, canciller del Imperio y hermano de otro príncipe elector, el de Brandeburgo, creyó León X que podía condescender con él, permitiéndole la acumulación con tal que pagase a la cámara apostólica 10.000 ducados de oro por tal dispensa a más de los 14.000 florines renanos ya desembolsados por el pallium arzobispal y confirmación pontificia.
Negándose el cabildo maguntino a costear tan fuerte suma por los grandes censos que aquella sede había tenido que pagar a la curia romana en las últimas vacantes, trató Alberto el asunto con su hermano Joaquín, el cual lo resolvió pidiendo en préstamo al gran banquero Jacobo Függer, de Augsburgo, la suma de 21.000 ducados y 500, florines, equivalente -poco más o menos- a 29.000 florines renanos[27]. Romae, quid non venale!, escribía, sorprendido y escéptico, el canónigo humanista Conrado Mutianus.
¿Cómo enjugar esta deuda? Entre los dos poderosos príncipes electores y la curia romana se concertó -por iniciativa y sugerencia del futuro cardenal Armellini- la predicación de una indulgencia a modo de jubileo en las tres diócesis de Alberto y en el territorio de Brandeburgo, sometido a su hermano Joaquín, a condición de que la mitad de lo que se recaudase sería para la fábrica de San Pedro, y la otra mitad para el arzobispo de Maguncia.
Aunque la concesión papal era para ocho años, el emperador Maximiliano (28 de octubre de 1515) limitó la predicación de la indulgencia a tres años, y encima le exigió durante ese trienio al arzobispo Alberto la contribución de mil florines anuales a la cámara imperial en favor de la Iglesia de Santiago en Innsbruck[28].
Fray Juan Tetzel
En la predicación de esta indulgencia había de alcanzar una nombradía mundial poco envidiable el dominico Juan Tetzel (+ 1519). Este ardoroso predicador popular, nacido en Pirna, junto a Dresden, hacia el año 1465, había estudiado en Leipzig, donde entró en la Orden de Santo Domingo, y antes de alcanzar los grados en teología ejerció el cargo de subcomisario en la predicación de una bula de cruzada contra los rusos en Livonia (1504-1510). Esto le dio ocasión de recorrer casi toda Alemania, desde Sajonia y Silesia hasta Alsacia, al servicio de los Caballeros Teutónicos. En 1509, el general de su Orden le nombró inquisidor de la provincia de Polonia; en la primavera de 1516 empezó a actuar en Meissen como subcomisario del nuncio, Juan Angel Arcimboldi, hasta que el 22 de enero de 1517 fue elegido por el arzobispo de Maguncia para predicar la indulgencia, que ya conocemos, en favor de la fábrica de San Pedro, asignándosele un sueldo de 300 florines mensuales[29].
El 24 de enero le hallamos predicando en Eisleben, que entonces pertenecía al obispado de Halberstadt; pasó en marzo a Halle (diócesis de Magdeburgo) y a las ciudades de Jüterbog (10 de abril) y Zerbst. El 16 de septiembre de 1517, el príncipe elector de Brandeburgo, Joaquín I, ordenó a todos los prelados, condes, caballeros y ciudades que, “en obediencia a Su Santidad el papa y para salud y consuelo de nuestros súbditos”, nadie pusiese estorbos a que el subcomisario Tetzel o cualquiera de sus subalternos predicase la indulgencia[30]. Tetzel predicaba en Berlín a principios de octubre. La tormenta luterana estaba próxima a estallar.
Aunque la maledicencia y el odio se cebaron en la vida privada de aquel fraile predicador, no cabe duda que sus costumbres eran íntegras. Poco amable y demasiado arrogante nos parece su carácter[31]; su talento, más de orador populachero que de auténtico teólogo. “Imaginaos -clamaba desde el púlpito- que estáis en Roma; que ésta es la basílica de San Pedro; estos confesores son como los penitencieros de aquella iglesia y tienen iguales facultades. Dios y San Pedro os llaman. Disponeos a conseguir tan alta gracia... ¿No oís las voces de vuestros padres y de otros difuntos, que os dicen a gritos: Miseremini me¡, miseremini me¡, saltem vos, amici me¡?... ¿Seréis tan crueles y duros que, pudiendo librarnos ahora con tanta facilidad, no lo queráis hacer y nos dejéis yacer entre las llamas, demorando la entrada en la gloria que nos está prometida?... ¿No sabéis que, cuando uno tiene que viajar a Roma o a otras partes peligrosas, pone su dinero en el banco, el cual le da el cinco, o el seis, o el diez por ciento, para que con las letras de dicho banco tenga en Roma, o en otras partes, su dinero seguro? ¿Y vosotros no queréis, por la cuarta parte de un florín, recibir estas letras (indulgenciales), por cuya virtud no vuestro dinero, sino vuestra alma divina e inmortal, la podéis enviar segura y resguardada a la patria del paraíso?”[32].
Con semejantes hipotiposis retóricas trataba de conmover a los fieles y persuadirlos a dar una limosna por las almas del purgatorio. No es verdad que vendiera las bulas, prometiendo el perdón de los pecados sin necesidad de arrepentimiento y penitencia; siempre afirmó que la confesión sacramental es necesaria para ganar la indulgentia pro vivis; en cuanto a la indulgentia pro defunctis, ciertamente no se expresó con exactitud, pues dio como cierta e inmediata su aplicación y aseguró que no era preciso el estado de gracia en aquel que se limitaba a cumplir los requisitos externos de una indulgencia aplicable a los difuntos, cuestiones ya entonces discutidas entre los teólogos. Sátiras en verso, como Ablasskrämer, de Nicolás Manuel en 1525, y hojas volantes del mismo estilo, le acusaron de haber pronunciado unos versillos alemanes que decían:
“Al sonar la moneda en la cajuela, del fuego el alma al paraíso vuela”[33].
Y, a la verdad, si no pronunció este pareado textual, enseñó la doctrina ahí contenida, que por lo menos debe calificarse de incierta y poco segura teológicamente. Que en la distribución de las bulas él y sus compañeros arbitrasen múltiples medios de sacar dinero, desplegasen excesivo aparato burocrático en un acto propiamente religioso y cometiesen otros abusos e imprudencias, se comprende fácilmente y se explica teniendo en cuenta que la recaudación iba controlada por empleados de los Függer.
Tres veces por semana, y durante el Adviento y la Cuaresma todos los días, subía al púlpito para mover los ánimos de la multitud al arrepentimiento de los pecados y exhortar a todos a tomar la bula de la indulgencia y las “letras de perdón” con todos los privilegios que en ellas se contenían.
Indudablemente, Tetzel se atenía a las instrucciones dadas por Alberto de Maguncia sobre el modo de predicar, confesar, absolver e instruir al pueblo, y estampadas en un opúsculo que llevaba el título de Instructio summaria pro subcommissariis. Aquí, tras una serie de ordenaciones prácticas, se encarecía el valor de la gracia santificante, por la que se borran los pecados y se obtiene la remisión plenaria de la pena del purgatorio. “La primera gracia -se dice en los comienzos- es el perdón completo de todos los pecados; no hay otra gracia mayor que ésta”[34]. Luego se precisan los requisitos para ganar la indulgencia (contrición y confesión, visita de siete iglesias, o de siete altares, que para los enfermos se conmuta en oración ante una imagen devota); se señala la tasa que cada uno debe pagar, según su rango; se enumeran los privilegios y facultades concedidos a cuantos tomen el confessionale; se determina el modo de hacer penitencia pública los pecadores escandalosos, etc. La tasa pecuniaria es la siguiente: los reyes, príncipes, arzobispos y magnates deben pagar por la bula 25 florines renanos de oro; los abades, prelados, condes, etc., diez florines, o bien seis, según su condición; los mercaderes ricos, tres florines; los más modestos, como los artesanos, un florín; y los de inferior condición económica, medio florín, según el parecer de su confesor; los pobres basta que suplan con oraciones y ayunos.
Un gesto revolucionario que no existió
Cuando la Instructio summaria llegó a manos de Fr. Martín, éste no pudo contenerse por más tiempo; “como un caballo ciego”, son sus palabras, se lanzó a protestar enérgicamente ante el mismo comisario general y autor de la Instructio, Alberto de Maguncia. No consultó a su príncipe, Federico de Sajonia, porque, impugnando la predicación de la indulgencia, estaba cierto de complacerle.
Todos los historiadores hasta nuestros días han venido repitiendo que el 31 de octubre de 1517, a eso del mediodía, Fr. Martín Lutero, profesor de teología -acompañado, según imaginaron algunos de su fámulo Juan Agrícola-, fijó en las puertas de la Schlosskirche de Wittenberg las 95 tesis sobre las indulgencias, invitando a todos los doctos a una disputa pública sobre las mismas.
Tal acontecimiento, en el que tantas veces se quiso simbolizar el principio de la revolución religiosa, de la protesta contra el papa de Roma, como si el martillazo de Fr. Martín clavando sus tesis en la puerta de la iglesia del castillo significara el derrumbamiento de la Iglesia medieval, hay que relegarlo al campo de las leyendas[35].
Nadie mencionó tal suceso mientras vivió Lutero. Fue Melanthon el primero en afirmarlo en el Prefacio que puso al volumen segundo de las obras del Reformador (Wittenberg 1546). De dónde sacó esa noticia, no lo sabemos, ni él aduce fuente alguna. En 1517 se hallaba Melanthon en Tubinga, y, por tanto, no fue testigo presencial del hecho[36].
Sabemos que no se distingue por su exactitud histórica al referir detalles de la juventud de Lutero. Otto Scheel le corrige más de una vez.
Pudo suceder que, leyendo las 95 tesis, ya impresas y divulgadas por todo el mundo, y viendo en su encabezamiento la intención explícita de Fr. Martín de defenderlas en público, se imaginó que se trataba de una de aquellas disputas académicas que se anunciaban -conforme a los estatutos- fijando un cartel en la puerta de las iglesias de la ciudad[37].
Lo que sabemos de cierto por confesión del propio Lutero es que la disputa no tuvo lugar, porque no se presentó ninguno de los doctos a quienes se dirigía la invitación. ¿Cómo así? En caso que Fr. Martín hubiera querido tener una disputa de las habituales en la Universidad, no hubiera encontrado dificultad alguna. No el profesor, sino el bedel, por orden del decano, hubiera fijado las tesis a las puertas de la Schlosskirche y de la parroquia (acaso también en las iglesias de los conventos de franciscanos y agustinos), determinando el día de la disputatio, posiblemente también la hora y los nombres del arguyente, del defendiente y del maestro bajo cuya dirección se tendría la disputa. Sin más, hubieran concurrido puntualmente numerosos maestros, licenciados, bachilleres y estudiantes. A veces, cuando no se señalaba el lugar ni la hora, se ponía una frase como ésta: Loco et tempore statuendis[38].
Si en nuestro caso no se determinó la fecha ni los nombres del arguyente y del defendiente, fue porque aquella disputa no era del tipo de las otras; quizá la podríamos comparar más bien con la invitación de Pico de la Mirandola a disputar sobre las famosas 900 tesis de omni re scibili en un congreso científico que tampoco tuvo lugar. El deseo de F. Martín era de conferir de palabra o por escrito con algunos teólogos de dentro o de fuera de Wittenberg; pero ni los de casa ni los extraños se enteraron de las 95 tesis hasta muchos días después del 31 de octubre, fecha de la carta de Lutero al arzobispo de Maguncia, en la que le dice: Emisi disputationem. Consiguientemente, nadie hizo acto de presencia[39].
¿No es todo esto un poco anómalo y extraño en la teoría de la afixión pública? La cosa se aclara pensando que no se trataba de una disputa oral dentro de un recinto universitario, sino de una discusión -principalmente por escrito- con las personas doctas que quisiesen intervenir. Tal disputa no había que anunciarla en las puertas de la Schlosskirche.
Consultando las fuentes más antiguas, vemos que ninguno de los cronistas coetáneos hace alusión de haber sido expuestas en la puerta del templo: ni el historiador Juan Carion (1499‑1537), amigo de Melanthon; ni Jorge Spalatino, cuyos Anales, perfectísimamente informados, llegan hasta 1525; ni F. Myconius (1490‑1546), autor de una Historia reformationis; ni C. Scheurl, que trató del caso en su Libro histórico de la cristiandad de 1511 a 1521, y que tantas noticias nos dejó en su epistolario; ni Emser, ni Cocleo, ni Kilian Leib, ni ninguno de los controversistas; ni el documentado historiador J. Sleidan, que dio comienzo a su gran obra, De statu religionis commentarii, antes de 1545[40].
Los que se empeñan en defender la fijación y exposición pública de las tesis, tienen que admitir por lo menos que no eran tesis impresas, como pedía la costumbre, sino manuscritas, porque un estudio minuciosamente crítico de Honselmann ha demostrado que hasta fines de diciembre no se imprimió ninguna copia de las mismas, y aun entonces no por voluntad de su autor, sino por maniobras de sus amigos.
¿Y qué dice el propio Lutero? En ningún pasaje de sus escritos y cartas -y eso que en muchas ocasiones hace referencia a sus primeros ataques contra la predicación de las indulgencias- se halla el menor indicio del cartel o pliego fijado a las puertas del templo. Los primeros días, después de redactadas las tesis, no quiso comunicarlas ni a sus amigos. Tal vez el primero a quien se las envió fue a Fr. Juan Lang, de Erfurt. “Otra vez te envío paradojas... Lo único que deseo saber de ti y de esos tus teólogos es vuestro parecer sobre estas conclusiones”[41].
Si le pide que le señale los posibles errores, parece indicar que no las ha publicado todavía; y esto lo escribe el 11 de noviembre de 1517.
“Después de la fiesta de Todos los Santos”, en un día que no podemos determinar, hizo Fr. Martín un viaje hacia Kemberg, distante 13 kilómetros de Wittenberg, durante el cual -lo refiere él mismo en una charla de sobremesa- comunicó a su amigo Jerónimo Schurff su propósito de escribir “contra los crasos errores de las indulgencias”. Asustado el Dr. Schurff, exclamó: “¿Pretendéis escribir contra el papa? ¿Qué queréis decir? Eso no lo sufrirá nadie”[42]. Clara señal de que en Wittenberg no habían sido publicadas las 95 tesis.
No sabemos cómo algún rumor de las mismas llegó a oídos del príncipe Federico y de sus consejeros. Uno de ellos, Jorge Spalatino, escribió a Fr. Martín en noviembre, manifestándole la extrañeza de que ninguno de los cortesanos tuviese noticia de tales tesis, a lo cual respondió Lutero: “No quise que llegaran a oídos de nuestro príncipe ni de alguno de sus cortesanos antes que a los (obispos) que podían creerse criticados en ellas”[43].
Ahora bien, si estaban expuestas en la puerta de la Schlosskirche, bien conocidas le serían a Federico y a sus cortesanos.
En noviembre del año siguiente volverá a excusarse con el príncipe, explicándole por qué los primeros a quienes informó de lo que planeaba fueron el arzobispo de Maguncia-Magdeburgo y el obispo de Brandeburgo. Hubiera sido poco correcto anunciar y divulgar las tesis sobre las indulgencias, cuyo texto había sido enviado a dichas autoridades eclesiásticas, antes de tener la respuesta de las mismas[44].
Un plazo razonable de espera podía ser de dos semanas y aún más. Viendo Lutero que los obispos no daban respuesta alguna, se atrevió a comunicar sus tesis, en la intimidad, a algunos amigos, mas no para que las diesen a la imprenta[45].
Parece que hay que creer a Fr. Martín cuando repite una y otra vez que no deseaba se divulgasen por el momento aquellas tesis. Y si esto es así, ¿cómo las iba a fijar en la puerta de un templo concurridísimo, en el día de mayor afluencia de gentes venidas de todas partes?
Recordemos que la iglesia del castillo ducal de Wittenberg, enriquecida por Federico el Sabio con infinitas reliquias de mártires, confesores, vírgenes, patriarcas, profetas, etc., estaba dedicada a Todos los Santos, y por eso celebraba el 1 de noviembre su fiesta titular, que empezaba con las vísperas solemnes el día 31 de octubre. Al toque festivo de las campanas, el pueblo en masa acudía a venerar a los santos en sus reliquias, a confesarse -en aquella ocasión, el número ordinario de ocho confesores se multiplicaba- , a oír misa y comulgar y a ganar las innumerables indulgencias papales condicionadas a aquellos actos de culto. La indulgencia plenaria de la Porciúncula (como en Asís) se podía ganar desde el 30 de octubre hasta el 1 de noviembre inclusive[46].
Toda la población de Wittenberg entraba en aquel templo con ansia de ganar indulgencias. En la hipótesis de que Lutero hubiera fijado allí sus tesis contrarias a las indulgencias, el escándalo hubiese sido ruidoso, y el hecho audaz se hubiera grabado imborrablemente en la memoria de todos. ¿Por que nadie lo recordó nunca?
Carta al arzobispo de Maguncia
Una cosa es cierta e innegable: el 31 de octubre, Fr. Martín, vehementemente indignado por la predicación de Tetzel, escribió una carta de protesta al arzobispo de Maguncia y de Magdeburgo, enviándole al mismo tiempo una copia manuscrita de las tesis. Nada de revolucionario tuvo ese gesto; pero como fue el inicio de la “protesta”, es natural que los protestantes lo conmemoren anualmente[47].
¿Por qué se dirigió precisamente a Alberto de Maguncia? Porque, en cuanto arzobispo de Magdeburgo, era su superior mayor en Alemania, y pues a beneficio del arzobispo se predicaba la indulgencia, estaba seguro que de allí procedían las directivas e instrucciones que seguía Tetzel en sus sermones.
En la susodicha carta se dice textualmente:
“Perdóname, reverendísimo padre en Cristo y príncipe ilustrísimo, que yo, hez de los hombres, sea tan temerario, que me atreva a dirigir esta carta a la cumbre de tu sublimidad... Bajo tu preclarísimo nombre se hacen circular indulgencias papales para la fábrica de San Pedro, en las cuales yo no denuncio las exclamaciones de los predicadores, pues no las he oído, sino que lamento las falsísimas ideas que concibe el pueblo por causa de ellos. A saber: que las infelices almas, si compran las letras de indulgencia, están seguras de su salvación eterna; ítem, que las almas vuelan del purgatorio apenas se deposita la contribución en la caja; además, que son tan grandes los favores, que no hay pecado, por enorme que sea, que no pueda ser perdonado aunque uno hubiera violado -hipótesis imposible- a la misma Madre de Dios; y que el hombre queda libre, por estas indulgencias, de toda pena y culpa. ¡Oh Dios santo! Tal es la doctrina perniciosa que se da, Padre óptimo, a las almas encomendadas a tus cuidados. Y se hace cada vez más grave la cuenta que has de rendir de todo esto. Por eso, no pude por más tiempo callar... ¿Qué hacer, excelentísimo prelado e ilustrísimo príncipe, sino rogar a tu Reverendísima Paternidad se digne mirar esto con ojos de paternal solicitud y suprimir el librito (Instructio summaria) e imponer a los predicadores de las indulgencias otra forma de predicación, no sea que alguien se levante por fin, y con sus publicaciones los refute a ellos y a tu librito, con vituperio sumo de tu Alteza?... Desde Wittenberg 1517, en la vigilia de Todos los Santos”.
Y añade a manera de posdata:
“Si a tu Paternidad le agrada, podrás ver estas tesis (has meas disputationes), para que entiendas cuán dudosa es esa opinión, que ellos esparcen como certísima, de las indulgencias”. Firma: “Martín Lutero, agustiniano, doctor en sagrada teología”[48].
Dos cosas le pide el fraile al joven príncipe: retirar la Instructio y corregir el modo de predicar. No es preciso subrayar ciertas incoherencias de esta carta, fruto de un corazón apasionado y de una información tan vaga como incompleta, y la arrogancia retadora con que el profesor promete escribir contra la doctrina de la Instrucción. Mas no fue en la carta donde Alberto de Maguncia halló palabras de escándalo, sino en las tesis adjuntas.
Aquel príncipe de la Iglesia y del Imperio, que más adelante se portará con los novadores de un modo ambiguo, oportunista y harto condescendiente[49], adoptó en esta ocasión la actitud de un prudente y celoso prelado, aunque podemos sospechar que, dado su carácter mundano, más que un móvil religioso, lo que le impulsaba era el temor de perder los ingresos de la predicación de la indulgencia.
Opina Iserloh que, si Alberto de Maguncia hubiera prestado atento oído a Fr. Martín corrigiendo los abusos de las indulgencias, la revolución religiosa y la ruptura con la Iglesia no se hubieran producido. ¿No será tal visión de las cosas demasiado optimista? Yo creo más bien que en el otoño de 1517 el huracán luterano se había ya desencadenado en las altas regiones de la inteligencia y en los antros eólicos del sentimiento; tarde o temprano tenía que irrumpir hacia el exterior, sin que nada ni nadie pudiera reprimirlo.
¿Qué hizo el arzobispo? Al recibir la carta y las tesis de Fr. Martín, requirió prudentemente el parecer de sus consejeros de Aschaffenburg, residencia veraniega del prelado, y el 1 de diciembre envió a los teólogos y juristas de su Universidad de Maguncia las 95 tesis a fin de que las examinasen y juzgasen. El 11 del mismo mes, nueva carta apremiándolos a dar su parecer lo más pronto posible. Pensaba el arzobispo, como también sus consejeros de Aschaffenburg, que era preciso entablar un processus inhibitorius contra el autor de las tesis, prohibiéndole legalmente cualquier acción (oral o escrita) que pudiera estorbar la predicación de las indulgencias. El encargado de esta inhibitio contra Lutero sería el propio Tetzel. Pero Alberto no quiso emprender esta vía sin antes contar con la aprobación de sus doctores de Maguncia.
Los maguntinos no contestaron hasta el 17 de diciembre, y entonces se contentaron con rechazar las tesis luteranas de un modo vago. “Encontramos -decían- algunas tesis que no sólo limitan y restringen la potestad del sumo pontífice y de la Sede Apostólica en la concesión de las sacratísimas indulgencias, sino que están en disonancia con las comunes opiniones de muchos santos y venerables doctores... y es más prudente y seguro atenerse y adherirse a los pareceres de los mencionados doctores que apoyarse en el propio juicio”. En conclusión, teniendo en cuenta “el canon Nemini XVII, del papa Nicolás I, que prohíbe disputar y dictaminar sobre la potestad del sumo pontífice”, prefieren cautamente no condenar ni aprobar las tesis, sino qué “aconsejamos a vuestra Paternidad Reverendísima transmitirlas, con su autoridad ordinaria y metropolítica, a Roma, a fin de que allí, donde está la fuente de la potestad y de la sabiduría, sean examinadas. Dado en Maguncia el jueves 17 de diciembre del año 1517”[50].
Independientemente de este consejo y antes de recibirlo, el arzobispo Alberto había tomado la resolución de transmitir las 95 tesis y todo el negocio a Roma, “con la buena esperanza de que Su Santidad se encargará del asunto y actuará de forma que oportunamente se ponga resistencia a tal error según la necesidad y las circunstancias”. Así lo comunicaba el 13 de diciembre a sus consejeros de Magdeburgo[51].
Las 95 tesis
Examinemos de cerca las famosas tesis luteranas, de las que se podría decir -con una gota de humor- que ni eran 95, puesto que en el manuscrito autógrafo no estaban numeradas, ni eran tesis, porque no tenían formulación propia de tesis académicas. ¿Quién llamará tesis a las simples interrogaciones retóricas, como son las de los números 82‑89, 92 Y 93? Y por contera tenemos que añadir que no fueron clavadas en las puertas de la Schlosskirche de Wittenberg, ni presentan el carácter revolucionario que a veces se les ha atribuido. A muchas de ellas, ¿no las definió el teólogo protestante Paul Wernle “asombrosamente católicas?[52]
Aunque el manuscrito original de las tesis no llevaba numeración alguna, seguiremos hablando de 95 para mejor entendernos. La numeración -muy mal hecha por cierto- no se debe al autor, sino a los primeros tipógrafos, que a fines de 1517 las imprimieron casi contemporáneamente en Nuremberg (A), en Lelpzig (B) y en Basilea (C) conforme a copias manuscritas suministradas no por Lutero, sino por alguno de sus amigos. La edición de Leipzig tiene una numeración desatinada: divide alguna proposición en dos números o junta dos tesis en una; después de una serie de 26 números, sigue otra, partiendo del número 17 hasta el 87. Las de Nuremberg y Basilea distribuyen las tesis en cuatro series sucesivas: tres de 25 números cada una, y la cuarta de 20; en total, 95 tesis, no muy lógicamente divididas.
Acerquémonos a su lectura. El encabezamiento reza así:
“Por amor y deseo de aclarar la verdad, los siguientes puntos serán sometidos a disputa en Wittenberg, bajo la presidencia del R. P. Martín Lutero, maestro en artes y en teología y de la misma profesor ordinario. Por tanto, ruega a los que no puedan estar presentes para discutir oralmente con nosotros, lo hagan por escrito. En el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén”[53].
Creemos, aunque Honselmann lo ponga en duda, que estas líneas se hallaban en el manuscrito original. El único motivo para dudar sería que ese encabezamiento no aparece en la trascripción fidelísima de las tesis luteranas hecha por Fr. Silvestre Prierias, O.P., en su réplica de 1518. Según el estudio minuciosamente crítico de Honselmann, la trascripción de Prierias se conforma al original primitivo más exactamente que los ejemplares impresos, lo cual no es de maravillar, ya que el polemista dominico tuvo ante los ojos el mismo manuscrito enviado por Lutero al arzobispo de Maguncia y por éste remitido al pontífice romano[54]. Pero se explica muy bien que Prierias, atento a refutar la doctrina, no copiase el preámbulo, porque no hacía al caso. Tampoco podemos conceder al citado crítico que las tesis 92 y 93 faltaban en el original y que fueron añadidas por Lutero cuando éste conoció las Antitesis de Wimpina y Tetzel. Creemos que a ellas aludió Prierias al advertir que omitía algunas cosas sin importancia (posthabitis in fine quibusdam vanis).
Análisis de las tesis
Entrando ya en el contenido de las mismas, advertimos que el teólogo de Wittenberg no tenía concepto claro y preciso de las indulgencias; lo confiesa él mismo en la ya citada carta a C. Scheurl.
La doctrina luterana sobre las indulgencias se presenta confusa, insegura, contradictoria y próxima a la heterodoxia. ¿Por qué? Sencillamente, porque en la mente de Lutero ha surgido un concepto nuevo de la justificación por la fe y de la penitencia cristiana, concepto que parece incompatible con las ideas teológicas tradicionales que el fraile agustino había aprendido en las escuelas o en libros como el Caelifodina, de Fr. Juan de Paltz. Con todo, muchas de sus 95 tesis son perfectamente ortodoxas, o admiten un sentido rectamente católico, y eran defendidas por los mejores teólogos de su tiempo. He aquí algunas:
1. “Nuestro Señor y Maestro Jesucristo, al decir: Haced penitencia, etc., quiso que toda la vida de los fieles fuese penitencia”.
2. “Estas palabras no pueden entenderse de la penitencia sacramental, esto es, de la confesión y satisfacción que se cumplen por el ministerio de los sacerdotes”.
3. “Ni se refieren solamente a la interior, la cual no existe si no produce externamente diversas mortificaciones de la carne”.
7. “A nadie perdona Dios la culpa si humildemente no se somete en todo al sacerdote, vicario de Dios”.
23. “Si a alguien puede darse la remisión de todas las penas, cierto es que se dará solamente a los de mucha perfección; es decir, a poquísimos”.
26. “Muy bien obra el papa cuando concede la remisión a las almas (del purgatorio), no por la potestad de las llaves.... sino a modo de sufragio”.
30. “Nadie está absolutamente cierto (securus) de estar verdaderamente contrito; mucho menos de haber obtenido plenaria remisión”.
41. “Las indulgencias apostólicas deben predicarse con cautela a fin de que el pueblo no se engañe, creyendo que son más estimables que las obras de caridad”.
Hay otras tesis que son ambiguas, o equívocas, o que parten de un supuesto falso, y que no pueden admitirse sino con muchas distinciones; las hay también sencillamente erróneas, y algunas resultan chocantes, sarcásticas y paradójicas, que nos hacen dudar de la seriedad del autor.
18 “No se prueba por razones ni por la Escritura que las almas del purgatorio no puedan aún merecer y aumentar la caridad”.
29. “¿Quién sabe si todas las almas del purgatorio quieren ser liberadas?”
82. “¿Por qué el papa no vacía el purgatorio, dada su santísima caridad y la suma necesidad de las almas?”
No pocas de las tesis podrán ser declaradas verdaderas o falsas según se entienda la indulgencia aisladamente, como la mera adquisición material de la bula (así parece entenderla Lutero), o en unión con el arrepentimiento y la confesión de los pecados (como siempre se predicaba). Más de una vez achaca a los predicadores de indulgencias falsas enseñanzas, que aquéllos estaban muy lejos de defender. Una cosa buena late en el fondo de casi todas estas tesis, y es el continuo insistir en la compunción interior más que en la obra puramente externa; sólo que la extremosidad de su temperamento le hace incurrir en exageraciones impropias de un teólogo.
Entre las tesis que más escandalizaron entonces, por ser contrarias a varios documentos pontificios, están aquellas que niegan la realidad del tesoro espiritual de la Iglesia, formado por los méritos de Cristo y las satisfacciones de los santos, o desvirtúan su naturaleza; rechazan la potestad del sumo pontífice para administrar debidamente ese tesoro y pervierten el concepto católico de indulgencia, limitándolo a la remisión de las penas canónicas impuestas por la Iglesia. Léanse las siguientes:
5. “El papa no quiere ni puede remitir otras penas que las que él impuso a su arbitrio o según los cánones”.
20. “Por tanto, lo que el papa entiende por indulgencia plenaria no es la remisión de todas las penas en absoluto, sino tan sólo de las impuestas por él”.
21. “Yerran, pues, los predicadores de indulgencias, según los cuales, por las indulgencias papales, queda el hombre libre y s _________________ Amar es decir al otro: "Tu no moriras"
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